Ciudadano
Alcalde de Valencia
Ilustres concejales
Señoras y señores.
Aunque he venido insistiendo en que los periodistas deberíamos “bajarnos de la tarima”, y dejar que sean los políticos quienes dominen la escena, la invitación del ilustre Concejo Municipal de Valencia me obliga a recoger mis palabras por un instante para dirigirme a ustedes desde este podio (lo más parecido que hay a una tarima) con motivo de la sesión solemne por el Día del Periodista, que en Venezuela celebramos los 27 de junio de cada año.
He sabido que no les resultó fácil a los ilustres concejales la escogencia del orador.
Pero, ¿cómo habría de serlo si nada es fácil en circunstancias tan cruciales y dramáticas -pero afortunadamente también promisorias- tanto para nuestro país y el mundo como para la profesión que me honro en ejercer?
Hoy día, no hay asunto o personaje que escape de la polémica.
Si les sirve de consuelo, tampoco para mí resulta fácil pronunciar este discurso.
En medio del clima de intolerancia, desconfianza y confrontación que se respira en Venezuela –aunque, en honor a la verdad, más en Caracas que en el resto de la República – cualquiera corre el riesgo de que sus palabras en torno a asuntos tan delicados y complejos sean malinterpretadas, o peor aún, manipuladas con fines bastardos.
Pero, qué se le va a hacer. Bienvenido sea ése y cualquier otro riesgo asociado al ejercicio de la libertad de expresión. La conquista de esa libertad, hoy más amplia en Venezuela que en cualquier otra parte del mundo, ha costado demasiados muertos, heridos, torturados, desaparecidos, perseguidos y despedidos como para callar por conveniencia o cobardía.
Mucha gente no conoce, y otra prefiere olvidar, la raíz histórica de la fecha que hoy conmemoramos. Fue un 27 de junio de 1818 cuando salió a la calle el primer número de El Correo del Orinoco, un periódico fundado por nuestro Libertador Simón Bolívar para que sirviera como vocero e impulso de la causa independentista. Para Bolívar, una imprenta era “tan útil como los pertrechos” militares, pues la concebía como “la artillería del pensamiento”.
Antes de instituirse el 27 de junio como Día Nacional del Periodista, éste se celebraba en Venezuela todos los 24 de octubre. Esta otra fecha, en la que sigue celebrándose el Día del Trabajador Gráfico, corresponde a la fundación, en 1808, de la Gazeta de Caracas, el primer periódico de la entonces Capitanía General de Venezuela.
La Gazeta de Caracas tenía como redactor principal a Don Andrés Bello, quien, en rigor, vendría a ser el primer periodista de Venezuela.
Pero esta Gazeta, como otras varias publicaciones, terminará en manos de los realistas, que la convertirán en vocero de los enemigos de la Independencia. De hecho, entre ella y el Correo del Orinoco se entablará una fuerte batalla de tinta y papel, paralela a la otra, de pólvora y sangre. El propio Bolívar, con el seudónimo de Juan Trimiño, polemizó desde las páginas del Correo con el director del periódico realista, José Domingo Díaz, quien ya entonces utilizaba las técnicas de la “guerra sucia” para descalificar a los patriotas.
Así pues, cuando los periodistas venezolanos, en Convención Nacional, decidieron celebrar el 27 de junio en lugar del 24 de octubre como su Día Nacional no estaban tomando una decisión caprichosa o baladí. Estaban dando un paso de fuerte contenido político, que los identifica y compromete con los valores y propósitos de aquel Correo del Orinoco.
De modo que nada tiene que celebrar en esta fecha un periodista que no esté identificado y comprometido con una Venezuela soberana e independiente, libre de las injusticias que, 200 años después, siguen haciendo vigente y necesario el legado libertario de Bolívar.
Nada tiene que celebrar en esta fecha un periodista que toca la puerta de una embajada clamando por la invasión de tropas extranjeras a nuestro país. O aquel que considere obsoleto el concepto de soberanía. O aquel que llame a la nuestra una “republiqueta”. O aquel que descalifique a su propio pueblo llamándolo bruto, atrasado, malandro o “chimpancé”. O aquel que, confundiendo la naturaleza crítica de su profesión, ponga su pluma, voz o imagen al servicio de campañas antinacionales, dirigidas a la destrucción de la autoestima del venezolano, de la convivencia pacífica y respetuosa con sus semejantes y de su identidad como pueblo libre y soberano. O aquel que exhibe grosera alegría y satisfacción cada vez que surge una noticia, verdadera o inventada, contraria a la buena marcha del país. O aquel que, sin evidencia alguna, proclama la existencia de laboratorios de fabricación de armas de destrucción masiva en suelo venezolano, justo cuando la potencia hegemónica del mundo -esa de la que ellos quisieran ser ciudadanos- acaba de invadir un país indefenso con ese mismo argumento. O aquel que, también sin pruebas, se empeña en decirle al mundo que en Venezuela hay campos de entrenamiento de terroristas y guerrilleros, a sabiendas de las consecuencias internacionales que ello puede acarrearle, no al Gobierno de turno, sino a todos nosotros como nación. O aquel que muestra solidaridad automática con funcionarios y Gobiernos extranjeros, incluso con grupos irregulares de otros países, en sus polémicas con el Estado venezolano. O aquel que goza reportando al mundo versiones sesgadas, exageradas, incompletas o ficticias acerca de las cosas que ocurren en nuestro país. O aquel que, asumiendo como propios los intereses y propósitos de las empresas para las cuales trabajan, promueven devaluaciones, bloqueos económicos, sabotajes, desmejoras laborales, persecuciones políticas y enemistades con pueblos hermanos.
Esos no tienen nada que celebrar en esta fecha.
En cambio, legiones de periodistas dignos, honestos, profesionales, orgullosos de ser venezolanos y leales a sus principios éticos tienen sobradas razones para esperar el aplauso de la sociedad entera por el esfuerzo que a diario realizan por ejercer dignamente su profesión y con ello hacer efectivo, por encima de las dificultades, el derecho del pueblo venezolano a estar informado de manera veraz y oportuna.
Casi 200 años después, la tinta del Correo del Orinoco fluye por las venas de aguerridos periodistas venezolanos que, a la callada, y soportando presiones y retaliaciones inimaginables, luchan todos los días al interior de las redacciones por la defensa de la verdad, hoy amenazada desde fuera, pero también desde dentro, del propio periodismo.
No quiero decir con ello que esas legiones de periodistas compartan el proyecto político contra el cual se han lanzado las empresas en las que ellos trabajan. No. Se trata de un fenómeno mucho más complejo, en el cual han influido dos acontecimientos que, hace muy poco, estremecieron a la sociedad venezolana en su conjunto, y a los periodistas en particular.
Me refiero al golpe de Estado de abril de 2002 y al paro patronal-petrolero de diciembre y enero pasados. El papel desempeñado en ambos episodios por buena parte de los medios y algunos periodistas ha generado una fuerza crítica de reflexión, análisis y debate en el seno de nuestro colectivo, que cuestiona la situación y perspectivas del periodismo que tenemos.
En medio de la tristeza, rabia e indignación que experimenté en esas dos ocasiones, fue muy reconfortante observar la actitud digna de numerosos colegas, sobre todo jóvenes, que se rebelaron ante sus jefes negándose a cumplir órdenes que consideraban antiéticas.
Está el caso de una periodista, cuyo nombre no estoy autorizado a revelar, que impedida de escribir sobre el contragolpe popular del 13 de abril en el periódico donde trabaja, se trasladó a la sede de una corresponsalía extranjera a trabajar de gratis para decirle al mundo lo que en realidad aquí estaba ocurriendo mientras los dueños de los medios imponían su indignante silencio informativo.
Era, y sigue siendo, una periodista de oposición. Pero una periodista honesta, venezolana, digna y valerosa, cuyo gesto algún día deberá ser reconocido.
Periodistas como ella hay muchos, dentro y fuera de los medios. Ellos representan la esperanza para el futuro de una profesión que viene desdibujándose, no sólo aquí en Venezuela, sino en el mundo entero, ante fuerzas que pretenden fusionarla con otras variantes de la comunicación como son el entretenimiento y la propaganda.
La nueva tendencia en boga apunta hacia un periodista que en poco se diferencie del presentador de un show dominical de variedades, de un actor que intenta venderle un producto a la audiencia o de un activista político que procura convencerla de las bondades de un determinado partido, candidato o ideología y de las maldades de su adversario.
El fenómeno no es nuevo. Viene siendo denunciado por investigadores desde hace algunos años. Veamos lo que, a mediados de los 90, escribió una reputada profesora e investigadora venezolana:
“El periodista y el periodismo están sometidos a revisión y debate en todo el mundo (…). No son pocos los que abogan porque esta profesión sirva de mediadora (no de instigadora) de las tensiones existentes entre las fuentes, los medios y los ciudadanos y para ello el periodista debe renunciar a ese protagonismo que exacerba los conflictos y convierte los más graves problemas sociales en un espectáculo”.
“Aunque un discreto protagonismo es legítmo –continúa la cita-, nunca debe confundirse con el papel del político o del declarante. Un profesional puede aspirar al Premio Nacional de Periodismo revelando la verdad documentada sobre un caso de corrupción, pero su objetivo no debe ser el de provocar la caída del Presidente de la República y mucho menos convertir su oficio en una representación que le haría fuerte aspirante a un premio de farándula que bien podría llamarse El Simulador de Oro”.
La autora de estas reflexiones es la profesora Marta Colomina, que las plasmó en un artículo publicado en 1996 en el diario El Universal. Al margen de que parezca dibujarse a sí misma con unos años de anticipación, hay que reconocer la sabiduría contenida en esas líneas.
No son pocos los casos de académicos que, tras una vida entera dedicada a la crítica de los medios, justifican hoy su actual desenfreno por derrocar al Gobierno democráticamente electo con el argumento de que vivimos bajo una dictadura, frente a la cual es lícito cualquier método de lucha.
El mejor desmentido a esta visión lo tenemos aquí cerca, en la sede de la Gobernación del Estado Carabobo, donde Henrique Salas Romer padre e hijo, a quienes me permito enviar desde aquí un saludo cordial, han lanzado abiertamente sus respectivas pre-candidaturas presidenciales.
Lo hacen, y bien bueno que lo hagan, porque por fortuna en Venezuela disfrutamos de un vigoroso régimen democrático, imperfecto, a veces desconcertante y poco apreciado, pero democrático, donde el pueblo puede votar directamente y sin discriminaciones por sus gobernantes.
A ese sistema democrático ha venido a reforzarlo un boom sin precedentes de la libertad de expresión, brevemente interrumpido en abril del año pasado por el silencio informativo de los medios privados y el cierre compulsivo de VTV por otro de nuestros precandidatos presidenciales, Enrique Mendoza.
Habiendo sido amordazado en esa oportunidad, junto con el resto de los periodistas de VTV –para los cuales, por cierto, no hubo la solidaridad que otros concitan-, es imposible no referirme al proyecto de Ley de Responsabilidad Social en Radio y TV, bautizado por los dueños de los medios como la Ley Mordaza y por los seguidores del Gobierno como Ley Resorte.
Lo primero que hay que decir es que esa iniciativa choca con una concepción ultraliberal, defendida desde siempre por los medios, según la cual “la mejor ley de prensa es aquella que no existe”.
Eso significa que las empresas venezolanas de la comunicación jamás apoyarán ningún proyecto de ley que regule sus contenidos, ni siquiera si constara de un artículo único que dijera así: “los dueños de los medios pueden hacer lo que les dé la gana con ellos”. No, no la aceptarían. Ellos prefieren que no exista ley.
Distinto ocurre con otros sectores y personalidades que, pudiendo haber contribuido a mejorar el proyecto en cuestión, se abstuvieron de participar en sus discusiones previas por considerar que con ello legitimaban una herramienta para la implantación de un régimen totalitario en Venezuela.
Ellos serán corresponsables, en alguna medida, si ese proyecto es aprobado tal como está, y se cuelan allí errores, omisiones, excesos o imperfecciones.
Por mi parte, estoy de acuerdo con establecer reglas claras de juego para el funcionamiento de los medios radioeléctricos, sobre todo después de los abusos cometidos en los últimos tiempos por parte de sus concesionarios.
Si estuviera en mis manos, reduciría sustancialmente la longitud de los artículos del proyecto, dejando muchos de sus detalles y precisiones para su inclusión en el reglamento respectivo. Para vencer resistencias, reduciría el peso del Ejecutivo en el Consejo de Regulación de Radio y TV y aumentaría el del Poder Ciudadano y de la sociedad civil. Además, mantendría incólume la prohibición de publicidad de cigarrillos y licores en radio y TV, y sancionaría fuertemente la violación actual de esa veda.
Pero, siendo honesto, he de decirles que ninguna ley solucionará el problema de la cartelización de los medios y su conversión en un gran partido, con aspiraciones claras al logro del poder político.
Este es un fenómeno de carácter mundial, que en Venezuela adquirió ribetes estrafalarios, pero que está hermanado con lo que ocurre en otras latitudes. Es expresión de la decadencia de una época, que se resiste a morir para dar paso a otra nueva, cuyas características no conocemos aún y que dependerán de las luchas que hoy se desarrollan a lo ancho del planeta.
Mi deseo es poder asistir al entierro definitivo de ese tiempo viejo y al florecer del nuevo, cuando los cambios rindan sus frutos y comencemos a superar las injusticias contra las cuales se alzó Bolívar. Aspiro a estar allí ya sea como ciudadano o como periodista, para informar al mundo la buena nueva.
Felicitaciones a todos los periodistas aquí presentes, especialmente a los premiados.
¡Viva Venezuela libre y soberana!
¡Viva el periodismo!
Muchas gracias.
Ernesto Villegas Poljak
Periodista
11-07-2003