Como pasa tantos domingos, a las siete de la madrugada sonó el PUM! de
un cohetazo. Es la forma más fácil, barata y efectiva de avisarle a la
comunidad que un evento público se va a desarrollar según cronograma.
Sí, ya sé, está la incomodidad del sobresalto, pero siempre es mejor
que lo despierten a uno para confirmar que la cosa sí va, que
conseguirse, después de haber hecho pipí, lavado la cara, cepillado
los dientes y acomodado los crespos, que tiene una larga mañana de
domingo vacía. Era un evento público con llamado oficial pero
canalizado a través de las organizaciones de vecinos y otros grupos de
esos que están pendientes de la vida de los demás y estaba programado
para el día cuatro, cuanto más temprano mejor, pero siendo domingo, la
decisión última estaba en manos del ciudadano, el cual decidiría de
acuerdo a su capacidad para madrugar, de su necesidad de completar las
horas de sueño reglamentario y del volumen de la voz del grillito en
la pata de la oreja que le decía:
"si no sos vos y ahora, entonces ¿quién y cuándo?".
No es la primera vez que participamos en una jornada de este estilo ni
será la última, pero este domingo era especial porque después de mucho
apretar los dientes, de mucho hacerse la vista gorda, de mucho fingir
indiferencia, al fin teníamos la oportunidad de barrer, de una vez y,
esperamos, por un tiempo razonablemente largo, con toda esa basura que
un día pensamos invencible.
A las ocho en punto, superpreciso, salimos a terminar con un enemigo
ya vencido pero aún fastidioso. Nadie tiene que indicarle a nadie su
trabajo.
Todos sabemos que no hemos venido a comprar un kilo de tomates, sino a
luchar contra la naturaleza, a apresurar la partida del otoño. Esa
bella estación de hojas amarillas y rojas, de vientos fríos y de días
cortísimos es, en el mejor y más puro sentido del romanticismo
natural, una verdadera piña debajo del brazo. Todos los árboles
deciden botar sus hojas secas en la misma semana y esas hojas caen en
las cunetas y tapan los desagues por donde debería correr el agua de
lluvia, con el consiguiente peligro para el pueblo.
Uno, que es noble y abnegado, barre de vez en cuando pero es difícil
resolver el terrible dilema de que donde hay que barrer hace frío, y
donde está calientito no se encuentra una hoja ni para remedio.
Además, está científicamente comprobado que aquí, o barremos todos o
no barre nadie, pues al ratito todo está como antes de empezar.
Para que la operación barrido fuese efectiva, había que esperar que el
tiempo se encargase de hacer que nuestras enemigas se encontrasen
vencidas, desperdigadas y carentes de toda fuerza vital. Parecían
muchas, pero una vez barridas y en montoncito, basta que se les
aplique un poquitín de presión para que nos demos cuenta de que es más
la bulla que la cabuya. Por eso, en menos de una hora, lo que parecía
una labor para titanes fue completada por ciudadanos y ciudadanas
armados con sólo una escoba y un rastrillo.
Aquello quedó reluciente, limpiecito como un sol y todavía tuvimos
tiempo para bañarnos, desayunarnos y salir para Tokio a votar por los
diputados venezolanos al Parlamento Andino y al Parlamento
Latinoamericano. Con los chamos, por supuesto, que así aprenden que
todos tenemos que barrer y que todos tenemos que votar.
Para acabar con la basura.
M.C. Valecillos