«He transformado mi corazón en una guarida de perseguidos»
Zobeida la Muñequera
El patriota checo Julius Fusik, al final de su libro “Reportaje al Pie del Patíbulo”, realiza una caracterización del “héroe”. Este militante comunista resalta señales del héroe que apuntan a la sensatez, el arrojo calculado, la solidaridad, la reflexión permanente, el conocimiento humano profundo, el interés colectivo, la responsabilidad plena con nombre y apellido. Diferencia Fusik la noción de heroicidad burguesa irresponsable, aventurera, gatillo alegre, individualista, equilibrista, peregrina, agresiva, inhumana, anónima de la visión del héroe revolucionario.
Más de medio siglo ha pasado de aquel libro mártir y un caudal de héroes ha rendido esfuerzos y vidas por la transformación de la realidad de los pueblos del mundo. Venezuela jamás se ha quedado atrás y de su pueblo héroe han surgido mujeres y hombres con las señales indelebles que Julius Fusik inmortalizó en aquella esforzada edición. Uno de ellos fue Francisco Prada Barazarte, a quien conocimos con el nombre político de “El Flaco Prada”.
En el año 2003, unos camaradas me invitaron a conversar con El Flaco Prada. Fue la única vez que lo vi en persona. Un apartamento de una urbanización de Caracas nos brindó cobijo. Cuando le rodeamos, una compañera puso un grabador sobre una mesa de centro y El Flaco dijo con un respeto en forma de pregunta: «¿No será mejor que esto sea una conversación entre camaradas en vez de una entrevista formal?». Estuvimos de acuerdo pero dejamos que el grabador continuara encendido.
En honra a su apodo cariñoso, Prada era realmente flaco, «delgadito» como dijo Alí Primera de César Rengifo en una canción. Sin embargo era alto: blanco-pelo liso como tal vez le diría algún compañero de escuela. Tenía sonrisa de niño y ojos de lince. Sus palabras andaban rápido sobre una voz clara de dicción precisa, donde la modulación andina se mostraba como un estandarte. Nos ofreció café y el diálogo fluyó como si estuviésemos hablando bajo el poste de luz de un barrio.
De sencillez abrumadora, a simple vista se notaba que no gustaba de la vanagloria, la adulancia, ni la lisonja. Mostraba un cariño inmenso cuando hablaba de la política, la guerrilla, la familia, los camaradas, del pueblo venezolano y de su tierra trujillana. Sus ademanes eran rápidos, como si lo estuviese esperando una gran tarea, y en ellos se dejaba traslucir, muy sutilmente, el andar clandestino. Nunca dejó de sentirse el enemigo declarado de un gran imperio. Cuando evocaba la anécdota, se le profundizaba la mirada, como buscando atrapar los pensamientos con paciencia. Hilvanaba las ideas con tranquilidad aunque acompañaba los testimonios con giros del lenguaje muy creativos y dinámicos.
Durante toda la estancia nos hizo sentir la guerrilla aún en aquel apartamento, muestra de que nunca perdió ese talante histórico. Aunque ya viejo, mantuvo ciertas mañas del guerrillero bueno. Escrutar a fondo las conversaciones, voltear de vez en cuando a ver si viene alguien, escuchar como si estuviese leyendo silaba por silaba, levantarse del asiento y remirar todo, hablar en voz baja y bajarla más para referir momentos críticos. En la manera como integraba sus actitudes a las del colectivo se mostraba la vocación autodidacta de la vida guerrillera. Nunca le escuchamos improperios, procacidades u ofensas aun contra los enemigos. Esbozó siempre un lenguaje respetuoso y supremo, casi solemne, hacia las luchas sociales y políticas.
Sus temáticas parecían infinitas. En el discurso iba de la política nacional a la internacional mostrando un vasto conocimiento de las realidades de cada país y cada continente. Tenía la historia de Venezuela y de Latinoamérica en la memoria. Su lectura de los contextos iba en correspondencia con la lectura que hacía a diario de los textos. Se percibía a un hombre permanentemente estudioso e investigador. Sabía contradecir sin agredir y acordar sin halagar. Nos conmovió mucho al relatarnos la vez que la dirigencia guerrillera le concedió el permiso para visitar a su familia y al tocar la puerta de la casa, su padre le dijo al reconocerlo: «Pase y hable rápido que se tiene que ir».
No escabulló ninguna pregunta nuestra, aunque dejó algunas anécdotas colgadas en un fino humor al hablar de algunos camaradas especiales. Nunca dejó de creer en una transformación revolucionaria de la realidad como el marxista convencido que era, aunque era escéptico hacia el proceso bolivariano. Tal vez cierto dogmatismo doctrinario guardado de su experiencia política, le impedían encajar en algún molde suyo a lo ocurrido en Venezuela luego de 1998.
Las últimas visiones que atesoro del Flaco Prada, al estrechar su mano, luego de aquel estupendo encuentro dominical, fueron la del hombre que nunca se rindió a los intereses de sus enemigos, la del eterno militante capaz de responder orgánicamente al más urgente llamado de su pueblo, la del soñador de las infinitas quimeras del hombre creativo que benefician a la gente, la del hombre bueno capaz de empuñar un fusil para hacer respetar sus ideales o de hacer una muñeca de trapo para alguna de sus hijas o nietas, la del alzado heredero de las mil montoneras federales que desde Los Andes se batieron en la lid que exigía la historia.
Ante su fecunda siembra, es importante que tengamos presente su huella y ejemplo a la hora de fortalecer las necesarias propuestas ciudadanas que nos hacen falta para dar rumbo a nuestros procesos sociales. En cada punto de las calles, donde se bate el cobre de la historia para moldear transformaciones, allí estará siempre el Flaco Prada con su uniforme verde olivo, su fusil al hombro y su estampa de alzado por siempre, para baquiarnos el camino y decirnos «Venceremos».
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