Nadie objeta, sino que alaba y pondera muy en alto, los tesoneros y bien intencionados esfuerzos que hace el estudioso de nuestra Etología, Fauna y Flora, un movimiento ecologista que hasta ahora ha gritado en el desierto y arado en hipersalinos mares.
Por desgracia, el flamante ejemplo y más significativo de esa baja productividad ecologicista es el Protocolo de Kyoto, un refinado papel con el cual se asean sus traseros los países que precisamente llevan la mayor carga en materia de destrucción del planeta.
Debemos buscarle una explicación racional a tan descabellada conducta imperial, habida cuenta que sus principales sedes geográficas son países densamente poblados y obviamente también necesitan un planeta sano, limpio y libre de todas las dañinas e irreversibles impurezas del caso atinentes a mermas en protección ozonal, al consecuente efecto invernadero, etc.
Este es el caso: todos esos países punteros y de avanzada en materia de desarrollo industrial tecnocientífico han apuntalado su progreso, sus ventajismos y su elevada competitividad frente a los países satélites y neocoloniales, en excesivos y desmedidos patrones de consumo energético.
Son países demasiado dependientes de los recursos que cuasirregalados o tomados de sus desaventajados clientes, recursos e insumos que les han servido también para mantener a raya a todos los demás países subimperiales, mismos que desde sus inicios les sirvieron para llegar donde están.
Sin ánimos redundantes, estos países suministradores de insumos baratos los utiliza el imperio como mercado principal para venderles su producción ociosa, sus fríos inventarios, todo lo cual les permite seguir alimentando la llama de su ardiente y burguesa hoguera fundidora de hombres asalariados, de países dotados naturalmente de los recursos que necesita, y a los que se han acostumbrado y de los que no podrán prescindir sin perecer en el intento.
Es por eso que ninguna súplica, ningún protocolo, ninguna instancia civil o eclesiástica, podrá doblegar su corazón, porque sencillamente no se trata de conductas genocidas deliberadamente emprendidas, como llevados por la mano de Satanás, no, aunque su apariencia reúna todas sus características.
Sólo cuando los hábitos de consumo de los habitantes de esos gulosos países se reduzcan considerablemente, cuando haya una suerte de involución tecnológica, entonces se acabarían los rascacielos de Manhattan, los acuosos obeliscos de 100 metros de altura prendidos las 24 horas del día, los estadios a prueba de invierno y todas esas mil y más aberrantes demostraciones de consumo de bienes y servicios que como bien han cuantificado por allí, si todos los países lograran imitarlos, el planeta sucumbiría en menos de un lustro.
La alternativa es una sola: el exterminio del sistema más devorador de sí mismo que haya diseñado comerciante alguno.
Mientras sigamos sembrando y regando la relación burguesa, cuya coraza es la PROPIEDAD PRIVADA sobre los principales medios de producción y consumo, resultarán ineficientes e ineficaces todos los esfuerzos ecologistas que tanta mano de obra valiosa insume sin contraprestación alguna.
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