"Todo el secreto de la vida se resume a vivirla sin miedo"
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus apóstoles: "No teman a los hombres. No hay nada oculto que no llegue a descubrirse; no hay nada secreto que no llegue a saberse. Lo que les digo de noche, repítanlo en pleno día, y lo que les digo al oído, pregónenlo desde las azoteas. No tengan miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Teman, más bien, a quien puede arrojar al lugar de castigo el alma y el cuerpo. ¿No es verdad que se venden dos pajarillos por una moneda? Sin embargo, ni uno solo de ellos cae por tierra si no lo permite el Padre. En cuanto a ustedes, hasta los cabellos de su cabeza están contados. Por lo tanto, no tengan miedo, porque ustedes valen mucho más que todos los pájaros del mundo. A quien me reconozca delante de los hombres, yo también lo reconoceré ante mi Padre, que está en los cielos; pero al que me niegue delante de los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre, que está en los cielos"
"Hay un truco que rara vez falla con los niños. Consiste en decirles que se les va a mostrar una alfombra mágica que los puede llevar a donde quiera que pidan con la sola condición de que, mientras la usen, nunca piensen en un "elefante blanco" "
Nota preliminar "aclaratoria":
Este escrito y los que continuaran, están "motivados" por una admonición hecha por el Ministro Elías Jaua. Resulta bastante obvio que uno no puede, en general, despertar estados mentales en otra persona ("la base") por medio de órdenes ("no tengamos miedo"). La conducta abierta es la respuesta a las órdenes, pero no lo son las intenciones que hay detrás de ella. Para producir un estado mental en otra persona por lo general se recurre a la conducta no verbal o a la conducta verbal que difiere de las órdenes.
I. Los miedos que acobardan
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El miedo es un sentimiento universal. Lo es en el campo humano, intelectual, biológico, económico, bélico o político. Muchas veces las personas se mueven, o no se mueven, determinados por el miedo. El miedo a la falta de trabajo, el miedo a las crisis económicas, el miedo a la guerra, y hasta el miedo a la paz, el miedo a las fuerzas de presión, el miedo a las masas y a las "bases",el miedo a perder privilegios y tantos otros miedos, constituyen una nube negra para la vida. El miedo que experimenta una madre cuando un hijo le dice "mami tengo hambre" y se encuentra con la despensa vacía.
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Por falta de convicciones profundas, por falta de fe, el hombre o la mujer se llena de miedo e inseguridad. Un miedo que puede ser real, pero también imaginario, tal como lo define la Academia de la Lengua: "Perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o mal que realmente amenaza o que se finge en la imaginación". Es, por lo general, un sentimiento de rechazo ante lo que se presenta como contrario al bien que se desea, ya se trate de un mal presente o futuro; en el fondo es la aprensión a que suceda una cosa contraria a la que se desea. Nadie está libre de padecer este sentimiento, que genera cobardía, indecisión y nerviosismo. De esto se deriva, la resignación y la parálisis de la voluntad. Hagamos frente a nuestros miedos con coraje, con entendimiento y con bondad hacia todos los seres.
II. En realidad, ¿de qué tenemos medo?
La actual crisis que padecemos, cuya punta de iceberg se muestra visible en el campo de la economía, es en el fondo el triste engendro del maridaje entre la mentira engañosa de muchos poderosos y el miedo paralizante que provoca en los demás, pues este miedo se amasa muchas veces en los engaños que sostienen y fomentan las estructuras de poder.
Una precisión: no es el simple sentir miedo lo que debilita al hombre, sino el dejar que el miedo nos domine. El miedo es una realidad con la que se ha de contar. ¿Quién no ha sentido miedo alguna vez? Lo sienten, y a veces en grado intenso, el cirujano ante una operación de riesgo, el asesor financiero al aconsejar una complicada inversión en bolsa, el bombero que en un desastre se juega la vida, el ciudadano de a pie cuando es matraqueado por un funcionario público, el policía ante el malandro; incluso los novios, ante el si decisivo con el que se prometen fidelidad en el matrimonio; y no digamos la mujer a la hora del parto, el enfermo terminal ante la muerte ya próxima, el estudiante que se lo juega todo en el último examen... El miedo, queramos o no, forma parte de nosotros. Su bondad o maldad depende de cómo lo encaremos, porque puede hacernos héroes o cobardes, santos o apóstatas.
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También los discípulos de Cristo sintieron miedo. Recordemos, la tempestad en el lago de Tiberíades. Cuenta Marcos que "se levantó un fuerte vendaval y las olas saltaban por encima de la barca, hasta el punto de que ya se anegaba". Trataron con esfuerzo de achicar el agua, pero fue en vano. Por momentos veían peligrar sus vidas. Llenos de pánico y a punto de sucumbir, caen en la cuenta de que Jesús está con ellos. Dormía sobre un cabezal, en la popa. ¿Acaso no lo sabían desde el principio? Sí, pero confiaron en sus fuerzas. Su fe era aún muy floja. Sintiéndose perdidos lo llaman. "Maestro, ¿no te importa que perezcamos?" La respuesta no se hace esperar. Jesús, "levantándose, increpó al viento y dijo al mar: ¡Calla, enmudece! Y el viento cesó y sobrevino una gran bonanza. ¿Por qué tenéis miedo?, les pregunta, ¿todavía no tenéis fe? Ellos se llenaron de un gran temor y se decían unos a otros: '¿Quién creéis que es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?'" (Marcos 4, 37-41).
El miedo está estrechamente relacionado con la falta de fe. Cuanta menos fe se tiene, más se temen las dificultades. ¿Qué hacer? Cada uno reacciona a su manera. Hay quienes al faltarles la fe quedan como abatidos, sin fuerzas. Metidos en sí, caen en el conformismo, en la apatía, a la espera de que las cosas se resuelvan por sí solas; otros, en su prepotencia, tratan de superar sus miedos con la pericia o la destreza que creen poseer, pero acaban arrojando la toalla cuando, cansados, ven que nada consiguen; los hay también que, imprudentes e impulsivos, se lanzan a la desesperada, sin calibrar sus fuerzas ni los medios con que cuentan. Y como los discípulos en el lago, terminan rotos, agotados, dominados por el pánico al comprobar su propia impotencia. Unos y otros olvidan que el Señor, en su providencia, cuida de cada uno de los hombres, hasta el punto de que "hasta los cabellos de Vuestra cabeza están contados" (Mateo 10, 30).
Los miedos se disparan todavía más cuando falta una visión clara y trascendente de la vida. Dejan entonces sin ánimos para encarar con audacia los retos del vivir cotidiano. Sufren, no ya miedo sino pánico, personas que han marginado a Dios, que se atemorizan por los asuntos más banales.
III. Miedos
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Miedo al dolor
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Miedo a discernir
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Miedo a madurar
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Miedo al esfuerzo
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Miedo al futuro
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Miedo al "qué dirán"
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Miedo al compromiso
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Miedo a la libertad
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Miedo al cambio
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Miedo a la verdad
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Miedo a la critica
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Miedo a la autocritica
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Miedo a criticar
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Miedo a los deberes
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Miedo al diálogo
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Miedo a crecer
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Miedo a salir de la "Nomenklatura" del partido (aunque enriquecido)
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Miedo a perder(soltar)
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Aquí ponga su miedo
IV. Esperanza, miedo y confianza
No es el miedo lo que ha de regir el mundo, sino la confianza. La confianza en el hombre y en Dios, en la vida, en el otro y en mí. Y, bien mirado, hay motivos para confiar. Más, muchos más que para temer. Si el hombre ve la realidad como un todo, en el cual él está integrado, no como un elemento pasivo y ciego, sino como un elemento activo y consciente, si se siente constructor responsable de este mundo y capaz de serlo, si puede gozar de la seguridad de una pervivencia en el más allá, ese hombre dejará de temer, para sustituir este sentimiento por la confianza, confianza en sí mismo, en los demás, en el mundo.
Entonces ese hombre o mujer será capaz de una acción integrante. No temerá a su libertad ni a la de los demás, porque se considerará (y los considerará) capaz de emplearla responsable y creadoramente. No temerá a los demás, sino que se sentirá solidario de ellos, fraterno, en la construcción del mundo. No temerá a la materia ni al mundo, sino que se verá apto para transformarlos, en compañía de ellos, en algo mejor y más integrado. En una palabra, se integrará —confiadamente consigo mismo, solidariamente con los demás y con trabajo creador— en el mundo en donde existe y vive, en el gran todo armónico.
El miedo implica una alteración en el ánimo del hombre; por lo tanto, un descontrol subjetivo y relacional. Incluye, pues, una desintegración. El hombre afectado por este estado emocional se halla desintegrado de su ambiente relacional. Las más de las veces, este estado emocional y su correspondiente desintegración relacional no se apoya en ningún motivo objetivo; de ahí su naturaleza fundamentalmente enfermiza. Puede existir un miedo objetivo, racional, cuando existen en la naturaleza realidades adversas al individuo y objetivamente insuperables. Pero generalmente pueden superarse las dificultades y, a pesar de esta posibilidad, se sigue cohibido, pasivo y dimisionario ante dichas dificultades. Para superar este miedo es preciso, en primer lugar, tener clara consciencia de la posibilidad de vencer las dificultades, de vencerlas realmente e integrarse en el todo relacional que es el mundo que rodea al individuo.
Al analizar el miedo nos encontramos, primeramente, con la consciencia y el sentimiento de autopequeñez del individuo, que se ve infinitamente pequeño frente al Universo, frente a los demás y, al mismo tiempo, frente a sí mismo. No comprende que él forma parte de ese Universo, que forma parte de la familia humana con una carga de positividad que le permite tomar parte activa en la vida. Se siente débil ante las dificultades, desintegrado del todo relacional e incapaz de superar y resolver estas situaciones.
Éste es el segundo elemento constitutivo del miedo: el sentimiento de incapacidad de superación. El hombre afectado por el sentimiento del miedo no encuentra salida razonable para su situación. Se ve acorralado por todas partes, sin salida de cara a la materia y al Universo, sin salida de cara a los demás, de cara a las relaciones humanas, sociales, erótico-sexuales, profesionales, económicas o políticas, sin salida de cara a sus propios problemas intelectuales, afectivos o biológicos. Se siente impotente, y en un estado emocional consecuente a esa impotencia. Con mirada apagada, sin brillo, mansa y triste, como la del animal capado, si dimite, o con mirada salvaje y agresiva, como la del animal acorralado, si ataca. Pero nunca con aquella serenidad del hombre que se ve capaz de resolver el problema e integrarse en el todo.