Una de las peores perversiones de nuestra antigua cultura electoral, heredada del dogma puntofijista que privó en el país durante décadas, fue sin lugar a dudas aquella absurda forma de sufragar conocida como “el voto cruzado”, que consistía en hacernos bloquear las posibilidades de buen gobierno de la opción que elegíamos mediante la llamada tarjeta grande, colocándole al partido opositor como obstáculo a su desempeño mediante la tarjeta pequeña. Una modalidad asociada estrechamente al concepto de “alternabilidad democrática” que se impuso entonces, y que en la práctica no era más que un vulgar “quítate tú pa’ poneme yo”.
Tamaña insensatez era justificada por los partidos puntofijistas como una fórmula que supuestamente aseguraba el “control” del gobierno desde el Congreso, vendiéndole con esto al país la idea según la cual no debía importar que a ese “controlador” se lo estuviese sacando virtualmente a patadas del poder en esas mismas elecciones, las más de las veces por ineficiente y corrupto.
En el mundo entero, comenzando por los países más desarrollados, las crisis políticas suelen estar relacionadas con el descalabro institucional que significa para ellos la elección de un Congreso dividido entre facciones opuestas, porque se entiende que la decisión mayoritaria de los electores para la conformación del gobierno debe estar en correspondencia con la posibilidad de que los demás poderes le brinden el debido apoyo a su gestión, en virtud de lo cual las fuerzas con opción de triunfo procuran obtener siempre la mayoría parlamentaria para asegurar el buen desempeño de su partido en el gobierno.
En Venezuela se pretende descalificar esta norma universal, haciendo aparecer el triunfo de las fuerzas bolivarianas en las elecciones parlamentarias como un signo de totalitarismo y de tiranía. De acuerdo a la lógica de la oposición (argumentar en contra del sentido común), la obtención de una mayoría calificada solamente sería aceptable si, y solo si, quienes la obtienen son ellos. Esto explica por qué discuten tanto sobre la unidad que ellos tanto necesitan, a la vez que desacreditan y vilipendian con tanto rigor la amplísima unidad que constituye el llamado Bloque del Cambio.
Según esta disparatada noción de la democracia, y de acuerdo a las insólitas garantías de transparencia electoral que estos señores exigen, el único proceso eleccionario aceptable sería aquel en el cual con la debida antelación se le asegurase el triunfo a la oposición. De donde se desprende que (siempre según ellos) la única solución para la paz social es permitirles retornar al poder. De no ser así, su única propuesta política al país seguirá siendo acusar al Gobierno de truculento en todo cuanto haga.
¿Si hoy acusan de ilegítimo al chavismo por los porcentajes electorales que la oposición tan burdamente descalifica, qué irá a decir dentro de un año apenas, cuando Chávez obtenga los diez millones de votos que les tiene ofrecidos?
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