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¿Es Dios un mito absurdo?
Es evidente que hablar de Dios hoy con el lenguaje de los primeros siglos, o hablar de El a los hombres de hoy con el lenguaje de hace sólo algunos decenios, es condenarse de inmediato a no ser comprendido, supone hacer correr a Dios el peligro de aparecer como un mito que ha de ser relegado al museo de las antigüedades. En cuanto se habla de Dios sin vivirlo, le traicionamos, lo convertimos en un ídolo, en un mito absurdo y abyecto, hacemos de El un límite y una amenaza, y el que lo hace acaba siendo ateo.
Y el peor de los ateísmos es, precisamente, hablar de Dios sin vivir de Dios. Es como si pudiéramos hablar del amor sin amar. ¿Qué va a meter usted en el amor si habla de él sin amar?¿Cuándo comprenderemos que estamos llamados a la grandeza?¿Cuándo comprenderemos que Dios es una Presencia ardiente en el fondo de nosotros mismos? ¿Cuándo comprenderemos que Dios es la Presencia más actual y más real, la Presencia fuera de la cual no es posible encontrar a nadie? Dios puede ser, hoy más que nunca, la reunión de todos los hombres, la curación de todas las heridas y la unidad de todas sus diferencias. Y se trata de revelarlo en nosotros y por medio de nosotros, porque, si no es visto (en nosotros y por medio de nosotros), si Dios no es una Presencia sensible, el hombre se quedará solo con sus angustias, sus egoísmos, con su biología individual o colectiva, solo con todos sus fanatismos que matan al otro y a él mismo.
El ateísmo
La preocupación del hombre por Dios y por el más allá ha sido constante a lo largo de la historia. Pero, en los últimos tiempos, la ciencia, por una parte, y la filosofía, por otra, han iniciado una labor de acoso y derribo de su imagen. El avance del ateísmo es un hecho de proporciones mundiales, un fenómeno que está penetrando en todos los sectores de la vida pública y de la vida privada, hasta tal punto que se ha podido decir «que la estructura mental de los hombres de esta época es específicamente atea». Muchos ya no creen en él, otros muchos viven «como si no existiera». Hace algunos años, en una reunión de científicos, uno de ellos se atrevió a decir: «El mayor servicio que podemos hacer a la humanidad, como científicos, es hacer desaparecer a Dios para siempre». Pero, a pesar de todos los esfuerzos de los científicos y de los filósofos, se sigue planteando la cuestión de Dios, porque ni la filosofía ni la técnica resuelven los problemas más hondos que se plantea el hombre: ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? ¿Es la muerte el final de todo? Se pueden dar muchas respuestas a esos interrogantes, pero casi nadie se resigna a una fácil solución. Los interrogantes están ahí y no pueden ser pasados por encima como si no existieran.
La palabra ateísmo (de a - sin, theós = Dios) quiere decir que Dios no existe y que, por tanto, ya no tiene influencia alguna sobre el hombre y sobre el mundo. En otro tiempo la increencia era una excepción, pero hoy se va extendiendo como una mancha de aceite por todas partes y amenaza con extenderse a todos los ámbitos de la vida. En la misma medida en que el hombre se ha ido convirtiendo en el protagonista de esta historia que nos ha tocado vivir, Dios se ha ido diluyendo, hasta desaparecer casi por completo. El hombre se basta a sí mismo y ya no necesita recurrir a ninguna instancia superior para resolver sus problemas. Por encima de él no hay nada ni nadie. De ahí que los términos que se utilizan para expresar esa actitud sean tan numerosos: ateísmo, agnosticismo, escepticismo, increencia, incredulidad, indiferencia... Todos ellos están muy emparentados, pero no deben ser confundidos.
Orígenes del ateísmo
El ateísmo es un fenómeno relativamente nuevo, pero se ha convertido en el gran problema de nuestro tiempo (GS 19-21). Pero, ¿por qué se ha llegado al ateísmo? ¿Por qué ha surgido? ¿Por qué se ha propagado tan rápidamente? ¿Por qué muchos hombres y mujeres ya no creen en Dios? ¿Qué razones aducen?
El ateísmo no ha surgido, como tantas veces se ha denunciado, por una actitud perversa, porque muchos ateos viven una vida honrada y admirable. En la base del ateísmo ha habido un montón de experiencias religiosas negativas. Es sabido, por ejemplo, que a lo largo de la Edad media la religión cristiana estaba plagada de magia. La ignorancia religiosa era casi total, tanto por parte de los clérigos como de los fieles. Sabemos que había algunos cristianos que iban a comulgar v se guardaban la forma sagrada para esparcirla sembrados con la esperanza de que acabase con las orugas; otros bautizaban a sus perros, a sus caballos y a sus ovejas para protegerlos de las epidemias. Ritos y prácticas vacías de sentido ocuparon el lugar de lo que debería haber sido una relación y un encuentro personal con el Señor.
Pero, además, con la llegada de la Edad moderna nació un mundo nuevo. El hombre se fue emancipando a marchas forzadas de la tutela de la religión y comenzó a sentirse dueño de su destino y de su historia. Los grandes descubrimientos de la ciencia le hicieron tomar conciencia de que ya no dependía de Dios para solucionar sus problemas. De ahí que, a medida que la ciencia fue avanzando, la fe en Dios fue retrocediendo. Sus avances fueron eliminando, poco a poco, el recurso a las explicaciones religiosas y reduciendo a la nada las zonas de lo misterioso y de lo desconocido. Nada parecía imposible a la ciencia y a la razón humana. Si en los tiempos antiguos todo giraba en torno a Dios, ahora todo comenzaba a girar en torno al hombre. Eso es lo que ha hecho a muchos hombres refractarios al problema religioso. La solución a los problemas humanos no vendrá de la religión, sino de la ciencia.
La experiencia de la Revolución francesa causó un asombro indescriptible en la vieja Europa. En el año 1793, los partidarios de Hébert depusieron al Dios cristiano y proclamaron diosa a la razón en la catedral de Notre-Dame de París. Dios fue llevado a la guillotina y la Diosa Razón ocupó el lugar del dios destronado. El hombre descubrió que podía organizar la sociedad a su modo y a su estilo y que no tenía necesidad de acudir a él para ello. Desde entonces, Dios comenzó a ser considerado como un rival del hombre. Ya no se podía aceptar que él vigilara, controlara y condenara todo lo humano. El deseo de una autonomía o independencia del hombre está en la base de casi todos los planteamientos de tipo ateísta. El hombre ha conquistado su mayoría de edad. Ya no necesita de las muletas de Dios, porque ha aprendido a caminar solo. Por eso se ha planteado abiertamente la cuestión: o Dios o el hombre. No Dios y el hombre, sino Dios o el hombre: el uno o el otro. Si Dios es, el hombre no es; si el hombre es, Dios no es. Dios y el hombre son como dos realidades que se excluyen mutuamente. Donde está la una no puede estar la otra. No hay posibilidad de armonizar esas dos realidades. Por eso, una civilización humana no puede ser más que atea. El hombre no es un huésped en la tierra, como dice la Biblia, sino un verdadero ciudadano de ella, con todos los derechos de los ciudadanos. La historia que vivimos ya no es la historia de Dios con el hombre, sino la historia del hombre con la tierra.
.Los llamados maestros de la sospecha (Feuerbach, Marx, Nietzsche, Comte, Freud) comenzaron a arrojar una desconfianza sistemática sobre las creencias religiosas, sometiéndolas a una crítica furiosa. "La sospecha, en palabras de Nietzsche, es que detrás del telón no haya nada. Dios no existe, murió de vejez, como las viejas ilusiones. Ahora la antorcha está en nuestras manos, tenemos que salvarnos por nosotros mismos". "Se abrió el telón -continúa diciendo Nietzsche- y, oh asombro, no hay nada. Todo ha sido un embuste, la gran mentira de los resentidos. Nos quedamos solos, dios ha muerto. Todo está vacío, todo es igual, todo está cumplido... Todo se acabó". El hombre ha ocupado el puesto de Dios, «el mundo del más allá se ha convertido en el mundo del más acá, el más arriba se ha cambiado en el más abajo, la mirada se ha vuelto del cielo a la tierra; excluido el arriba, sólo queda el abajo; borrado el más allá, sólo queda el más acá; eliminado el cielo, sólo queda la tierra: en realidad Dios está muerto, y sólo queda este mundo, nuestro mundo». La salvación no está en manos de los dioses, sino en nuestras manos. Hay que matar a Dios para liberar al hombre de sus cadenas y para darle una vida nueva.
El grito de guerra de Nietzsche fue precisamente ese: "¡Dios ha muerto...! Ya no rezarás nunca, ya no adorarás nunca, ya no descansarás nunca más con una confianza absoluta. Ya no hay culpa ni gracia. El hombre es libre. Adiós a toda esperanza en un futuro feliz para el hombre en el más allá, porque ni Dios ni ese más allá existen ni han existido jamás. Si Dios ha muerto, entonces el hombre es autónomo, ya no tiene a nadie enfrente, ya no hay interlocutor, se acabaron los miedos. Ya podemos dedicarnos plenamente a la tierra; por fin, pueden navegar nuestras naves hacia cualquier peligro y es permitida toda osadía al entendimiento; el mar, nuestro mar, se ha abierto de nuevo, y acaso nunca hubo un mar tan abierto".
Un Dios que se impusiera desde fuera y pudiera castigarnos con una condenación eterna sería algo inaceptable para la libertad del hombre. Por eso es bien comprensible la afirmación de Sartre: "Si Dios existe, el hombre no es nada". "En la etapa de la fe en Dios, el hombre quedaba empobrecido en detrimento de Dios; en la etapa de la razón, el hombre es enriquecido a costa del empobrecimiento de Dios. Antes, Para que Dios fuera todo, el hombre debía quedarse en nada; ahora, para que el hombre sea todo. Dios debe desaparecer". Si el hombre se apoya en Dios se convierte en un ser alienado, como si fuera un extraño a sí mismo. No ha sido Dios quien ha creado al hombre, sino el hombre a Dios. Por tanto, nosotros podemos destronarlo3. «Dios -dijo Malraux- ha muerto, el hombre ha nacido». A Dios muerto, hombre puesto. Se acabó la prehistoria. Desde ahora comienza la historia. Si para los creyentes la existencia de Dios es un dogma, para los ateos su dogma es la dignidad del hombre y, por tanto, la negación absoluta de Dios. El ateísmo, en una palabra, ha sido proclamado en nombre de la autonomía del hombre. El hombre ha recuperado su independencia a base de recortar a Dios todas sus prerrogativas, y así ha ocupado su puesto. La religión ya no suscita interés. Sólo el hombre es interesante, sólo él es el centro en torno al cual gira todo. ¿Cómo podemos creer en algo que no es patente para nosotros? ¿Cómo entregarnos a lo que puede ser sólo una idea, sin respaldo en la realidad? ¿Cómo creer en un fantasma? Pero, ¿qué diría Nietzsche, después de más de cien años de muerto, al ver que Dios sigue más vivo que nunca?
Causas del ateísmo
En los orígenes del ateísmo hemos detectado ya, en cierta manera, las causas o las razones que han llevado a los hombres al rechazo de Dios. Tenemos que admitir honestamente que el problema de la existencia de Dios no es tan obvio como pudiéramos imaginar a primera vista. No disponemos de argumentos definitivos para demostrar la imposibilidad del ateísmo; por el contrario, las razones para negar a Dios parecen más fuertes que las que podemos aducir para probar su existencia. ¿Cómo explicar, en efecto, el mal y el pecado, las guerras y las matanzas, las injusticias, las calamidades y el dolor de los inocentes? ¿Cómo explicar este mundo, tal como es, si Dios existe? No, Dios no es algo que se imponga, sin más, a los hombres. Lo que durante muchos siglos fue una evidencia, se ha convertido en una duda y en una negación para muchos hombres de nuestros días.
La Iglesia
Pero entre las causas que han provocado el nacimiento y el desarrollo del ateísmo tenemos que mencionar, con mucho rubor, la vida de la Iglesia. ¿Es demasiado fuerte esa afirmación? No, no lo es, porque responde a la realidad. "Mejores canciones tendrían que cantarme los cristianos para que yo creyera en Dios", decía ya Nietzsche. El concilio Vaticano II se atrevió a decir: "En la génesis del ateísmo actual pueden tener parte no pequeña los propios creyentes". No se puede decir de una manera más suave que los cristianos han tenido una gran parte en su nacimiento y desarrollo, ya que con la manera de pensar, de vivir y de actuar, han desacreditado a Dios, ofreciendo una imagen impresentable de él (GS 20). La Iglesia no ha sido un imán, sino, con mucha frecuencia, un repelente para los hombres. Jamás deberíamos olvidar sus grandes gestas, pero su comportamiento mundano, sus ansias de poder y de influencia, su autoritarismo y sus condenas han tenido como resultado que muchos hombres hayan desviado sus ojos de ella. La vida de los cristianos no ha sido precisamente un espejo donde los hombres hayan podido contemplar la gloria de Dios. La Iglesia tiene que asumir su parte de responsabilidad en la génesis y en el desarrollo del ateísmo y de la indiferencia que se manifiesta abiertamente en nuestros días. Los no creyentes podrían dirigirse a nosotros para preguntarnos: «¿Qué han hecho con tu fe? ¿Qué has hecho de Dios? ¿Qué has hecho del Resucitado? ¿Qué caricatura nos haspresentado de Dios, para que hayamos tenido que abandonarle? ¿Por qué no viven lo que predican?». Los cristianos hemos carecido de pasión y sinceridad para traducir en nuestras vidas la verdadera imagen de Dios. Se nos ha muerto entre las manos y lo que los ojos de los no cristianos han visto sólo ha sido un dios sin vida, y unos creyentes más muertos que el dios a quien adoran.
El problema del mal
Pero hay algo peor que las críticas más furiosas de los filósofos y que los fallos mismos de las Iglesias, algo que es una amenaza permanente contra la fe en Dios: el triunfo del mal. El mal y el dolor atraviesan toda la historia humana y su presencia es un desafío terrible para su misma existencia. Los interrogantes nos salen a raudales del corazón. Porque si Dios existe, ¿cómo es posible el mal? ¿Por dónde se ha infiltrado en la creación? ¿Por qué tanta absurda maldad? ¿Por qué tantos asesinatos, tantas guerras, tantas injusticias? ¿Por qué el dolor de los inocentes? ¿Por qué los terremotos, por qué las terribles sequías, por qué los tsunamis que todo lo arrasan? ¿Por qué calla Dios? ¿Por qué se oculta? ¿Cómo es posible creer en él cuando suenan sin cesar el ruido de los cañones y cié las metralletas y cuando millones de hombres son explotados cruelmente cada día? ¿Dónde queda su paternidad? ¿Dónde queda su amor? ¿Cómo es posible compaginar el amor absoluto de Dios por su creación y el mal que la envuelve por todas las partes? ¿Cómo puede Dios permitir, tolerar o querer tanto mal?14.
El mal se alza como una barrera infranqueable para nosotros. Para los que creemos en Dios es una espina dolorosa y lacerante. O damos una respuesta adecuada a esos interrogantes, o Dios ya no tendrá nada que decirnos. Porque el sufrimiento del mundo es tan excesivo, que apenas puede conjugarse con la idea de un Dios Padre todopoderoso. Parece como si Dios no prestara atención a lo que está pasando en la tierra. ¿Es que no le llegan los gritos de los humildes y de los explotados? Sólo se oye su silencio. Pero, ¿no será su silencio un signo inequívoco de su inexistencia?
Se ha dicho que el mal «es la roca del ateísmo», el fundamento sobre el que descansa, la base sobre la que se apoya. Porque si Dios existe, entonces es cómplice de todos los males y cié todos los crímenes que se cometen en la humanidad. El famoso dilema de Epicuro apenas nos deja escapatoria: «O Dios puede y no quiere evitar el mal, y entonces no es bueno; o quiere y no puede, y entonces no es todopoderoso; o ni quiere ni puede, y entonces ni es Dios ni es nada». Si quiere y no puede, es impotente; si puede y no quiere, no nos ama; si no quiere ni puede, entonces es como nada; pero si puede y quiere, ¿por qué no lo hace? No se puede plantear de una manera más sencilla y brutal al mismo tiempo el problema de la existencia de Dios.
El mal nos desborda por todas las partes: unas veces lo provocamos, otras lo sufrimos. Las fauces de la muerte se abren y se cierran sobre nosotros, tragándose toda nuestra esperanza. En un mundo como el que contemplan nuestros ojos parece irresponsable creer en Dios. No, gracias. Que nos deje en paz. Es demasiado el dolor del mundo como para creer que haya un Dios personal que se cuide o que se preocupe de él. El escándalo del mal sobrepasa la capacidad de comprensión del hombre. Su existencia es como un clamor que ninguna de nuestras razones puede ahogar.
La mayoría de los argumentos contra la existencia de Dios proceden de un argumento de la razón o de una idea, pero este procede de la realidad más cruda. Toda la crítica de la religión es nada comparada con este argumento. La presencia del mal parece un desmentís terrible a un Dios que es todo amor.
No tenemos a nuestro alcance una respuesta adecuada para cada uno de los interrogantes que nos plantea la existencia del mal en el mundo. Pero tampoco nos sentimos obligados a rechazar a Dios porque no sepamos responder a ellos. ¿Por qué habríamos de llegar a la conclusión de que Dios no existe antes de pensar en otras posibles soluciones? ¿No tendrá en sus manos alguna solución que a nosotros se nos escapa? Es verdad que apenas podemos entender que si Dios quiere y puede evitar el mal del mundo, no lo haga realidad. ¿Quién no evitaría, si pudiera, el dolor de un niño inocente, de un ser querido e incluso todos los padecimientos de los hombres? Si se tratara de un mal pequeño o de algo puntual y controlado, tal vez podríamos entenderlo. Pero la persistencia y la cantidad de mal que invaden al mundo nos interpelan hasta las mismas entrañas. Pero, por otra parte, podemos preguntarnos: ¿por qué creó Dios el mundo a pesar de todo? ¿Valía la pena su creación, al precio de tantos males y de tantas desgracias? Aunque no lo veamos con claridad, la respuesta tiene que ser positiva. Dios no necesitaba para nada la creación. El acto de crear no ha podido ser otra cosa más que un acto de amor y de entrega por su parte. Pero eso implica que el mal no tiene, ni puede tener, la última palabra, sino que está bajo su control, aunque a nosotros se nos escape cómo. Dios está de parte de la criatura, como su creador y padre. Ni ha dejado ni puede dejar a la creación abandonada a su suerte. Todo ha salido de sus manos y todo volverá hacia él. Sólo la fe en el Resucitado nos da una certeza invencible de que todo lo que existe tiene sentido. Si el mal tuviera la última palabra, entonces ya no podríamos creer en Dios. Pero la fe cristiana confiesa que hay alguien que ha vencido a la muerte y que la última palabra sobre el hombre no será la muerte, sino la resurrección y la vida. Eso es lo que nos llena de coraje para seguir viviendo. Jesús es la respuesta que podemos ofrecer. Ese es el fundamento de nuestra esperanza. Si negando la existencia de Dios resolviéramos todos los problemas del mundo, entonces habríamos encontrado la verdadera solución. Pero los males del mundo no se resuelven destronando a Dios, porque el mal y el pecado siguen ahí. La fe cristiana sólo conoce a un Dios que ama a su creación y se preocupa de ella. No podemos creer en otro Dios. Y ese Dios, dice san Juan, es amor. Por eso, la existencia del mal no puede destruir nuestra esperanza. «Es difícil imaginarse un mundo sin Dios. Por lo menos es más fácil imaginárselo con Dios».
Tres tipos de mal
El mal no es tan solo privación del bien. El mal existe y tiene una forma de ser y de actuar que le es propia. Consiste en considerar a la persona como un ser superfluo y pensar que todo vale para conseguir los propios fines. Desgraciadamente el mal nos seduce más que el bien, pero, mientras que aquel nos lleva a la desesperación, este llena nuestros corazones de esperanza. El mal nunca tiene tanta densidad como el bien. Las dos nociones parecen iguales y reciprocas, pero el mal depende del bien en mayor medida que el bien del mal. A la larga el bien siempre vence al mal. Los maniqueos suelen tender a considerar el bien como algo propio, y en cambio proyectan el mal sobre aquellos a los que ven como ajenos a su grupo. El odio es un mal que tiende a manifestarse activamente, y cuando el hombre actúa empujado por el odio, es capaz de cometer las mayores atrocidades.
El estudio de la moral religiosa y de la ética filosófica conduce a la necesidad de subrayar hoy expresamente, y entre otras muchas, tres formas en que el mal se presenta desde el comportamiento humano, social y cultural. Tres formas que hay que tener muy en cuenta precisamente dentro del marco de los cambios actuales que afectan a la humanidad entera. Tal vez nunca como ahora se había podido hablar tan enfáticamente de estos tres modos de mal, presentes en el seno de nuestra sociedad a causa de las novedades de nuestro tiempo:
Tal vez el mayor problema del mal en nuestro tiempo no consiste tanto en que exista el mal, sino en que se le disimule, deforme, camufle y encubra con expresiones que desnaturalizan su realidad y aminoren sus efectos. El concepto de "mal banal" se encuentra situado en el primer puesto de esta consideración moral. Se entiende por mal banal el hecho según el cual en el mundo existe y se experimenta la presencia del mal con toda su fuerza y, sin embargo, nadie se siente ni culpable de él ni su directo productor. Así, el llamado mal banal se percibe como un mal difuso, etéreo, nebuloso, es decir, no puede ser conectado con agente directo alguno. Nadie pone en duda que el mal rodea el ambiente de la cotidianeidad. Y, sin embargo, la mayor dificultad que este hecho proporciona está en que no puede ser curado ni desarraigado, porque no está representado por sujetos agentes concretos. El mal es palpable. Sus autores son ignotos. En ellos "tanto la culpa como la responsabilidad se desvanecen". Se ve que el "pecado y el mal sin autor" existen. En el ámbito moral de la sociedad actual parece que la responsabilidad está "maltrecha", no es fruto de "convicción seria". Víctimas de la sociedad o de la psicopatía, tanto el delincuente como el criminal se encuentran "libres de culpa". En definitiva, el mal banal o la ausencia de culpa tendría como raíz propia un "vacío moral" incrustado en el seno de la sociedad que consecuentemente daría paso a un estado de "indiferencia cínica" y de permisividad, en cuya situación "nadie se sentiría culpable".
El "mal radical" acompaña estrepitosamente al mal banal desde una dimensión de extrema dureza, nunca reconciliable con el sentido de verdadera humanidad. Puede decirse que se trata de un mal supremo, justamente por su asunción y práctica plenas y repugnantes de la radicalidad. Esta forma de mal consiste en lograr que el hombre o la mujer se conviertan en "superfluos", es decir, que ni el uno ni la otra cuenten ya para nadie, que no tengan derecho a tener derechos, puesto que con esta forma de mal la persona queda totalmente anulada como tal. Este mal es tan tremendamente radical que, al convertirse uno en superfluo y al no contar ya para nadie, llega para él el momento en que se le puede ofender en lo más profundo de su íntima dignidad. En esta situación el hombre o la mujer han dejado prácticamente de ser personas. Tanto es así que ya no hay inconvenientes en que sean excluidas del resto de los humanos por ser "no hombres o no mujeres" y/o, lo que es innombrable, llevadas definitivamente al exterminio. Richard. J. Bernstein, comentando el "mal radical", al que se refería Hannah Arendt en sus obras sobre el holocausto nazi, hace hincapié en que no sólo el hombre en singular había sido tomado como ente superfluo, sino que este mal era de signo multitudinario: "Multitudes enteras se vuelven superfluas".
Más allá del mal banal o difuso, desconocido y rechazado como si fuera una mala sombra, y del mal radical, que tiende a eliminar cruelmente a la persona como tal, existe también el "mal metafísico". Éste es un mal melancólico, cuya acción reflexiva recae inexorablemente sobre uno mismo de forma "aterradora". Se trata del sentimiento de "caducidad" con que se presenta el término final de la existencia personal y de fugacidad de los actos de cada día, tanto como de las cosas que a uno le rodean, por mucho que ellas inviten a la dicha y al bienestar buscados. Esta clase de mal incluye una importante visión de límites por todas partes. Todo es efímero. Todo acaba pronto. El hombre y la mujer, atacados del mal metafísico, hasta pueden tomarlo y desearlo como la mejor salida de este mundo, precisamente por entenderlo positivamente caduco, no perdurable y como si ello reportara el mayor de los bienes. "La idea de continuar por siempre me parece manifiestamente aterradora", confesó Karl Popper a su interlocutor John Ecless. La vivencia melancólica del mal metafísico o de la caducidad efímera de todo y de todos comporta siempre un sentimiento "agridulce": vivir, amar, trabajar, contemplar y alegrarse por tantas cosas maravillosas, para terminar en la nada. Es el mal que produce la falta de sentido de la vida, la desesperación y el cansancio de vivir. Una forma de mal pasivo, sin capacidad subjetiva de encontrar una salida productiva ni desde dentro ni desde afuera.