Hace muchos años, en los tiempos que mi compañera estudiaba en el Instituto Pedagógico de Caracas, un viejo profesor suyo, mantuvo con ella el siguiente diálogo:
-"Señorita, me llama la atención que usted no esté incorporada a esos grupos estudiantiles que protestan contra el gobierno".
A lo que la aludida respondió por cautela, "no profesor, por ahora no protesto porque discrepo, no del motivo de la protesta en sí, sino de ciertos detalles".
-"¡Ah! Usted comparte las razones de la protesta", volvió a hablar el educador a la joven que era su alumna.
-"Sí, profesor. La considero justa y aunque no esté allí, en lo fundamental estoy con ellos". Así habló la muchacha.
-"Me parece muy bien", comentó el maestro. Luego agregó, quien era partidario del gobierno contra el cual aquellos muchachos protestaban en la era Betancourt, "todo joven es por esencia revolucionario, inconforme, lleno de sueños y sentimientos justos. Cuando se llega a viejo, uno se hace conservador, como si el fuego que se había llevado toda la vida dentro del cuerpo se hubiese extinguido".
Quien esto escribe, un muchacho de entonces, un carajito recién llegado a Caracas procedente de Cumaná, que conoció entonces a aquella jovencita riocaribera, estudiante del primer año de Castellano y Literatura en aquella prestigiosa escuela formadora de docentes para la secundaria, estaba invadido de aquel fuego sagrado que el viejo profesor había conocido; la misma llama que la muchacha cuidaba con discreción. El mismo calor, energía y necesidad de ayudar a grandes cosas, a cambio de nada, que anidaba en el alma de tanta gente. Claro, el maestro, ya entrado en la ancianidad, se había quedado más que seco, frío. Pero no por viejo, sino porque se le acabaron los sueños.
Soñando con un país nuevo y soberano casi se nos fue la vida. Para más señas, ambos nos dedicamos a una de las tareas más hermosas que en el mundo son; fuimos docentes y digo fuimos por cumplir una mera formalidad, pues la verdad que nunca hemos dejado de serlo. El docente verdadero es un artista, un creador, a quien le importa sobremanera la obra que construye y hasta le da vida. Si algo se parece bastante a lo que demanda la condición revolucionaria es a un maestro. No fue cosa de "chanza", como se dice en Cumaná, por decir azarosa, que Simón Rodríguez, Andrés Bello, José Martí, Mao Ste Tung, y hasta Ho Chi Min, fueron maestros y ¡qué curioso!, también poetas. El buen revolucionario, simple dirigente o humilde militante de base, no es una cosa distinta que un maestro; un ser humano que se enamora de su obra, la pule, impulsa, arma y lanza al combate por la vida y cuando cumple ese ciclo o proceso, siente que ha recibido algo tan grande y bello que no habrá nada que se le compare. Se podrá tener mucho dinero, cosas hermosas que se compran, pero jamás la satisfacción del maestro que no sólo cumplió su deber sino que está consciente de ello. Por algo la humanidad rinde honores a Bello, a nuestro Robinson y hasta a ese maestro que en fin de cuentas fue Simón Bolívar. Los poemas no se compran, pero si se sueñan.
El mayor premio del artista es su propia obra. No importa que no se lo reconozca la gente y menos alguna institución. ¡Qué importa si tu obra es premiada o no si estas satisfecho de ella! Basta que él mismo lo haga y, cuando eso hace, estará feliz. Cuando Pablo Picasso pintó las "Señoritas de Avignon", ningún promotor de arte, crítico y hasta comerciante, le dio valor a aquella obra; el gran artista que ya era si sabía lo que estaba haciendo y, pese todas las tentaciones y exigencias mercantiles, se mantuvo fiel a su obra, estaba iniciando el período cubista. Las obras "locas", aquellos lienzos llenos de ramalazos de sol que sólo él percibía, llenaron de gozo y felicidad a Armando Reverón.
Aquel fuego que el viejo profesor alguna vez anidó en su alma que no era cosa distinta a la fuerza que impulsa a los seres honestos, inteligentes, sensibles y si se quiere soñadores, es el que nos empuja desde joven a las almas buenas a buscar la justicia. A un vivir sin egoísmo, donde el trabajo humano se reconozca y todos tengamos derechos a vivir con dignidad. Donde nadie debe, por las razones que sean, acumular en exceso el producto del trabajo de otros para vivir con demasiada holgura, despilfarrando y atesorando a cambio de la miseria en el otro extremo. No puede uno al volverse viejo, mientras le queda algún hálito para vivir, dejar que aquel fuego se extinga y poner de lado principios y motivos que animaron nuestra vida joven. La vejez no puede ser socia de la injusticia y el egoísmo. No por viejo uno debe dejar de soñar y hacer poesía aunque sea pensando como aquel que inventó la "Isla de Jauja" donde los árboles todos eran de pan. Pobres los viejos, conozco a unos cuantos pero no voy a nombrar ninguno por lástima, que aun viviendo se les apagó el fuego en el alma, conciencia y corazón. Han sido capaces de volverse aliados de los enemigos de la patria, aquellos que el patiquín caraqueño Simón Bolívar denunció capaces de "plagar a América de miseria en nombre de la libertad".
Porque a mí ya larga vida, todavía las utopías, poemas y hasta el cantar de gesta me acompañan; sigo soñando y luchando por un país soberano, como lo quisieron Bolívar, Sucre y todos aquellos que murieron sin que la llama interior de la inconformidad se les apagase.
Estoy consciente que, ahora más que nunca, estamos obligados a cambiar para cambiar. Pero eso no significa volver atrás; echar basura sobre la gesta de Hugo Chávez, sino revisar lo andado, reanudar la senda por donde debe transitar la multitud que también lleva la llama, el fuego eterno y eso empieza por percatarnos del valor y derecho de ella a no ser secuestrada y detenida y menos apagada por nadie. Por estar inconformes que es síntoma de existencia de la encendida llama, no podemos colaborar para que el país vuelva a las manos de sus peores enemigos.
Por esa llama que nos quema desde jóvenes, votaremos el 6D para que la encendida por Chávez en la multitud no se apague. Contra egoísmos, sectarismos de lado y lado, mezquindad y hasta ruindad, depositaremos nuestro voto por Chávez.