Desde que Flavius Theodosius entendió que el impulso popular adquirido por la fe cristiana sólo podría ser controlado asumiéndola como religión de Estado, la llamada Iglesia Católica ha transitado un larguísimo viaje por las cavernas del poder. Las enseñanzas de Jesús comenzaron a ser sustituidas por vacíos rituales cuasipaganos y dogmas más políticos que religiosos. Fue la manera de que el Imperio Romano mediatizara la fuerza liberadora del cristianismo originario.
Esa herencia perversa nos llegó de la mano de la invasión española. Pese al esfuerzo honroso que hicieron frailes dominicos como Pedro de Córdoba, Antonio Montesino y, más tarde, el extraordinario Bartolomé de Las Casas, la oficialidad de la iglesia católica impuso la práctica criminal de bendecir las masacres contra los indígenas y su humillante esclavitud. El mismísimo primer obispo en tierra firme, Rodrigo de Bastidas, ordenó secuestrar seiscientos indígenas Añú en el Lago de Maracaibo para venderlos en los mercados esclavistas del Caribe a fin de sufragar los gastos de la fiesta de su ascenso.
Iglesia y poder político se funden en una mezcla letal a los intereses populares. Porque quienes presumen de ser “príncipes” o “embajadores” de Dios en la tierra, se sienten con el derecho a tener privilegios sobre el común, cuando la práctica de Jesús señala todo lo contrario. El camino cristiano es la predilección por los desposeídos y la lucha por su redención. Así lo han testimoniado cristianos verdaderos desde Las Casas hasta Boff, Gutiérrez o el recordado Juan José Madariaga de la parroquia Jesús Obrero de Mérida. De él aprendimos la esencia de una fe liberadora, y, por tanto, la crítica a una “iglesia” que traiciona los principios sobre los que se levanta su propia existencia.
Esa “iglesia” que traiciona a Jesús, es la de Ugalde y los obispos golpistas. Es la iglesia de la doble moral que se escandaliza cuando planteamos la no discriminación de las personas con opciones sexuales diferentes, pero que alcahuetea la pederastia que algunos de sus miembros han practicado destruyendo vidas que apenas comienzan y dejando hogares atormentados.
Esa “iglesia” de Ugalde que ve con desprecio a los pobres de Caracas y se dedica a formar a los hijos de la burguesía para que gobiernen en nombre de seres superiores como ellos mismos se consideran. Tal es la confesión del pupilo de Ugalde, el señorito Goicochea. No se qué pensarán los muy moralistas curas de derecha sobre la aparición de este querubín en la revista icono de la prostitución y la pornografía mundial.
Más, si esto fuese poco, y en la ensoñación que los ancianos sacerdotes viven con sus tutorados divos, se tomaran lo de Play Boy como una travesura juvenil, tendrían que estar dotados de un cinismo extremo para justificar la complicidad con un delincuente de la talla de Nixon Moreno, flamante egresado de la secuestrada universidad andina, que lleva diez y siete años disfrazado de estudiante, causando destrozos en la Ciudad de los Caballeros y que coronó su expediente con una vergonzosa agresión sexual en perjuicio de una mujer venezolana. ¿Cómo queda la moral de estos “pastores”?
Por estos días que se conmemora el nacimiento de Jesús de Nazaret, las almas cristianas viven momentos de solidaridad y esperanza. No es para menos, porque el ejemplo de El Cristo conmueve y contagia hasta al más escéptico. Eso si, no creamos que la iglesia de Ugalde se va a ablandar por cursilerías navideñas, que va, la corte fascista se prepara para embestir en enero. No esperemos nada bueno de “los macarras de la moral”.
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