No hay nada en Venezuela más costoso que la Silla de Miraflores. En tan sólo cuatro años, los habitantes de esta patria hemos constatado que el precio impagable que se le ha puesto al poder lo vamos a padecer todos -o casi todos- por lo que resta de nuestras vidas y aún vamos a quedar debiéndole a las generaciones futuras la paz que como nación les hemos quitado, así como la oportunidad de vivir en una sociedad mejor que la nuestra.
Esta inmensa crisis política tiene consecuencias en lo económico que dejan pálidos los escenarios más pesimistas y que hacen cada día más lejana la necesaria reconstrucción que debemos encarar hacia el mañana, si es que podemos hablar de mañana. El golpe económico está montado de manera tal que, con militares o sin ellos, referendo o no, la inviabilidad a que han sometido al país lo va a hacer prácticamente ingobernable. Es el golpe que dijimos la semana pasada, que busca que la reacción del ciudadano se produzca, ya no porque las ideas claudiquen, sino porque el hambre termi ne por rendirlo.
Esas ausencias de productos necesarios para la dieta del venezolano no pueden tener su explicación sólo en la lentitud del esquema cambiario para comenzar a funcionar. No. De lo que se trata es de que a ese pueblo en cuyo nombre se exhiben hoy banderas, se le quiere arrodillar con el estómago vacío.
El desabastecimiento en el mercado semanal significa que cada vez más niños comerán menos, que pocos venezolanos tendrán su alimento completo y que será mayor el número de indigentes en la calle, ésos que nos cachetean todos los días y en todas partes por el fracaso que como nación hemos sido para ellos.
Este tenebroso golpe económico ha dejado en la ruina, des de diciembre, a centenares de empresas, a las pequeñas y medianas, las que le llevan el pan a muchos de nosotros. Esas que han debido cerrar y dejado sin trabajo también a miles de otros compatriotas que hoy forman fila en el ejército de desempleados o en la desesperante buhonería que ha convertido a las ciudades en malolientes e improvisados mercados.
Si la miseria subía cerro diariamente sobre los hombros del 80% de la población de Venezuela, hoy debe estar cruzando pueblos, calles y urbanizaciones sin distingos de color de piel ni de niveles educativos. Esta batalla por el poder se está llevando por el medio a ese pueblo por el que supuestamente se libra la guerra.
El costo social de esta fiebre enceguecida nos está dejando un saldo adicional, ya largamente comentado pero nunca suficientemente discutido como para vislumbrarle una solución que haga posible la convivencia, durante el "mientras tanto", el "por ahora" y el "para siempre": es el odio que llegó para quedarse y que no nos deja vivir en armonía con el de al lado.
En lo político, en lo económico y en lo social el precio de este infierno suma tanto que no debería haber paz posible en esta tierra para tanto criminal que lo auspicia ni para los culpables por omisión o complicidad que se han sumado de buena gana en la tremebunda empresa de destruir nuestro presente y nuestro futuro. Toda una nación tendrá que pagar el precio del desgraciado poder.
Periodista