Catia TV y el secuestro de la verdad
La suástica fascista venezolana cayó esta vez sobre la televisora Catia
TV. Sin orden judicial ni motivo alguno, el alcalde metropolitano
Alfredo Peña, instrumento de la oligarquía antichavista, ordenó a su
policía el cierre arbitrario de este canal comunitario, por cometer un
“delito” para ellos imperdonable: darle voz a la humilde gente de los
cerros y los barrios pobres al oeste de Caracas.
En el quinto piso del hospital Jesús Yerena, en Lídice, varios candados
dejaron clausurada la modesta televisora que con una potencia de 30
kilovatios —algo risible ante el poder de expansión de medios como
Globovisión, Venevisión, RCTV y Televen— daba cabida en la pantalla a
seres humanos marginados por los medios comerciales y jugó un papel
decisivo en las movilizaciones populares del 12 y el 13 de abril de
2002.
Las últimas transmisiones de Catia TV, truncadas por el desalojo
arbitrario, habían dicho demasiadas verdades y desmintieron las campañas
de los cuatro jinetes del Apocalipsis para satanizar al presidente
Chávez y la colaboración solidaria de Cuba. Los reportajes sobre lo que
significa el Plan Nacional de Alfabetización y la presencia de médicos
cubanos en el programa Barrio Adentro fueron sus últimos pecados.
Los enemigos de la Revolución Bolivariana, los mismos que convirtieron a
los medios de la oligarquía en partidos políticos de oposición,
demuestran que no están preparados para aceptar la verdad del otro. Y
para impedirlo violan algo de lo que ellos mismos se decían abanderados:
la libertad de expresión y el derecho a la información de los
venezolanos. Con el secuestro de los medios técnicos de Catia TV,
violatorio de la Ley de Telecomunicaciones, la reacción acaba de dar su
último pataleo, un paso más hacia el descrédito.
Pero la noticia ya no es la del cierre del canal, sino el silencio
cómplice de los periódicos, radios y la televisión privada. Imaginemos
qué hubiese ocurrido si el Gobierno bolivariano el que ordena el cierre
de Globovisión —que por su falta de ética e incitación a la violencia no
merece estar en el aire—, u ordena confiscar las películas pornográficas
que transmite un canal casi clandestino como CMT, entre las cinco y seis
y media de la tarde, horario en que miles de niños y jóvenes hacen zapin
en el infectado espectro de la televisión venezolana.
De haber sido al revés, ya la CNN estaría divulgando la protesta (y las
amenazas) de Otto Reich; y los señores del Colegio Nacional de
Periodistas habrían denunciando el “brutal atentado contra el sagrado
derecho a la información y el atropello del gobierno contra los derechos
humanos”. Pero como se trata de una televisión comunitaria, y para colmo
de males comprometida con la Revolución Bolivariana, su cierre no
configura violación de ningún derecho.
Este domingo, desde el programa Aló Presidente, Blanca Eekhout,
directora de Catia TV, advertía con firmeza que la voz del pueblo ya no
podría ser silenciada, porque la Constitución Bolivariana había dado a
las comunidades y minorías el derecho a tener sus propios medios: “Esos
señores, desesperados, han venido a imponer su ley mordaza, pero daremos
la batalla en los tribunales, y sacaremos la señal nuevamente, desde el
corazón del barrio”.
La historia que sigue es previsible. En la corte, los hombres de Alfredo
Peña dirán que la señal de Catia TV alteraba el normal funcionamiento
del hospital, y que su antena interfería la sala de rayos X, por lo que
en las placas de tórax en lugar de pulmones y costillas, lo que se
imprimían eran partituras musicales, folletos subversivos, así como
fotos del Che Guevara y de Fidel Castro.
Allí mismo, por suerte, estará Blanca Eekhout, una joven y talentosa
periodista que decidió no venderle su alma a uno de los envenenados
canales de la oposición, y demuestra —desde una humilde televisora de
barrio— que en Venezuela ya no puede secuestrarse la verdad.
Félix López