Las formas fueron múltiples, a través de la combinación entre la precarización de las relaciones de trabajo, que llevó a que la mayoría de los trabajadores no tenga contrato de trabajo; el desempleo abierto y velado; la extensión de las jornadas de trabajo; la intensificación de las precarias condiciones de trabajo; la fragmentación de la clase trabajadora y las consecuentes dificultades de organización que produce, entre otras.
Como resultado, se debilitó el sindicalismo, así como la identidad del mundo del trabajo, al mismo tiempo que los medios de comunicación contribuían decisivamente invisibilizando los temas del mundo del trabajo. Las teorías del “fin del empleo” en realidad son referidas a los intentos de extinción del empleo formal, porque nunca tantos vivieron de su trabajo como en el mundo actual, pero al hacerlo bajo condiciones heterogéneas, trabajando en varias actividades al mismo tiempo o cambiando de actividades de un mes para otro, terminan dificultando la organización, debilitando la cultura del trabajo y la asunción de la identidad de trabajador, así como de las profesiones, que cambian de un momento para el otro.
Las políticas neoliberales produjeron también un gran proceso de proletarización de amplios sectores de las clases medias, empobrecidas por la pérdida del empleo formal y por la concentración de la renta a partir de las políticas implementadas por los gobiernos. El mundo del trabajo nunca congregó a tanta gente, aunque las condiciones del trabajo concreto nunca fueron tan diversificadas. Lo que no impide que todos sean superexplotados y fuente fundamental de la gigantesca acumulación de capital que producen las grandes fortunas exhibidas obscenamente por los medios.
Las políticas mínimamente antineoliberales de algunos gobiernos – concentrados en América Latina – permitieron que se retomara cierto nivel de empleos formales, aunque con baja calificación, volviendo a dar relativa fuerza de negociación a los sindicatos y de protagonismo a las centrales sindicales. Las políticas redistributivas mediante programas sociales y la elevación real de los salarios, promovieron la extensión y el fortalecimiento del mercado interno de consumo popular, al mismo tiempo que, en algunos casos, el movimiento sindical volvió a obtener ciertos espacios de protagonismo público, aunque casi siempre saboteado por los medios.
La crisis hizo que volviera a recaer sobre los trabajadores el peso de la recesión provocada por la especulación financiera, de la que se valen las empresas para, como primera medida, despedir trabajadores. En los años de crecimiento que antecedieron a la crisis, se multiplicaron las ganancias; en el momento de la recesión, las empresas ni siquiera queman una parte de los lucros acumulados, despidiendo inmediatamente a miles de trabajadores, como si el derecho al empleo no fuese un derecho esencial para la inmensa mayoría de la población, que vive de su trabajo.
Los gobiernos y las fuerzas políticas en este momento se diferencian: unas se juegan todos sus esfuerzos para disminuir los efectos de la recesión y garantizar ritmos de continuidad en el crecimiento económico, al lado de la garantía del empleo, y las otras, las que apuestan a la catástrofe económica, creyendo que, con eso, se debilitan los gobiernos que ponen el énfasis en las políticas sociales. Los trabajadores y sus organizaciones tienen que alinearse en torno a esa polarización, luchando para que las medidas de los gobiernos para alimentar el nivel de crecimiento económico sean todas indisolublemente ligadas a la garantía del empleo – derecho esencial, si queremos construir una democracia social.
Texto en portugués: www.cartamaior.com.br