Lecturas de papel

Luz y color del socialismo

A finales de los años ‘70s., viajé desde Italia a la antigua Yugoslavia. Esa nación que se mantuvo unida por la férrea mano del dictador Tito. La atravesé por tierra desde la frontera de Trieste, luego Eslovenia, Croacia, Serbia, hasta los confines de Macedonia-Montenegro, y la frontera norte de Grecia. Belgrado, la ciudad blanca, me resultó un lugar triste, gris y de baja luminosidad.

Aunque los serbios son seres amables, solidarios y apasionados, la tristeza la llevaban en sus rostros. En sus ansias de conocer el mundo. Los días en esa ciudad donde el Sava/Danubio se encuentran, fueron de un solo color entre semioscuros. Las calles silenciosas, solas y de fachadas grises.

En ese viaje vi por primera vez los campamentos de gitanos entre la soledad de los campos eslavos. Pobreza extrema. Niños que saltaban en los semáforos para limpiar el vidrio del vehículo y después extender la mano pidiendo para comer. Mujeres que te buscaban para leerte la mano y echarte la suerte.

Todo el viaje fue conmovedor. Los guardias fronterizos con sus rígidos rostros. Cautelosos. Mi amiga Milana siempre me advirtió que la vida en la ciudad era monótona, repetitiva, decadente y vigilada. Era el país, sin embargo, que tenía más libertad de todos los que pertenecían a la llamada Cortina de Hierro o la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

Hoy, después de tantos años, al ver el rostro de las ciudades venezolanas, siento que cada vez se van pareciendo más a ese rostro de un solo color y una sola luz. Esa luz del atardecer que es tan melancólica y taciturna. Porque el socialismo va llevando a los seres humanos a ser habitantes y nunca ciudadanos, de un lugar que convierten en laboratorio para ratas o gigantescos campos de concentración.

Al socialista le atrae la unicidad. La facilidad para entender la vida desde una sola idea del mundo. El socialismo es una forma parasitaria de pensamiento único que lleva al ser humano a su desnaturalización. Impide que se desarrolle el pensamiento complejo, la crítica constante y divergente.

El socialismo que conocí, vi y palpé siempre me pareció una realidad de infinita insatisfacción. De tristeza absoluta. De seres que siempre ansían. Como el estudiante albano que asistía a las clases de italiano en la Universidad de Perugia. Larguirucho, extremadamente delgado, muy asustadizo y quien portaba un saco gris todo desgastado.

Aún recuerdo su asombro cuando lo convencimos para que se comprara un jeans. Salió del probador sin decir palabra alguna. Se miró al espejo y de repente se volvió a cambiar. Lanzó el pantalón y se perdió de vista. Pasó varios días sin asistir a clases. Cuando finalmente lo vimos, le preguntamos por esa rara reacción. –Es que sentí que estaba traicionando la revolución. Era apenas un muchacho de 20 años que no había salido de Tirana y solo veía un solo canal de televisión, en la reunión de jóvenes revolucionarios que asistían semanalmente a la Comuna de la capital.

Lo único que siempre he retenido en mi memoria son los paisajes eslavos. De bosques con inmensos pinos e interminables parques, como el de Plitvice, en Croacia. Pero las ciudades y pueblos me impresionaron por esa tristeza infinita, su color gris y luz tan opaca, sombría y lúgubre. Edificios derruidos, con el mínimo mantenimiento. Escasos lugares para divertirse. Personas caminando cabizbajas.

En el socialismo no existe alegría. Se habla siempre en voz baja, como en un rumor. Hay una constante preocupación por el ansia de libertad. El hambre que nunca se sacia. Es la monotonía de comer siempre lo mismo. De saber que tu casa, tus utensilios domésticos se van deteriorando por el uso diario y cotidiano y no podrás reponer en corto tiempo, porque el dinero no te alcanza y existen otras prioridades.

Sabes que tu cotidianidad, tu normalidad han sido alterados por un extraño que se metió en tu vida y no encuentras forma ni manera de zafártelo. Te invade todo el tiempo. Sale su voz por la radio. Lo ves por la televisión. Está mencionado en las redes sociales, en los noticieros. Es un espanto que te transforma la vida y la convierte en pura banalidad. Porque el socialismo es vida para seres elementales, triviales y acomplejados.

Vivir en socialismo es saber que tus bienes e incluso, tus pensamientos están siendo vigilados. Tienes que adecuarte a un color, a una sola luz. Es a la vez demasiado fácil de entender pero una vez que caes en su red, salir ileso es casi imposible. Quedas marcado, llevas por siempre ese estigma. Sabes que no puedes fiarte de nadie. Que tu mejor amigo puede delatarte. El socialismo te transforma en cómplice. Siempre serás víctima y victimario.

 



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Juan Guerrero


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