…dondequiera que me pare sentiré la responsabilidad de ser revolucionario cubano, y como tal actuaré. Que no dejo a mis hijos y mi mujer nada material y no me apena: me alegra que así sea. Que no pido nada para ellos pues el Estado les dará lo suficiente para vivir y educarse.
Che
La derecha reaccionaria no da tregua. Tiene claros sus propósitos y no los abandonará por ningún motivo. Su mejor aliado para frenar primero y extirpar después a la Revolución Bolivariana es la vieja cultura, los reflejos condicionados por años de “fabricación de la conformidad” (Chomsky). Este condicionamiento frena, condiciona y al final esteriliza la savia revolucionaria. El presidente-comandante Chávez ha captado en toda su magnitud el dilema, por ello insiste en la urgente necesidad de profundizar los cambios, especial y particularmente, en el ámbito de la ideología, equivalente a decir, en el pensamiento, en la conciencia y los valores de vida auténticamente revolucionarios. Tiene razón el comandante Chávez, sino cambiamos la forma de pensar egoísta, individualista y materialista heredada del viejo sistema los cambios podrían devenir en maquillaje gatopardiano condenado a ser absorbido, más temprano que tarde, por el sistema y la cosmovisión capitalista.
Ante la necesidad de una auténtica radicalidad revolucionaria, que nada tiene que ver con posturas teatrales o meras apariencias tremenditas, muchos “revolucionarios” enquistados en la administración pública o beneficiarios –sin ser formalmente burócratas- de las “oportunidades” que les ha brindado la revolución y que han aprovechado en beneficio propio sin escrúpulos, desdibujan la Revolución. Se hace imprescindible una profunda revisión de los valores de vida. Ser cuadro significa alistarse en las filas revolucionarias –sin concesiones- por profundo amor al pueblo explotado, excluido y ninguneado por siglos, para romper con los esquemas de la explotación y el egoísmo. Significa servirle a ese pueblo y no aceptar nada que rompa en uno mismo la igualdad tan buscada y proclamada. Significa vivir con el pueblo, como el pueblo y para el pueblo al que se sirve.
Quiero compartir con todos y todas ustedes una muy reciente anécdota que quizás arroje algo de luz sobre este delicado problema. Reunido con un grupo de jóvenes teníamos como tema de debate la actitud del Libertador y la de José Antonio Páez ante el proyecto largamente acariciado de la fundación de Colombia. Para todos estuvo muy claro que mientras el Libertador tenía una irrevocable posición de generosidad, entrega y sacrificio por echar los cimientos de la gran nación de repúblicas, Páez se apresuraba –no bien concluida la batalla de Carabobo- a pasarle “factura” a la patria por los muchos sacrificios y peligros afrontados. Un curioso y crítico muchacho terció en el debate con una afirmación contundente: “al comenzar las luchas de independencia, el Libertador –dijo-, era uno de los mantuanos más ricos de Venezuela, Páez era un peón de hacienda. Al término de las luchas contra el imperio español, el Libertador era un pobre (inmensamente rico sólo en gloria) que había ofrendado todo por la patria hasta morir con un camisón roto y prestado, mientras Páez era el terrateniente más poderoso de Venezuela” ¡Contundente y cierta la fresca afirmación del joven!, una buena manera de separar la paja del maíz bueno, me parece. Fijémonos en algunos de nuestros “cuadros”, cómo vivían, que tenían, y en general que eran hace apenas cinco o seis años, y veámoslos como viven, que tienen y que son hoy “gracias a los sacrificios ofrendados a la patria”. Podemos recordarlos pobres, compañeros de calle de tantos y tantas personas del pueblo, con apenas 500 bolívares en el bolsillo (de los de antes) para darlos a una viejita y dirigirse a dormir otro día en una habitación prestada, a esperar el sol de la mañana siguiente sin más ilusión que luchar por la revolución y acompañar a ese pueblo otro día, y hoy… fijémonos y nada más, no hace falta decir nada más, no es necesario, incluso si son eficaces en lo que hacen, como cuadros revolucionarios son una desgracia.
Allá por los años sesenta, cuando un buen número de jóvenes nos entregábamos con ilusión a la posible construcción del socialismo inspirados en la Revolución Cubana, el filósofo marxista Ernst Bloch dio a conocer un trabajo cuyo título era “la utopía-esperanza”. El trabajo se refería a los carismas y dinamismos interiores que son necesarios para que un pueblo haga historia. Transformar la historia a partir de la etapa heredada requiere de unos carismas especiales, de unos valores espirituales específicos, de unos compromisos radicales, sin los cuales el objetivo profundo de los cambios suelen quedarse en superficiales y epidérmicos.
Hoy, como ayer, la propuesta de Ernst Bloch posee la frescura siempre joven de la verdad. La Revolución Bolivariana ha nucleado a un pueblo empeñado en la tarea de construir una sociedad de justicia, equidad e igualdad, una patria socialista, camino al comunismo. ¿En que forma y bajo que carismas ha de estar presente el espíritu revolucionario para que este pueblo se mantenga en marcha, no retrograde y para que esta marcha sea creadora?. Sin duda, una primera y gran condición esta en el modo radical como se asume el privilegio de pertenecer a la clase humana que elige para sí la tarea de redimir a la humanidad.
Sin compromiso generoso y radical no hay revolución posible. Unos cuadros revolucionarios sin esta conciencia sagrada del deber social pierden su capacidad de analizar el presente y, sobre todo, de tender utópicamente hacia el futuro. Pierden impulso revolucionario, se estancan y terminan retrogradando. La conciencia del deber social se manifiesta en la persona que no transige con los acomodos del presente sino que se abre, siempre, dolorosamente, a la promesa de justicia e igualdad encarnada en el socialismo.
Esa conciencia radical del deber social hace que se digan las cosas como son a todo riesgo, que se diga por qué las cosas están mal con lenguaje y conducta que no admita componendas: las cosas se ponen mal cuando hay ausencia de una radical fidelidad al pueblo y la revolución. Esta radicalidad verdadera –reitero, no la pantallera que en el fondo esconde debilidades y concesiones al viejo sistema- arranca de constataciones reales, con objetividad y sin especulaciones porque lo que en definitiva le interesa al cuadro es poner al descubierto la causa radical del mal representado en el sistema capitalista y jamás podría lograrlo haciendo suyas, en su vida personal, las desigualdades y vanidades burguesas.
Resulta evidente que, porque pone las cosas al descubierto, sin matizarlas o ideologizarlas, y porque se sitúa frente a las exigencias inapelables de la Revolución, el radical puede resultar tremendamente antipático, duro y desabrido, una presencia muchas veces indeseada e intolerable.
Ahora bien, la diferencia entre un radical y un simple precursor de calamidades, un sembrador de chismes o un pobre envidioso, es su amor vibrante por el pueblo, su fidelidad a la revolución. Ciertos camaradas pueden olvidarse de la Revolución, pero la Revolución no se olvida del pueblo, está en el pueblo, es el pueblo. El radical es alguien que capta en toda su dimensión esta realidad y por eso no se es radical porque se denuncia sino porque se anuncia, y se anuncia siempre la esperanza. Donde no hay anuncio de esperanza no hay verdadera radicalidad revolucionaria.
La radicalidad tiene que ser para la Revolución una “terapia de shock”, una curación a través de la sacudida que produce poner al descubierto la realidad ambigua o corrompida allí donde se encuentre y, sobre todo ello, la difícil esperanza que vincula la justicia y la equidad revolucionarias al hacer honesto y apasionado de sus dirigentes. Sin este elemento, el revolucionario se vuelve amorfo, no sabe exactamente para que existe, pierde su orientación y el sentido de su misión. El revolucionario necesita de este compromiso radical como el pan de la levadura.
En este momento particular de la revolución bolivariana, cuando buena parte de sus objetivos fundamentales están por realizarse, es imprescindible esta conciencia contralora, crítica, autocrítica y orientadora, que impida su desvío hacia los ámbitos del mero reformismo. Seamos como el Che, como él, no nos permitamos a nosotros mismos, ni le demos al enemigo de clase, ni tantico así. “El Socialismo es la Ciencia del ejemplo” Che.
martinguedez@gmail.com