Un país sin grandes contradicciones sociales no debe tener enfrentamientos que obliguen a su gobierno a reprimir y a detener a sus ciudadanos, por considerar que sus actuaciones son contrarias a la paz de la nación, la estabilidad política y el bienestar de todos. Mucho menos, por acciones consideradas contrarias a la soberanía o la independencia nacionales. Son países que han logrado, sin acabar con las injusticias sociales ni económicas, un estado de bienestar y tranquilidad ciudadana, que garantiza un desempeño social ecuánime, sosegado, sin sobresaltos, sin sucesos de origen político que lamentar, sin tener que escuchar permanentemente la amenaza de sus gobernantes, ni de quienes les sirven de caja de resonancia, ni sentir temor ante el posible castigo que les espera a la vuelta de la esquina.
La gente pensaría inmediatamente en los llamados países nórdicos europeos, considerados en nuestro mundo occidental como los sitios donde la generalidad de la población vive mejor. Finlandia, Suecia, Noruega y Dinamarca, serían el ejemplo occidental de un mundo mejor, pero para no ir tan lejos o no estar tan lejos de esas realidades, quizás pudiéramos extender la aplicación de lo dicho a algunos países de Iberoamérica o Hispanoamérica, nombres mucho más adecuados para el conjunto de nuestras naciones que el término de Latinoamérica, aunque Diosdado Cabello y la audiencia de su programa no lo comprendan. Hablo de tomarlos como referencia más nuestra, más inmediata, menos quimérica… Inmediatamente nos vienen a la mente nombres como Uruguay en Suramérica, donde, por cierto, está ocurriendo en este momento una transición de gobierno totalmente tranquila, sin sobresaltos, sin los temores que los cambios presidenciales generan en el resto de nuestras naciones.
Otro nombre que nos viene a la mente es el de Costa Rica, país centroamericano, que goza de un prestigio que no todos son capaces de aceptar. No estamos diciendo que constituyen la panacea de todos los males, sino que se destacan por su sensatez política interna, su seguridad jurídica, su tranquilidad social, que no están disociadas, porque no lo pueden estar, de las condiciones de vida de sus habitantes. Me hubiera gustado vivir en la época del gobierno del general Medina Angarita, en una Venezuela en transición hacia el predominio de las ciudades sobre la vida y la economía campestre. Una Venezuela con limitaciones económicas, sociales y políticas, pero una Venezuela con libertades ciudadanas, respetuosa de los DDHH, que respiraba un aire de libertad como nunca lo había hecho, sin presos políticos ni políticos presos, y a la que no se permitió continuar su evolución, si se quiere natural, para obligarla a transitar una "revolución", la venezolana de octubre, con varios parecidos a la de este siglo.
Sectarios, discursivamente libertarios, pero sin correspondencia con la realidad; con presos políticos, con persecuciones siniestras, con intervenciones sindicales, con bandas armadas, con hegemonía de un partido y exclusión del resto. Con vocación totalitaria y clientelar. También cívico militar en su origen y desempeño, sin llegar a la aberración actual, producto de la ignorancia, de autodenominarse gobierno policial. Con ficticios antecedentes comunistas y con discurso falsamente antiimperialista; con milicianos, discursos encendidos, asamblea constituyente y nueva constitución. Que dejó como positivo, el voto directo, universal y secreto, que sirvió desde finales de los cincuenta para instalar un régimen democrático representativo por 40 años, de desempeño muy superior al actual régimen pseudorrevolucionario. Sistema electoral que pretende ser cambiado por quienes ya saben, a raíz de lo ocurrido el 28 de julio pasado, que no lo podrán seguir usufructuando.
La Razón, pp A-3, 1.12.2024, Caracas;