Hay etapas políticas en las que se requiere diálogo para lograr los objetivos trazados. En otras, por el contrario, prevalece la necesidad de conflicto para alcanzar las metas. Se opte por uno u otro camino, lo realmente importante es ese objetivo que se quiere conseguir. La idoneidad de una u otra elección sólo vendrá dada por la consecución del resultado.
Tradicionalmente, el chavismo ha demostrado gran habilidad para discernir qué era necesario en cada momento. Hugo Chávez cimentó su proyecto de país evidenciando el conflicto entre unos pocos que lo tenían casi todo y las mayorías que apenas poseían nada. Era la dicotomía oligarquía-pueblo, que de inmediato fue asumida por las clases populares. Hizo bien Chávez en utilizar el conflicto y no el diálogo. Por conflicto no se entiende necesariamente violencia, sino firmeza en las posiciones para la consecución de un bien irrenunciable. Poco había que hablar con quienes tenían secuestrados los recursos del país en su propio beneficio. El resultado final le dio la razón al líder bolivariano. Venezuela se convirtió en uno de los países menos desiguales del subcontinente latinoamericano.
El contexto en el que se desenvuelve Nicolás Maduro es bien distinto, como también es muy diferente la Venezuela de hoy a la de 1999, cuando Chávez ganó la Presidencia. La situación económica concentra todas las preocupaciones. La gente demanda soluciones y la participación de todos los actores implicados para solventar la coyuntura. El tiempo de las explicaciones sobre las causas ha pasado. El presidente ha entendido que es el momento del diálogo y ha llamado a una mesa de negociaciones con un objetivo claro y que concuerda con las demandas populares: abordar los problemas económicos.
En realidad, Maduro lleva cerca de un año ofreciendo a la derecha un marco de conversaciones. Ha sido sólo ahora cuando ésta ha accedido, tras sufrir su enésimo revés político. La fallida estrategia del pasado mes de noviembre para derrocar a Maduro -con apelaciones a un juicio político que no está contemplado en el ordenamiento jurídico venezolano y marchas sobre el palacio presidencial que nunca llegaron a concretarse- demuestra su incapacidad para leer el momento político. A la dirigencia opositora –no cabe hablar de líderes, a lo sumo de dirigentes- no le quedó más remedio que sentarse a la mesa. Ella misma se había cerrado cualquier otra salida.
Y como era de esperar, el mero hecho de acceder al diálogo ha implosionado la frágil alianza de la derecha venezolana, una amalgama de intereses personales tan sólo unida por su deseo de enterrar el chavismo para siempre. Los propios simpatizantes opositores asisten estupefactos a las descalificaciones cruzadas entre los Capriles, Torrealba, Ramos Allup, María Corina Machado, Lillian Tintori, Carlos Ocariz… Algunas se producen incluso al interior de un mismo partido. Unos arguyen que acceder al diálogo sólo da oxígeno al Gobierno y retrasa la toma del poder. Los otros sostienen que quienes apuntalan al chavismo son los que optan por tácticas de choque que en última instancia favorecen al Ejecutivo de Maduro… Y hay quien, como María Corina Machado, sostiene que la Mesa de la Unidad Democrática ya no sirve como instrumento político y hay que crear un ente nuevo.
En una primera aproximación el problema de la oposición pareciera ser la pugna entre los que optan por el conflicto y aquellos que se decantan por el diálogo. Pero un análisis más sosegado demuestra que el asunto es más profundo. Al principio de este artículo se señalaba que la pertinencia de cada escenario depende del objetivo que se quiera alcanzar. Y ahí, en el objetivo, es donde radica la respuesta a la disfuncionalidad de la coalición opositora. Su propósito no es alcanzar la Presidencia, una aspiración completamente legítima en cualquier sistema democrático. Tampoco desalojar a Maduro de la Presidencia, una pretensión también legítimamente democrática.
El objetivo real es aplastar al movimiento chavista por lo que éste supone de contestación al capitalismo neoliberal. Así lo han expresado una y otra vez los dirigentes de la derecha. Y en la irrealidad de este objetivo está la explicación última de su errático comportamiento. A efectos prácticos, es imposible hacer desaparecer de la noche a la mañana a una opción política que cuenta con un suelo de no menos de cinco millones de personas, tal y como quedó patente en las pasadas elecciones legislativas. En un contexto económico sumamente complicado, el chavismo cosechó un 40% de los votos. Es cierto que fue derrotado, pero los resultados constatan una amplia base de apoyo en lo que quizás sea su momento más difícil.
En términos de higiene democrática, la derecha no puede pretender ignorar este respaldo y simular que todo el país adversa a Maduro. Es una falacia política que ha acabado por volverse en su contra. Si bien ese discurso puede funcionar de cara al exterior, a lo interno de Venezuela nadie comparte este escenario de todos contra el Gobierno.
Y por último, no hay que olvidar que la derecha ganó las elecciones legislativas prometiendo que su mayoría en la Asamblea sería determinante para enmendar el rumbo de la economía. Ha pasado casi un año y sus votantes, muchos de ellos de aluvión, no pueden recordar una sola medida de calado económico que haya emanado del Parlamento. De nuevo la oposición comete otro error de diagnóstico. Todo ese voto prestado esperaba que volcaran sus esfuerzos en la economía, no en maniobrar contra un presidente legítimamente elegido.
A la luz de estos pasos en falso, no es de extrañar que la frágil coalición opositora avance a pasos agigantados hacia un proceso de descomposición. El problema no es que un sector haya optado por el diálogo y otro por el conflicto. El error de fondo estriba en su negativa a aceptar que Venezuela es un país que ha cambiado para siempre, que el chavismo es una identidad política que articula a buena parte del país y que llegó para quedarse.