El pasado lejano
Hace treinta y cinco años había una arepera frente al liceo Fermín Toro, en el bloque que ocupa la esquina en los extremos Norte y Oeste de la urbanización El Silencio, cerca de donde ahora está la salida del Metro.
Las clases del primer semestre paralelo de la Facultad de Ciencias terminaban alrededor de las nueve de la noche. Como la ciudad todavía era segura, era un asunto de rutina regresar en autobús desde la Universidad hasta el apartamento de mi tía en el 23 de Enero. Me acerqué al autobusero que fumaba un cigarrillo mientras esperaba la hora de salir.
"¿Cuándo sale señor?", le pregunté.
"En veinte minutos".
Había tiempo, así que entré a la arepera y pedí un cuartico de leche y una de carne mechada. Mientras un flaco de bigotes delgados buscaba la arepa en la cocina, puse mi libro de Cálculo sobre el mostrador de la barra y lo abrí en al capítulo sobre métodos de integración.
(Años después la tradición de pensamiento que expresaban se habría vuelto familiar; pero en ese momento, las curvas elongadas, los radicales, los corchetes, y los paréntesis poseían la fascinación del mapa de un tesoro escondido. La imaginación me llevó lejos de la pobreza en la que transcurría el momento).
Me despertó la voz del flaco de bigotes:
"Oye vale. Esos son puros jeroglíficos.¿Tú entiendes eso?"
"Si vale, no es tan difícil. Lo que hay que hacer es meterle cerebro."
"Que de pinga brother."
Sentí una enorme satisfacción, que también era del flaco, del autobusero, de la ciudad.
El pasado reciente
A eso de las cinco de la tarde del 11 de abril del 2002 el ambiente sobre el puente Llaguno era sereno, equilibrado, austero. Se hablaba en voz baja de los muertos que habían llevado al estacionamiento de un Ministerio. Una farmacia vendía agua y refrescos detrás de una reja. La gente se identificaba por un trazo rojo pintado en cada mejilla.
"¿Cómo nos pintamos?, preguntamos.
Una señora sacó un lápiz labial de su cartera y nos pintó dos rayas rojas a cada uno.
No habíamos almorzado todavía, así que intercepté a un vendedor ambulante que llevaba una caja de anime sobre el hombro. Le pregunté:
"¿Qué llevas tu ahí mi pana?"
Me contestó:
"Nada tío, ya se me acabó todo."
Y como para no dejarme con las manos vacías, me dió una palmada sobre los hombros.
Ya la Policía Metropolitana había hecho lo suyo. Comenzábamos a dudar de la solidaridad del Ejército. No había angustia en la gente, pero si había luto.
Y yo, Gustavo Mata, sentí que no era sino uno más de una tribu, esa que reconocí en el preciso instante en que me abordó el terror oscuro de que desaparecíamos, de que en esos momentos nos borraban de la faz de la Tierra.
¿Por qué ser revolucionario? Porque el espíritu habita en la esencia de la libertad.
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