Alfredo Maneiro murió hace 27 años y desde entonces, muchos de quienes lo conocimos y luchamos junto a él, extrañamos sus brillantes discernimientos y discursos sorprendentes, su sentido del humor y su lucidez. Finalizando los años 70, su rebelde e incesante búsqueda de las claves para hacer posible el “encuentro de los iguales” y desde ese espacio repensar con la acción, la naturaleza de una vanguardia revolucionaria que superara los padecimientos paralíticos de la izquierda “histórica” y diera respuestas hacia afuera y hacia adentro, lo llevó a conocer a Hugo Chávez, quien para el momento era un pelotero “infiltrado” en la Academia Militar y ostentaba el grado de capitán de un ejercito represivo, clasista e instrumental de la burguesía y del imperialismo, pero por eso mismo sigiloso y atento de los desmanes de la llamada democracia representativa y de los signos patrióticos, nacionalistas y revolucionarios.
Ese encuentro fue decisivo para ambos. Fue una suerte de amor a primera vista cuyo transcurso se truncó por la brusca e inesperada muerte de Maneiro, justo en un momento estelar, en una circunstancia propiciada por él, amarga, confusa, pero coherente con su pensamiento y afán de buscar, para entonces, un centro político que diera curso al derrumbe de los estereotipos y al surgimiento de un nuevo referente movilizador, agitador de la causa revolucionaria y transformadora de la izquierda venezolana.
Hoy, cuando el presidente Chávez rescata con énfasis las ideas vertebrales del ideario de Maneiro, vale la pena recordar que una de sus preocupaciones fundamentales era la construcción de una vanguardia que propiciara una dirección colectiva, fraguada en el debate permanente y, sobre todo, el mayor sigilo frente al oportunismo de la izquierda que nunca llegó ni siquiera a la última curva.
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