Generalmente, características del ambiente donde nos formamos espiritualmente se adhieren a nuestra psique, como marcas indelebles, por lo que el ser humano se apega a la comunidad donde nace o se cría, ya que el mundo que lo rodea desde la niñez llega a formar parte de su estructura anímica, lo que explica la afección natural de amor por su lugar de origen y que a lo largo de la historia de las naciones -sobre todo después de la Revolución Francesa- se ha ido depurando hasta nuestros días, cuando existen muy bien definidas y delimitadas las nacionalidades que vinculan emocionalmente al individuo con el país en donde nació.
Este sentimiento dista mucho de tener un carácter primitivo, pues los pueblos más evolucionados son los más aferrados a defenderlo y conservarlo. Echemos una ojeada a los países más desarrollados, a las luchas anticoloniales, la disolución de la Urss y de Yugoslavia. El concepto supranacional del Estado que se abre hoy en día, responde a razones económicas y pragmáticas.
El amor que se tiene a su país es exactamente como el amor a la madre, la que amamanta a su hijo, lo acaricia, lo cuida. Ambos nacen del regazo que los alimenta y cultiva. Ese amor generalmente es correspondido. Hasta los grandes criminales, impíos, inhumanos, tienen un punto sensible: el amor materno. En las prisiones para delincuentes comunes, el matricida, es ajusticiado por los otros reclusos.
Cuando se lanza una piedra en unas aguas tranquilas se esparcen unos círculos concéntricos cada vez más amplios, así es el sentimiento de afecto por los lugares donde se nace. Por ejemplo, en el deporte todo ciudadano normal anhela el triunfo de su país, pero si no es el caso, desea y celebra fervientemente la victoria del país más afín. El pueblo sale a la calle a festejar cuando en el fútbol gana Brasil, Colombia o Argentina, países latinoamericanos.
Inclusive entre los animales que carecen de discernimiento, la convivencia crea un espíritu de solidaridad. Cuando en una casa conviven varios perros y uno es agredido por otro extraño, es defendido por los demás. Quiere decir, que vivir en comunidad crea normalmente sentimientos, por lo menos, solidarios.
Solamente una pasión diabólica, puede ser capaz de destruir la inteligencia y la parte afectiva que marca la distinción entre los seres humanos y los seres inferiores. Y esa pasión no puede ser otra que el más deletéreo de los fanatismos: el odio con el cual se envenena a muchos venezolanos para sacar provecho de esa aberración política.
Un periodista escribió, recientemente, con horror, una crónica sobre una escena que presenció en un bar y que deja estupefacto a cualquier persona racional. Relató: "Un grupo de amigas que bebía en la barra de un restaurante muy conocido aplaudió rabiosamente los goles que la selección ecuatoriana de fútbol le clavó el sábado a la portería venezolana". "La más alegre" dijo: "Nosotros estaremos con la vinotinto una vez se vaya Chávez. Hoy celebramos también que Brasil le ganó a Venezuela en el voleibol".
El espíritu del 11 de abril, el que impulsó el golpe de Estado y anunció las medidas políticas más execrables que uno puede imaginar -a las que se llegan, después de la depravación absoluta de una grotesca dictadura- permanece vivo, alimentando, seguramente, por la propaganda sistemática opositora para propiciar el odio y gangrenar el alma de los venezolanos.