El tema de la ciudad capital es inagotable, en especial el referido a la urgente demanda de sus habitantes para que se frene y se reoriente su desarrollo futuro. Es inmenso el clamor por una política que pare en seco y de inmediato su crecimiento conforme al planeamiento neoliberal más retrógrado impuesto por los gobiernos del puntofijismo, en donde se manejó como factor preeminente en el diseño de sus planes de zonificación, el rendimiento del suelo por sobre cualquier otra consideración que tuviera que ver con el hombre, sujeto y razón fundamental sobre el cual debe y tiene que girar el desarrollo y crecimiento de cualquier centro urbano.
Su trama vial, sus espacios peatonales y de recreación, por ejemplo, dejan mucho que desear si los comparamos con las muchas y muy amplias avenidas, parques, plazas y calzadas de sus pares latinoamericanas, como Buenos Aires, Santiago, Bogotá y Lima, para mencionar sólo algunas pocas que fueron objeto, una vez más, de nuestra reciente visita.
En esas capitales se hace evidente que históricamente ha privado con especial atención en el planeamiento y ejecución de sus respectivos desarrollos, la preservación de los espacios colectivos públicos y más allá de ello, la garantía del crecimiento paulatino de los mismos en tanto crece la población, garantizando así, a todo evento, que ellas no se degraden y que cada día sean más amables y cordiales con sus propios residentes y, obviamente, con todos aquellos que decidan visitarlas.
Se aprecia en cada una de esas ciudades, una clara visión de futuro; quizás alguno que otro negociante del concreto pudiera haber logrado en ellas desviar políticas de desarrollo urbano muy puntuales para su propio beneficio, pero lo que se hace evidente es que con tales “presiones” no han podido esos mercaderes y así lo precibimos, llegar a causar tanto desastre como el que se le ha inflingido a nuestra ciudad capital: destrucción de su patrimonio histórico en tal magnitud que hasta, aun cuando parezca mentira que eso fue posible admitirlo, se construyó al lado de la casa natal de nuestro Libertador Simón Bolívar, una torre bancaria, hoy en manos de Fogade por malos manejos de quienes fueron sus voraces propulsores. Además, resaltan como una bofetada mayúscula a la inteligencia y a la racionalidad, los llamados “mall” que crecen, sin cesar, por cualquier zona de la ciudad, estén o no en jurisdicción de alcaldías neoliberales, como si la meta de su colectivo mayoritario fuese la consolidación aún mayor de las prácticas consumistas del capitalismo. Igualmente, proliferan las edificaciones sobre dimensionadas hechas a la sombra de componendas corruptas, práctica que continúa campante en las dependencias municipales que tienen la competencia de la aprobación y control de los respectivos permisos de construcción. Igualmente, su insuficiente red vial, para la que, al parecer, no existe proyecto alguno que apunte a solventar la grave situación que ello ha generado y que se manifiesta con el horror de las descomunales trancas de horas y horas que a todos nos castiga, en cualquier vía de la ciudad. Pero paremos de contar, porque los males son demasiados.
Aquella ciudad de los techos rojos a la que de manera hermosa le cantó Pérez Bonalde, entró hace mucho tiempo en grave colapso. Crítico estado para nada sorpresivo, producto de la mayor irresponsabilidad de quienes han tenido en sus manos durante los últimos cincuenta años, al menos, la gerencia para planificar y dirigir su dinámica natural de transformación. Ciertamente, ha habido por su hábitat sólo desprecio y más allá de eso una concertada y persistente decisión mafiosa que ha determinado hacer girar esa dinámica en torno exclusivamente a parámetros exclusivamente referidos a la rentabilidad cada vez mayor del suelo. El hombre como única causa y razón fundamental de la existencia de la ciudad, siempre estuvo y continúa estándolo para ellos, excluido como especificidad de primer orden para definir el reordenamiento del espacio urbano.
Ciertamente, lo repetimos una vez más, la ciudad ha crecido de la mano del gran capital y sus habitantes, mudos e inermes, han visto cómo se les fue pervirtiendo sus barrios, sus calles, sus parques, destruido y mancillado su patrimonio histórico y hoy se ven sumergidos en la horrible y real pesadilla de una lucha desesperada por la sobrevivencia. Caracas, como alguien acertadamente lo dijo alguna vez, ha visto cómo los supremos intereses que la crearon están siendo cada vez más empobrecidos y vilmente maltratados.
Corresponde a la revolución frenar este desastre sin más dilación, a cuyo efecto deberá propiciar, en una primera fase, la pronta aprobación de una legislación metropolitana que imponga una autoridad única en materia urbanística integral, donde el pueblo tenga voz y voto y una vez logrado ese objetivo, la urgente implementación de acciones que permitan revertir radicalmente los códigos que históricamente nos impusieron los mercaderes y traficantes del suelo. La decisión oficial de transformar los espacios del aeropuerto La Carlota en un parque para la recreación de los caraqueños, sería un excelente comienzo en la dirección que proponemos.
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