Vio el anciano sapo a la mosca recostada cómodamente sobre el excremento. Lo normal hubiese sido que con su experimentada lengua se la tragase de un lanzazo. Pero el viejo batracio sintió un mínimo de asco y prefirió voltear la mirada.
Al fin que moscas aparecerían otras más activas y andariegas que no necesariamente se adormecieran sobre semejante poltrona. La verdad es que el sapo no estaba dispuesto a tener que comer mierda aunque fuese sólo como contorno de un jugoso insecto.
La mosca por su parte, en vez de alegrarse de no ser engullida de un lenguazo pegajoso y mortífero, se ofendió de no haber sido apetecible para el señor del charco.
Asi se entabló una extraña relación entre seres tan disímiles y antagónicos. Incluso cuando la mosca se apartó de su inmundo aposento y se mezcló con sus pares, el sapo creía reconocerla por su lerdo aleteo y el baho putrefacto que exalaba.
De esto se valió la bicha voladora para destacarse y ejercer poses sobresalientes en su grupo, aunque ella sólo fuese la misma mosca lerda e insignificante que solía holgazanear en los estercoleros.
El sapo saboreó el poder de decidir a quien comer. La mosca jugueteó un tiempo a ser infalible. Y ambos se necesitaron para engañarse y creerse superiores.
Moraleja: la porquería es el imán de sí misma.