El economista de la más ofuscada derecha, Emeterio Gómez, decía hace pocos días que no hay alternativa válida al capitalismo. Y alumbraba su sentencia con el cuento del obrero que trabaja bien y rápido y el que lo hace lento y mal. Esos obreros, explicaba, en una empresa socialista ganarán lo mismo. Será irremediable que el bueno deje de diferenciarse del malo y que la empresa produzca cada vez menos
Tal fatalismo capitalista, propio del férreo y pugnaz individualismo, deja al descubierto tres grietas: la indiferencia por la humanidad; la omisión de que el capitalismo financiero dominante cada vez necesita menos obreros, buenos o malos; la presunción de que todo socialismo arrastrará los fardos de la Unión Soviética, donde los obreros eran asalariados del Estado con un ministro incompetente de jefe.
Como Emeterio no es tonto, resulta obvio que se resiste a aceptar que, en el socialismo que queremos, el de las comunas, los trabajadores pasarían a ser los dueños de las empresas. Hago la conjugación en modo condicional porque pareciera que en el gobierno también hay resistencia a ese verdadero poder popular. Que no es simple asamblea de ciudadanos sino la organización político-administrativa de cada ciudad y de su territorio esencial.
Con la afirmación de que las comunas deben ejercer el poder sobre el espacio fundamental: la ciudad y todos sus medios de producción, se puede inferir que, allí, el trabajo no será por el salario de muchos y la acumulación de pocos, sino por el disfrute de ser, en la elaboración de los bienes y servicios requeridos para la vida y el desarrollo pleno, par entre pares.
Volviendo a Emeterio y a su determinismo darwiniano, él pretende salvar al capitalismo con algún adjetivo benefactor que, como velo pudoroso, disimule la molienda de gente. Ya hace siete años lo dijo con brutal simpleza: Sólo cuando la gran empresa en el Capitalismo Oligopólico logre desarrollar un cierto poder sobre el mercado, puede plantearse la posibilidad real de actuar éticamente
