Un régimen de locos: la globalización de la guerra

En el borde del abismo, las grandes potencias del mundo insisten en su política beligerante, en una espiral de conflicto que evoca el fantasma de la segunda guerra mundial, reactivando la retórica incendiaria de la amenaza nuclear. Los tambores de guerra suenan cada vez más cercanos y las principales fuerzas militares de la OTAN, lejos de procurar pacificar la situación alarmante que han contribuido a crear, no cesan de alentar este antagonismo que amenaza con propagarse, aunque de manera presuntamente controlada, llevándose consigo cientos de miles de muertes tras un paisaje en ruinas.

Preguntarse cómo hemos llegado hasta aquí sigue teniendo sentido incluso si ya tenemos un principio de respuesta política abreviada: por la falta de autolimitación de los estados, a contramano de lo que cabría esperar de un régimen democrático. Precisamente, porque la defensa de la autonomía individual y colectiva -tal como ha planteado Cornelius Castoriadis en numerosas ocasiones- tiene como contraparte necesaria la autolimitación política, algo que en lo más mínimo están haciendo los estados en liza. Para decirlo de una vez: llegamos a esta encrucijada por la absoluta irresponsabilidad de nuestros gobernantes, alentados por una red económica-financiera que opera como una verdadera dictadura del capital. No se trata de ninguna "mano invisible": la ambición desmesurada tiene rostros identificables, incluso si los desconocemos. Como prestidigitadores, harán que los poderes gubernamentales vociferen su dictum que no es otro que el llamado a alistarse aunque sea como participante indirecto, mientras repiten que hay que hacer la guerra para alcanzar la paz o asesinar a millones para defender la democracia que dicen encarnar sin el más mínimo pudor moral. Ni remotamente se les ocurre apelar a una consulta colectiva a la ciudadanía damnificada, apostar por las negociaciones multilaterales, forzar un armisticio o recurrir a la búsqueda de consensos aunque más no fuera en algunos pocos asuntos fundamentales. Todo lo contrario: las grandes inversiones en la mal llamada «defensa» se traduce en desinversión en áreas sociales fundamentales, comenzando por los servicios públicos deteriorados por décadas de financiación insuficiente. La decisión gubernamental de ampliar los presupuestos estatales en industria armamentística, priorizándola por sobre las necesidades más acuciantes de las mayorías sociales (como el acceso a la vivienda, la consolidación del empleo digno, la mejora de la sanidad o la educación pública, por mencionar algunas) no deja de ser otra derrota política de la izquierda parlamentaria. Mediante una nueva transferencia de recursos públicos a empresas del complejo industrial-militar, las guerras en curso profundizan la concentración de capital e incrementan el empobrecimiento generalizado que provocan las políticas neoliberales, cada vez más identificadas con una necro-política que no cesa de lucrar con los muertos.

Que nuestros estados responden más a los intereses de los grandes grupos económico-financieros que a la propia ciudadanía resulta una evidencia abrumadora. El cinismo de nuestros gobernantes es desolador: mientras condenan con razón la invasión rusa a Ucrania, no dudan en apoyar al estado israelí, el mismo que está perpetrando un genocidio en nuestras narices sin mayores dificultades. Incluso si de vez en cuando se plantean algunas tibias protestas gubernamentales, lo cierto es que la coalición occidental –una alianza de potencias decadentes- no ha cesado de proveer armamento y apoyo militar a las mismas fuerzas de ocupación que amenaza –de forma poco verosímil- con sancionar. No es que falten razones legítimas para repudiar los crímenes perpetrados por potencias neocoloniales como Rusia o para combatir grupos que usan el terror como método político. Lo que sobra es la retórica legitimatoria de los crímenes propios perpetrados a plena luz del día, como el que ahora mismo está produciéndose en Gaza con el vergonzoso apoyo de las principales potencias occidentales.

Lo escandaloso es este doble rasero cada vez más flagrante: al repudio legítimo a los ataques de Hamás no le sobrevino el repudio no menos legítimo al genocidio de la población civil gazatí; la enérgica condena al controlado ataque iraní no ha tenido ninguna contracara crítica con respecto al ataque israelí previo a la embajada de Irán en Damasco, un acto de declaración de guerra que nuestros hipócritas analistas pasan por alto con una ligereza tan temeraria como reveladora. El complejo mediático empresarial se frota las manos: harán caja con sus discursos que ven la paja en el ojo ajeno pero no la viga en el propio. La redefinición de las prioridades públicas según la opinión publicada no tardará en provocar nuevas deflagraciones que contemplaremos como espectadores más o menos impotentes, incluso si ese siniestro espectáculo está financiado en buena medida con nuestros recursos públicos. En efecto, lo que está en discusión son los negocios, no las vidas humanas.

Una vez que cuestionamos esta doblez moral, resulta claro que no es exigible al otro una contención político-militar que los estados occidentales no practican en absoluto. El mal es ubicuo y endémico y cualquier localización o circunscripción en los otros es completamente simplista y falaz si no identifica las principales fuerzas en pugna, comenzando por los estados criminales –con EEUU, Reino Unido, Alemania y Francia a la cabeza- que planifican el desastre, constituyéndose en protagonistas indiscutibles de la escalada bélica que nos asedia. Si alguien ya se estaba despidiendo de la OTAN, el presente es un rotundo recordatorio de su reactivación más brutal, aunque para ello tuvieran que empeñarse a fondo, incumpliendo acuerdos preexistentes como los acuerdos de Minsk, la no expansión de la OTAN hacia Europa del Este o la evitación de injerencias externas en países supuestamente soberanos.

La falta de autolimitación de los estados y la rentabilización de la guerra por las multinacionales del crimen resulta claro para quienes no participan en la trama mitómana del poder de nuestros estados más próximos a una timocracia que a una democracia efectiva. Porque lo que desde hace tiempo se dirime es la lucha por la hegemonía mundial, incluso si para ello deben generar focos bélicos que desgasten al enemigo o a sus aliados, en términos de costos-beneficios o de una razón instrumental que utiliza como medios a cientos de miles de seres humanos convertidos en peones a sacrificar. Semejante trama criminal es el elemento que se escamotea en los medios masivos de comunicación, imprescindibles en la construcción de adhesiones a una política belicista en curso, que es global aunque esté focalizada en algunas zonas «calientes» del planeta. En efecto, en este escenario de guerra ya participan de forma directa e indirecta las principales potencias del mundo.

Llegados a este punto, nuestra impotencia política individual no debería hacernos perder de vista nuestra capacidad colectiva para intervenir en nuestra historia, incluso si ello supone desafiar el discurso canalla que manejan los expertos en la gestión sistemática de la mentira. En este contexto, no deja de ser extraño que fuerzas políticas autodenominadas «progresistas» nos lleven a esta situación extrema planteándola como inevitable. Sin embargo, hace tiempo que la propia distinción entre progresismo y conservadurismo reaccionario está difuminada: la (pseudo)izquierda parlamentaria -timorata y pusilánime- ha virado hacia políticas clasistas y colonialistas sin tapujos; la (ultra)derecha -la única realmente existente- no ha hecho más que ensanchar su horizonte conservador y autoritario, defenestrando en nombre de una falsa libertad de mercado todo lo que se parezca a lucha por el bien común o a consolidación de derechos colectivos -desde el feminismo a la defensa de las minorías sexuales y, más en general, a todo lo que huela a igualdad entre seres humanos-.

Aunque este auténtico «régimen de locos» no es ninguna novedad, lo que sí parece o podría ser novedoso es el abierto juego de cotización de la muerte que la necropolítica propone, sin inmutarse ante sus contradicciones más evidentes. No teme al descrédito, entre otras cuestiones, porque tampoco teme ninguna respuesta colectiva realmente desestabilizadora. La impunidad da carta blanca a los asesinos. Que el capitalismo -tanto en su variante neoliberal como en su vertiente estatalista- necesita guerras para apuntalar su crecimiento insostenible no es contradictorio con el hecho de que ese mismo crecimiento se apoye sobre la eliminación de vidas declaradas superfluas, parte de un excedente humano condenado a la muerte o al abandono.

Literalmente siguen enviando este «excedente» al frente bajo la forma de miles de cuerpos a sacrificar mientras las grandes corporaciones de la guerra gestionan sus ingentes negocios basados en la industrialización de la muerte. ¿Qué significan para ellos unos millones de muertos más, sobre todo si los muertos los ponen los otros? Por supuesto que sus hijos no irán a la guerra ni sus mujeres e hijas serán violadas o secuestradas. Para eso están las vidas precarias, reducidas a fuerza militar, incluso cuando la tarea encomendada no es otra que eliminar a quienes participan en su misma condición de clase.

La economía política del sacrificio se estructura sobre un doble pivote: defender los privilegios vitales de unas elites mientras se exige el máximo sacrificio de los otros a fuerza de convertir el mundo en un páramo. El juego perverso no es otro que dar la muerte de los otros para sustentar la vida megalómana de las elites sociópatas que nos gobiernan mundialmente.

Dicho lo cual, nos enfrentamos a una situación en la que la no intervención ya es una forma de consentimiento ante lo existente. Porque se juega, ahora mismo, mucho más que unas supuestas guerras focalizadas. Lo que está en riesgo, cada vez más, de forma dramática, es el futuro de la humanidad en tanto conjunto indivisible, un futuro que no sea otra oportunidad enterrada como un cadáver del presente.

Precisamente porque estamos en un régimen amplificado por el cinismo del poder mediático dominante es que necesitamos articular de forma apremiante una voluntad colectiva antagónica al actual bloque hegemónico. Porque si algo parecido a la justicia sigue siendo imaginable es por esa capacidad de responder a un Otro que nos mira frontalmente, en silencio, sin siquiera preguntarnos por qué permitimos que la masacre siga aconteciendo.



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