Mucho respeto, ante todo, para esta valiosa mente que es el profesor Vladimir Acosta. Su advertencia sobre la falta de diálogo, de debate político y de enmudecimiento general por parte de la clase revolucionaria (especialmente la dirigente) frente a las opiniones y decisiones del presidente Chávez, son de un valor constructivo incuestionable para nuestro proceso. Estos son aportes obvios al mismo, aportes de principio.
Pero un cierto simplismo y maniqueismo del profesor Vladimir Acosta comienza igualmente a hacerse presente en algunos de sus análisis, y con consecuencias no tan constructivas. Se trata de sus análisis relativos a la política internacional del presidente Chávez. Gracias al alcance de sus programas radiales en el ámbito revolucionario, estos análisis comienzan a provocar una división política intramuros, riesgosamente inoportuna. No se trata -¡ojo!- de que su radio operacional de análisis deba limitarse al perímetro nacional, ni mucho menos. Se trata de la calidad misma de sus análisis.
Una cosa es la promoción del debate y de la crítica y otra la virtual descalificación, mediante análisis apriorísticos y pseudo-suficientes de las estrategias adoptadas en el plano político internacional por parte de nuestro gobierno. Sus opiniones en este respecto merecen, debido al impacto que producen en la audiencia revolucionaria, ser contrastadas por él mismo, en tiempo real, con posiciones divergentes reales (no reducidas) que den verdadera autoridad a su posición. El ejemplo de Bolívar citado recientemente por el profesor José Sant Roz en su carta pública al profesor Acosta (http://www.aporrea.org/venezuelaexterior/a60511.html) en relación a la crítica que éste enunciara sobre el acercamiento diplomático entre Chávez y Uribe, es uno de esos ejemplos de contraste que harían falta en su lapidario análisis de nuestra política internacional, especialmente tratándose de un ilustrativo ejemplo histórico del cual el propio profesor Acosta, en tanto que historiador, está perfectamente consciente:
"... Bolívar se abrazó con Pablo Morillo, jefe de una fuerza invasora de más de veinte mil hombres, que se había cansado de degollar patriotas, de matarlos por hambre como ocurrió en Cartagena (bloqueada durante meses). Pero no solamente hizo tratos con Morillo sino con quienes habrían de ser los asesinos de Sucre, José María Obando y José Hilario López. Ante ellos les firmó un armisticio cuando se habían alzado en el Sur. Bolívar durmió la noche del armisticio al lado de ese horrible monstruo, llamado Obando. Y también abrazó al reverendo obispo de Popayán don Salvador Jiménez de Enciso, quien era más terrible que Sebastián de la Calzada y a quien el propio don Salvador destituyó para asumir él, el mando realista en el Sur. Este abrazo a don Salvador dio frutos muy positivos para la causa revolucionaria, e hizo inmensamente menos penosa la lucha en Pasto".
Estos dos abrazos de Bolívar son una prueba incontestable de que los grandes conflictos políticos, como el actual colombo-venezolano, deben ser analizados a niveles de lectura superiores en vista de su elevado grado de complejidad, no a ras de radicalismos inestratégicos. El profesor Acosta posee una gran cultura, pero diríamos que a veces se expresa, a pesar de ella, por impulsos propios de un revolucionario adolescente.
En otras oportunidades nos ha mostrado que el romanticismo de una ortodoxia izquierdista parece seducirlo con facilidad, volcándolo apasionadamente, por ejemplo, en defensa de aquella sentida -pero irreflexiva- carta de Celia Hart al presidente Chávez, donde se evocaban cosas como la supuesta vigencia infinita de toda lucha armada por encima de cualquier factibilidad histórica de triunfo. Por culpa de posicionamientos como este, mucha gente de la derecha termina llamando con razón "trasnochado" al proyecto revolucionario. Los tiempos actuales son más que nunca incompatibles con este tipo de suicidio supuestamente "digno" de las FARC, perpetuando ad infinitum su legitimidad por encima de su real potencial de triunfo.
Resulta obvio, en cambio, que el pragmatismo de las fuerzas imperiales no se combate sin un comparable pragmatismo revolucionario, es decir, verdaderamente estratégico. Una política de altura es lo que se necesita, como lo comprendió entonces El Libertador (y como parece haberlo comprendido ahora el presidente Chávez), a diferencia de muchas mentes ilustres de la revolución.
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