Mi amigo Hildebrando Rossi, un adios dolido

Para algunos parecerá lejano; para mí, apenas ayer, la Maracaibo de la década del 50, cuando en 1952 egresaba de la Universidad del Zulia como médico-cirujano i comenzaba a usar el consultorio vacío de mi padre, muerto el día antes de mi examen final en Pediatría. La ciudad me parecía triste, pese a la alegría del grado i el comienzo de una vida distinta; todavía esta capital estatal, era un pueblo grande, con dos o tres prolongaciones más allá de su casco central, de modo que al final de Bella Vista, en la Plaza del Buen Maestro i la vieja casona La Colmena; al final de Los Haticos, i el tradicional Abasto-Bar de El Potente, o más allá el antiguo Country Club, comenzaba lo Rural. Todavía Santa de Rosa de Agua i Santa Rosa de Tierra o Salina Rica, eran el comienzo de lo rural, vía a El Moján, de campo o monte i culebra como se decía. El tiempo apacible, a pesar de la dictadura. Todavía estaban llegando inmigrantes de Europa, después de la guerra, especialmente italianos, quizá la más numerosa e importante de estas migraciones de post guerra. Cuando salía de mi consultorio i tenía el vehículo estacionado bajo la sombra de un gran árbol en la placita Sucre, muchas veces tomaba la Avenida Guayaquil, pasaba la placita Rodó i un pequeño puente cerca del desaparecido Murallón (restos de un pequeño fuerte que fue destruido por la Av. El Milagro años después) i veía una gran casona al borde la Cañada Nueva o Cañada Lara que desembocaba en el popular sitio El Bajito, en otros tiempos escenario posiblemente ficticio de la leyenda “Bartolo traeme el cayuco”. En esa casa, blanca con los bordes de aleros de rojo vino tinto, había una vitrina donde se veían muebles, objetos antiguos, cuadros, cerámicas, espejos, etc. Tenía al frente en una gran tabla, el nombre de Galería Rossi. Me atrajo un bello escritorio, modelo nunca visto, con diversos tipos de maderas; i también algunas pinturas sin enmarcar. La puerta era por un costado en una estrecha callecita i me salió una señora de cara mui bella, blanca i fina con un pañuelo en la cabeza, i al expresarle mi intención de ver las cosas exhibidas, me condujo por un corredor con jardín central mui sembrado i jaulas de pájaros, i llamó a un señor que estimé su marido.

Era un caballero italiano, alto i delgado pero fuerte, con una calvicie avanzada, pero cabellos obscuros en sus sienes i el resto del cuero cabelludo; tenía unos bigotes finos, rostro enmarcado en una cuidada barba, una mirada vivaz i aguda i una gran sonrisa que establecía fácilmente una relación de amistad. Pasamos por donde estaban unos caballetes i pinturas i entramos en el salón de exhibición. Repasé todo i me quedé prendado del escritorio que luego compré. La conversación fue desde un comienzo cordial i signo inequívoco de una gran amistad futura. Había conocido a quien sería un gran amigo de por vida: el maestro pintor italiano Vitaliano Rossi. Lo demás lo narro en un extenso reportaje, recogido luego en uno de mis libros titulado BOCETOS DE PERSONALIDADES.

Desde aquel entonces, fuimos amigos que teníamos oportunidad de conversar largamente, mientras fumábamos i tomábamos alguna copa de vino de mesa, diálogos especialmente de arte i de cacería, puesto que era una de sus aficiones allá en Italia i aquí en sus primero años cuando me hablaba de su experiencias en Perijá, donde cazaba i pintaba. Tenía una hija mayor que llamaban Lela, un varón de diez años que llamaban Brando, i uno pequeño que no sé si vino recién nacido de Europa o nació en Maracaibo. Brando, en realidad su nombre era Hildebrando, era un muchacho alto i fuerte para su edad de 10 años cuando lo conocí; i confieso que entonces le vi simplemente como un hijo del maestro quien además, había sido artista restaurador en la Pinacoteca del Vaticano. Larga fue esta amistad de tantos años en la cual le visité en otros sitios distintos donde vivió, especialmente en una quinta de gran patio, donde tenía gallinas, pollos, patos, perros, gatos, cochinitos, pavos, loros, guacamayos, etc. Fue un maestro del paisaje i especialmente de la mal llamada “naturaleza muerta”, especialmente flores, frutas i peces o hasta cangrejos i langostas. Sin embargo, no le gustaba que le vieran pintar, i eso lo logré parcialmente en ocasiones; pero si sabía que a Brando le imponía una disciplina artística académica i mui rígida. A veces delante de mí, le hacía reclamaciones i le explicaba las fallas cometidas al pintar i fue mucho tiempo después, cuando ya terminado el bachillerato, vi cuadros de Brando con notable influencia de su padre. Sin embargo, el tiempo transcurre rápido cuando la profesión de médico, las guardias hospitalarias, la intervenciones quirúrgicas i la atención de los paciente se van haciendo más frecuentes i exigente, especialmente si se mezcla con la docencia que ejercí desde que salí del bachillerato i comencé medicina; entonces mi inclinación al arte i principalmente la pintura, me llevaron a dar clases en colegios sobre Educación Artística i en el Instituto Venezuela, un colegio grande situado frente al Club del Comercio, tuve de alumno i coloqué por primera vez ante un caballete, al pintor chino-venezolano Paco Hung. Luego mi docencia fue en la Universidad. Atendí un parto de Lela que se había casado, en la nueva Policlínica D’Empaire de Maracaibo recién inaugurada i posteriormente atendí a los hijos de Brando cuando se casó con su dulce i constante esposa en el amor i en el arte, Leonor Hidalgo. Entre ellos, tres bellísimas hijas i unos varones. Con el tiempo ella no solamente fue excelente madre cuidadora de sus hijos, sino una también excelente restauradora de porcelanas. La amistad con la familia Rossi, era total, como de una gran familia i con mayor oportunidad de visitas o reuniones frecuentes. En todas, el arte era el tema central i estuve a punto de adquirir un Guido Reni o sentir el dolor del desprendimiento de una joya, cuando por apuros económicos, Rossi padre, tuvo que vender un “San Gerónimo” del Caravaggio, autenticado por el crítico italiano Salvatore Porcella, obra que en un tiempo estuvo prestada al Museo de Bellas Artes del Estado, fundado por Rossi i el Dr. José Domingo Leonardi. Empero, con los años i las vicisitudes de la vida, i el haber ellos establecido su casa en la Urb. Coromoto, mui al sur de la ciudad, i la mía mui al norte de la misma, las visitas se hicieron esporádicas, aunque en el mundo del arte, las exposiciones i la conferencias, los encuentros eran frecuentes. También en la Escuela de Arte Neptalí Rincón de la que fui Director por mui poco tiempo, i un poco después lo fue Brando por varios años. Como lo hice con su padre, en ocasiones escribí notas de catálogos o escribí comentarios o conferencias sobre sus pinturas. Siempre intercambiamos obras i el tiene de las mejores mías i yo de las mejores que produjo su pincel, especialmente uno medio surrealista, con un busto de mujer guajira (wayú) naciendo entre una grieta de tierra seca i cuarteada, i palafitos lejanos. Con ella i con Brando “converso” muchas veces, pues la tengo en la escalera al segundo piso i la puedo observar al nivel del pequeño estar que hace de comedor de diario.

La última vez que vi a Leonor en una clínica donde fui a consulta, me dijo que nuestro amigo i primo mío, Álvaro Pardo, estaba mui enfermo, casi de muerte i que me buscaría para irlo a visitar, pero nunca lo hizo; la última vez que hablé con Brando, fue por teléfono. Me prometió visitarme i buscar de paso una pieza de porcelana, un carro romano con conductor heroico, para que Leonor me lo restaurara pues sus patas delanteras están quebradas. No me dijo sentirse mal, a pesar de que había superado como yo, una de esas enfermedades degenerativas, pero curables, ya hace algún tiempo.

Repentinamente, una mañana, me topé en PANORAMA del día anterior (a veces se juntan dos ejemplares, cuando no puedo salir a buscarlo al kiosco de la siguiente cuadra i no ha venido el señor que me trabaja i lo busca), único diario que no dejo de comprar nunca, con una pequeña nota de Andrés Chávez, un pasante que me recuerda a un homónimo amigo mío, desaparecido. Se refería a la muerte de Hildebrando Rossi (escriben Idelbando) el pintor, el amigo, el familiar para mí sentir de siempre. Por primera vez, una nota tan corta, me cortaba el aliento. Sentí un tsunami de tristeza i de dolor profundo, con colores de paleta i arco iris. Enseguida busqué en el ejemplar del día i conseguí la noticia ampliada, con una foto i la invitación para el entierro a las 12 pm., cuando ya no había tiempo ni de llegar al sur de la ciudad. Eso era de lamentar algo; pero lo que me llenó de estupor i de profundo dolor, era leer que tenía más de 15 días hospitalizado i nadie me había avisado de su gravedad cardíaca. Nadie, ni de su familia, ni de mis amigos; lo mismo le sucedió a Manuel Martínez Acuña, otro gran amigo de Hildebrando Rossi Ciacci. Creo que era un día soleado en horas del mediodía cuando le dieron sepultura, bastante distinto a cuando sepultamos a su padre, en tarde encapotada i lluviosa. En aquel tiempo, escribí respecto a Vitaliano, el Rossi viejo que sembró a su tierra de orillas del Po, en el corazón de muchos: “la tarde triste se hizo extrañamente distinta; un cielo matizado de grises i blancos resplandores, sin ser la naturaleza un Greco, parecía pintada por éste. La fina lluvia nos humedeció desde el rostro hasta la misma tierra i, como digno presente en la escena que se desarrollaba, un bello arco iris se clavaba en el suelo sobre el horizonte. Desde donde veía bajar el ataúd hacia la tierra removida i húmeda, se me antojaba ver descender un arco iris sobre aquel sitio. Cuando regresé después que todos dieron el último adiós a mi entrañable amigo Vitaliano Rossi, comencé a comprender la justeza i el acierto de la naturaleza. En su despedida –la despedida del gran maestro- se había puesto un cielo que, más que de trópico parecía de Melara o de Milán i, para quien amó el colorido i la luz de nuestras tierra como pocos venezolanos lo han hecho, toda la paleta de los cielos en un haz brillante, nítido i hermoso fue el epitafio del artista”. Luego otras consideraciones alusivas a su arte.

En esta otra ocasión, no tuve la oportunidad de despedida alguna. Sé que debió notar mi ausencia a su lado en el hospital, como amigo, como artista, como médico. Sé que sus seres querido habrán notado la mía en días posteriores o en misas; lo primero, porque he dicho que a distancia le he dado a mi querido Brando, un adiós dolido; dolido de penas, de sentirme excluido de otros afectos, de no acompañarlo hasta el final, de saber que sobró tiempo de avisarme; i, luego, porque hace muchísimos años que no asisto ni asistiré a una misa, ceremonia cambiante en la que no creo en absoluto; más la distancia i ausencia de medios de traslado como impedimento. Posiblemente en aquel mediodía, el ambiente no tenía necesidad de evocar otros sitios distantes, porque este Rossi que llegó de Italia cuando era realmente todavía un niño, fue más venezolano i marabino que muchos, i amó sus flores, sus frutos, su lago i sus paisajes, como hombre con paleta i pinceles de trópico, donde el sol realmente es el astro rei mui de verdad; como él fue también un amigo i un artista de verdad, i mientras viva, postergaré su olvido i le tendré en mente i corazón, mientras la vida pasa.


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Roberto Jiménez Maggiolo


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