Combat fashion

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Oigo hablar, desde hace rato, de similitudes políticas entre Ucrania y Venezuela. Siento que a pesar de estar presente, en ambos casos, el guión que escribió el tal Sharp (y también el mismo desprecio por la gente), la gran diferencia que, por sus limitaciones intelectuales, ese gurú del healthy fast food no entiende, son las características socioculturales que nos separan.

Él, gringo al fin, cree que nadie es inmune al mass media, que no hay resistencia posible frente a la mórbida farándula de Los Ángeles, Las Vegas o Miami, que derrama lágrimas de “éxtasis” por Venezuela. Ni se pregunta si Caracas será diferente al Medellín de la raya blanca, o al Panamá del negociado tramposo. Nos piensa semejantes a los expatria alucinados de Miami.

Pues bien, ese mass media omnipresente se ha encargado, sin querer, de mostrar la diferencia real que hay entre los manifestantes ucranianos y los nuestros. Allá son muchos miles de toscos asalariados, misóginos, racistas y neo-nazis que habitan el lado oeste de ese país, arrastrando una vieja añoranza por el Imperio Austro-Húngaro. Acá, detrás de los “paras y narcos”, contratados para asumir las tareas sucias, está la conversión de vecindades residenciales en singular campo de batalla para la lánguida insurrección exhibicionista de la lumpenburguesía.

Jovencitas fogosas, mozos depilados y viejas de desteñidos tintes, aburridas de maridos pasmados, desfilan por esa pasarela de la violencia como si mostraran las últimas tendencias de la temporada primavera-verano 2014: el print del camuflaje iluminado por el fuego y las prendas de elaboración low cost, que enmascaran rostros y se vacilan el gas. Lo que veo es un campo de batalla donde cada fashion victim lucha sin escrúpulos por ser lo más fashion del grupo. “O sea, hasta que el tipo se vaya”

¡Que insólito escenario el de las guarimbas! Unos pocos centenares de amotinados que, indiferentes a los asesinatos cometidos, someten a los ciudadanos al asombro y al horror. Y lo más descorazonador de todo, la pasividad de la autoridad.


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José Manuel Rodríguez


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