Me hacía el Guamo una confesión, un desahogo que lo obligaba a una reivindicación por el hecho de haberse dejado despojar del tiempo. ¡Y debía reconquistarlo! parecía significarme. Porque el tiempo a veces es despojado con intimidación. Otras robado. Y a veces, simplemente, se desvanece. E ignominioso me ha resultado –proseguía– cuando conciencio que ha sido por mi pura desidia, porque en la existencia de una persona, como ha sido en la mía como colectivo espiritual sobre un territorio, gran parte de mi presencia se ha cumplido, o bien trivialmente, o no vivida, existentemente o, de modo tal vegetada, que ni siquiera lograba conseguir el mínimo favor para que se le pudiera llamar vida.
Porque, no he apreciado mi tiempo; porque, no he justipreciado mis días; en fin, porque, con cada día que pasaba no comprendía que también moría, lo que me ha permitido desvirtuar la costumbre de percibir la muerte, sólo, como una peripecia del futuro… ¡Vaya qué burdo desliz el mío! Debo entonces amasarme con cada una de mis horas, dependiendo menos de un mañana ignoto para concentrarme en mi presente complejo, porque mientras difiero lo que debo hacer hoy, la vida pasa, continuaba el Guamo diciéndome, sin ocultar una progresiva impaciencia, porque el tiempo, tan efímero como áspero, era de él. Pero tanta ha sido mi necedad –remataba– que llegué hasta sentirme deudor de aquellos de quienes obtenía cosas intrascendentes y vacías.
Sin duda, postizas. Y también me detallaba el Guamo cómo, en todo su contexto acentuado, se escuchaban lenguaradas de grandezas y miserias, y se veían, con la misma asiduidad, actitudes entonadas y decentes. Luisín dándoselas de aprovechado, por ejemplo, terminaría engañado y sin intentar ocultar, para nada, la suspicacia de su carácter. Carautus, en quien se notaba ya la arista de su felonía, clavaba la puñalada en el meollo de su compadre para fines de reemplazar su arbitrariedad con la suya propia. Marruz ponía a un lado su poca gloria alcanzada para subir a bordo del yate de una putaza menguada. Y sin rumbo en absoluto el morocho Lapoglia descabezaba a sus hostigados y el cabo Vegas permanentemente sombrío y depravado invertía su tiempo entre el saturnio y la escabechina. También, cómo había germinado la crueldad en unos y la severidad en otros.
La depravación en los ricachos y gubernativos y, en los infortunados, los riscos siempre aburridos. Cómo había germinado la ambición de convertirme en heredad arrabalera y a mis mujeres en ruedas corruptoras de carricoches. A fin de cuentas –me decía– que había dado para todo, menos para la causa del amor… Que había dado indudables seres sin entrañas: quizás grandes historiadores, sí, guerreros, comodones descarriados, integridades y violadores groseros, pero casi nada para la soberanía de su atrevimiento, para alcanzar afinar su capacidad de resolver el gran problema de su verdadera libertad no obstante, que el despejo de ese oscuro arcano, parecía que en él buscaba verificarse. Por eso, para animarme a ese fin inmortal, luchaba tenazmente y exigía unidad efectiva. No para yacer y adormecerme en los sesteaderos de la postración…
Me afirmaba que sus hijos eran unos infelices pretendiendo escapar de las ruinas físicas y morales, hijas inconfundibles de su conservadurismo opresor. Que no poseían la destreza de ejercer por ellos mismos y ampliamente sus derechos, porque carecían de virtudes políticas que caracterizaban a los verdaderos republicanos. Virtudes que no se adquirían en sus gobiernos absolutos por democráticos que parecieran, porque desconocían, siniestramente, los deberes y derechos de los ciudadanos. Y era puntual que se nivelara el gobierno con el perfil de los hombres, de las mujeres, de los incidentes, pero también de las épocas que lo cercaban. Si aquellos eran benditos y tranquilos, él debía ser afable y guardián.
Pero si eran funestos y revoltosos, él debía entonces mostrarse temible y disponerse, a ser compatible, con una firmeza igual a las eventualidades. Fuera de lo central, los contrarios habrían de obtener las más completas prerrogativas. Y los desacuerdos civiles permitirían que fueran conquistados escarnecidamente por un hatajo de bandidos infecciosos que, luego en los sufragios serian los intrigantes entre los inexpertos que votasen indeliberadamente, y que pondría el gobierno en manos ineptas e inmorales y, por tanto hostiles siempre, a la idea de justicia y libertad. Que si en lugar de la languidez y la insubsistencia, hubiese optado por la sencillez, habría gozado de la suspirada emancipación. Porque el fraccionalismo y no el plomo lo habían tornado al vasallaje, y que resultaba desventurada la autoridad ensayista de incapacidades forzada a defenderse ante el pueblo, pero tupida de dicha aquella que, corriendo por entre los embarazos de la política, preservaba intacta su decencia y se presentaba inocente a exigir, de sus propios compañeros de mortificaciones, un recto dictamen sobre su inculpabilidad.
Comentaba también, que Terepaima Ojeda estando siempre preparado para evitar en todo momento las injusticias, parecía haber sido elegido por la razón de los tiempos para romper sus esclavitudes y ser el instrumento providencial de alivio en sus hijos de todos los desconsuelos y traerles paz y libertad y, un destino, que fuese una perpetua felicidad para ellos. Y para el propio Terepaima, por supuesto, una gloria inmortal. Y que si sus miras y desastres sin antecedentes, frustraban empeño tan loable, no habría sido por ineptitud y cobardía, sino por un propósito gigantesco y superior a todas las fuerzas humanas. Y sublime resultaría la vindicación de la naturaleza mancillada por la opresión.
Nada era comparable a la grandeza de ese acto, aun cuando la desolación y la muerte fueran el premio a tan memorable intento. A la antorcha de libertad que Terepaima pretendía presentar a mis hijos, Idígoras Moreno oponía la terrorífica tea incendiaria... Porque en todo cambio tenía que existir un punto de cotejo al cual ese cambio estuviere referido. Pues, de otro modo no era posible, que rigiera una orden determinada. Antes bien todo se disolvería en un desordenado movimiento.
Este punto referencial había de quedar establecido y requería, en cada eventualidad, una opción y una decisión. Era justamente este punto el que daba un régimen de ejes dentro del cual, todo lo demás, podía enmarcarse. De allí que al principio de todo (tanto como al principio del pensamiento) se hacía necesaria la disposición, el establecimiento del punto de referencia. Y de por sí era pasable cualquier punto de referencia. Sin embargo, la experiencia demostraba que ya con el despertar de la conciencia se colocaban en medio las determinadas estructuras referenciales a más no poder poderosas. La inventiva también producía por tanto los embriones invisibles de todos mis aconteceres. Y mientras la creatividad de Terepaima Ojeda, actuaba en el invisible campo de su espíritu, el tiempo de Idígoras Moreno actuaba en su materia distribuida, caóticamente en el espacio, consumando cosas ya hechas.
Lo aceptable era quietud, en esencia. Y gracias a la quietud, se hacía posible lo más simple. Y lo fácil y lo simple parecían tener sus efectos en mi vida, continuaba el Guamo, señalándome. Lo fácil era cómodo comprender y así había surgido su poder sugestivo. Aquel que tenía pensamientos enteramente claros, fáciles de entender, se ganaba la adhesión de mis hijos porque encarnaba el amor. Pero no liberándose con tal modo del barullo de las luchas y los desentonos. Sobre todo, cuando para Idígoras Moreno el amor no era más que una actividad estúpida, algo propio de chamos que, zarandeando los flancos al andar, tiraban con otros de panderos escurridos.
Por eso Idígoras –que se había levantado muy solo y que mucha angustia experimentaba frente al sexo– no creía en el amor. Y parecía malandrín atribuir a Terepaima Ojeda exclusivamente las vicisitudes que la ley de las cosas engendraba no estando incluso en la esfera de las potestades de un solo hombre y, sobre todo, en instantes de turbulencia revolucionaria cuando era conocida la furia de las fuerzas que la resistían. Así, cuando errores o pasiones en Terepaima, podían causar perjuicios en mí, debían sin embargo apreciarse ellos con equidad y buscar su origen en la causa natural de todas las adversidades, que no era más que la significativa fragilidad de conciencia de mis hijos unida al imperio de la suerte de los propios acontecimientos, porque la verdad era que el acervo del guamoano resultaba un débil juguete. Y que, estaba muy distante Terepaima de exculparse de su debilidad. Loca pretensión, sin duda, de haberla abrigado.
Pero que sufría de un pesar profundo al sentirse corresponsable de sus miserias. Y a la vez, inocente, debido a que su conciencia no había participado nunca de los errores voluntarios o de la malicia de los siempre fichados cuatreros. Y proseguía el Guamo reconociendo no saber con certeza cuándo se había dejado de tocar la flauta. Burrada que Terepaima rechazaba como imaginada porque parecían superiores a la nequicia humana, por lo que jamás hubiesen sido creídas si, constantes y repetidos documentos, no terminaran testificando esas infaustas verdades que el apóstol José Verde dejara a la posteridad en afortunada relación, incluso con los testimonios de personas respetables y con los procesos mismos que los sátrapas se hicieron, entre sí, como constaba de los asertos historiográficos de aquel tiempo tan travieso en mí.
Todos los ecuánimes hacían justicia al entusiasmo, veracidad y probidades de aquel amigo mío, y de la humanidad que, con tanta pasión y firmeza, denunció los actos más horripilantes de aquella sanguinaria exacerbación. Los desgarrones del tiempo resultaban, así, poco comparables con los de la saña humana, pero la justicia debía decidir las contiendas. Se esperaba anhelosamente que el éxito coronara el esfuerzo de Terepaima Ojeda, porque su destino se había fijado irrevocablemente a la lucha contra el imperio de la chiflada dominación.
Los guamoanos, que amaban su liberación al fin la lograban, se le escuchaba afirmar con frecuencia a Raycon Beló que esa última vez salía ya de una fuerte gripe mediante la expulsión de unos escombros de mucosidad que, cinco días atrás llegaron a tener rebosante vida, y quien decía también mantener una autoestima, tan alta, que no pocas veces lloraba de emoción al solo pensar en su grandeza… Me mostraba pues dispuesto a lograr mi liberación, no obstante que era yo uno de los más bellos lugares de cuantos hacían el orgullo de los alrededores, haciendo que mis hombres y mujeres tuvieran que morir para no ser esclavos de unos seres insaciables de sangre.
Porque algo parecía resultar claro, advertía el Guamo con gravedad: que había llegado el tiempo de pagar tormentos con tormentos y de ahogar, a esos troncos de verga asoladores, o en su propia sangre, o en cualquier río oportuno… Pero me es difícil presentir mi suerte futura. Establecer principios sobre la política y profetizar la naturaleza del gobierno que en definitiva llegaré a prohijar.
Toda idea relativa a mi porvenir, parece aventurada. ¿Se pudiera acaso vaticinar (cuando la humanidad disfruta su puericia rodeada de tanto yerro, de tanto oscurantismo y desasosiego) cuál será el sistema que deberé abrazar para mi conservación? Se sabe que soy un pequeño género poseedor de un mundo aparte cercado de mares y bisoño en ciencias y artes, pero no huérfano de que alguien se atreva a lanzar conjeturas arbitrarias, concebidas más, por un anhelo razonable, que por un razonamiento probable. Y este parecía ser, precisamente Terepaima Ojeda, porque Idígoras Moreno (que tenía ya unas extrañas cosas escritas sobre los patos y las guacharacas, y que también era prototipo de groseros sofismas breves) era del criterio de que lo que ocurría dentro de mí no era más que la expresión de una furia populachera que incluso resultaba burda enemiga de lo bello…
Pero lo proclamaba cuando mis hijos no ocupaban otro lugar que el de buenos bueyes para el trabajo y, cuando más, el de simples consumidores coartados al tiempo que mis entrañas de tierra eran excavadas buscando un oro que nunca alcanzaba saciar al clan avaricioso. Habían subido de repente y sin los conocimientos necesarios y previos y, (lo que resultaba más sensible) sin la práctica para manejar con histórico acierto esta compleja permutación tajante en mí. Era riesgo en ellos quedar pues desabrigados si acaso ciertas águilas ridiculizaban o pretendían ridiculizar sus muros (que con sus vuelos pisoteáranlos) para entonces quedar bajo la férula de un bandolero extranjero que antes incluso algunos otros practicaran lisonjear (con halagüeñas esperanzas siempre, y por supuesto, burladas) lo que obligaba a proveerse de seguridad interior contra los enemigos que encerraban sus propios muros, pero también contra los del exterior que pudieran establecer autoridades que sustituyeran a las recién designadas por ellos, soberanamente. Y que si estallaba la guerra, debía llevarse a cabo como entre hermanazos; sobre todo, en cuanto a que no debía ser más cruel que la que hubiera entre foráneos enemigos.
Había sido yo pues el primer conglomerado del sector que más se había adelantado a sus instituciones, pero también el más claro ejemplo de ineficacia en las formas (sobre todo democráticas) continuó diciéndome el Guamo. Entonces, en tanto que mis hijos no adquirieran las aptitudes y las claridades políticas que distinguieran a las realidades vanguardistas, era temor por tanto que las populares resultaran tan desfavorables que forjaran mi devastación al no dejar de estar dominado yo por los vicios que contrajera bajo la dirección de otros agüizotes, dentro de los que sobresalía la barbarie, el egoísmo, el desquite y la voracidad.
No debía descuidarse por tanto una conclusión que lucía inmutable: que era más arduo, sacarme de la glebalización, que esclavizar uno soberano. ¿Podían ser capaces mis hijos entonces de mantener en el deseado equilibrio la incómoda carga de una nueva realidad, tan recién desencadenados? ¿Cabía una especulación verosímil, que halagara ese anhelo? Porque para que un solo accionar diera vida, alentara, pusiera en movimiento todas las espirales de la holgura, cauterizara, aleccionara y puliera ese nuevo contexto, ¿qué era necesario, qué tuviera las facultades de un dios, o las luces y virtudes de todos mis hijos? Porque en mí, ciertamente, una realeza hubiera resultado una deformidad ciclópica, cuyo peso la habría hecho desplomar a mi menor convulsión. De allí por tanto, que alguien hubiera podido terminar, hablando así:
Camaradas: ¡Nuevamente una época de sangrienta tempestad en el Guamo pudiera presentarse. De anarquía popular. Un torrente infernal que lo sumergiera en un ancho y profundo charco de irrites!
¿Cuántos de mis hijos, de ser así, se dejarán arrastrar como una hoja seca por la ventolera revolucionaria? Y era bueno saber, que una hermana de Pierina Cachado, que exhibía muchas ganas de marido y se resignaba difícilmente a la idea de no poder ligarse, se refrescaba a orillas del río que me atravesaba un día agostizo de colérico bochorno, que la adormiló. Por casualidad pasaba por aquel paraje Marte, que era adicto a bajar a mis predios un poco para organizar sus guerritas (su oficio habitual), pero otro poco buscando mujeres, que era su verdadera pasión en quebranto de Nerienes. Y viéndola tendida, dormida y abierta, cual diosa, de ella se enamoró. Y sin darle tiempo a que abriera los ojos, la preñó… Y como apreciara Constancio Mercerón: Ab re…