Desde hace cierto tiempo, la oposición política venezolana sabe muy bien que, por ahora, perdió la pelea con el Gobierno Nacional y que esa derrota significa que Chávez no se va y que, posible y probablemente, vuelva a ser Presidente de la República en el próximo período. Algunos llegan a entenderlo así, otros llegan a aceptar que por lo menos en lo que resta de este período tendremos a Hugo Chávez al frente del Gobierno y del Estado. Queda, sin embargo, un pequeño grupo que no se resigna, el cual es muy peligroso para el país.
Luego de las dos locuras políticas cometidas: el golpe de Estado del 12 de abril de 2002 y el paro cínico con sabotaje petrolero incluido de finales de ese mismo año y comienzos de 2003, locuras derrotadas totalmente con la movilización popular y la participación de la Fuerza Armada Nacional, no existe ninguna posibilidad que pueda reorganizarse lo que en un momento se tuvo y no se supo utilizar. Si a lo dicho agregamos el inmenso fraude que la oposición quiso cometer con el llamado “firmazo”, en el que falsificaron firmas, hicieron firmar a quienes no debían, tomaron firmas de instituciones privadas y repitieron firmas, todo lo cual fue muy mal visto y condenado por muchos de sus seguidores, resulta más difícil todavía que haya alguna posibilidad de resurrección para la oposición política venezolana.
La debilidad de la oposición se notó con claridad durante lo que ellos bautizaron como el “reafirmazo”, donde no fueron capaces de movilizar a la gente ni a los centros de recolección de firmas ni a ninguna de las otras actividades que convocaron. Se los veía tristes y cabizbajos, participaban sin emoción en los actos públicos y redujeron mucho su agresividad y su conducta jactanciosa. Las declaraciones de sus voceros hablaban de sincerar la situación, de organizar un gobierno que respetara lo “bueno que se había hecho”, le “perdonaban la vida” a ciertos funcionarios gubernamentales y no colocaban la reforma constitucional como algo urgente.
Pero si alguno tenía sus dudas, las marchas del 23 de enero próximo pasado deben haberlas despejado. La del Gobierno: una multitudinaria manifestación, alegre, con decenas de consignas, pancartas y con la participación de los más prominentes líderes gubernamentales. La de la oposición: una escuálida (me perdonan la palabra, pero la estoy usando en su significado ordinario) marcha, con muy poca gente, sin emoción ninguna, con unos oradores conocidos en su casa, unos mini discursos sin mensaje ninguno y una gran división entre sus diferentes integrantes. Una marchita en uno de dos de los significados de la palabra: pequeña marcha y flor ya muerta, sin el esplendor del pasado. Una marchita o una marcha marchita, como nos guste más a quienes estamos con el Gobierno o como les produzca menor dolor a quienes siguen con la oposición.
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