A las 9:20 de la noche del 3 de febrero de 1992, llegaron varios compañeros al apartamento del edificio Pino Araucano, donde vivía de recién casado. La improvisada visita era para informarme que esa noche habría alzamiento militar. Faltaba confirmar si era el que nosotros esperábamos.
Me tocó ser testigo de excepción y humilde protagonista de los preparativos insurreccionales, cuando se realizó una reunión urgente en un pequeño apartamento de Valencia, con unos veinte miembros de la Dirección Nacional de La Causa R como invitados. Recordemos que la relación de Chávez con Maneiro venía de antes y que La Causa estaba llamada a ser el brazo político de la insurrección de “Los Bolivarianos”.
Siempre supe, por intuición política elemental, que andábamos en algo grande respecto a la lucha por el poder en Venezuela, pero debo confesar también, por elemental honestidad histórica, que fui sorprendido al escuchar el severo informe que presentó el camarada Roger Capella, dando detalles de nuestra relación con un movimiento bolivariano en el seno de la Fuerza Armada Nacional. Materialización de la “otra pata” de la mesa maneirista.
El Dr. Capella era portavoz del reclamo sentido de los compañeros militares por lo que consideraban un abandono de las responsabilidades y compromisos de la Dirección de La Causa R con el plan revolucionario. Se refería a incumplimiento de aspectos logísticos que era más fácil resolver como civiles, condiciones políticas no atendidas debidamente, distanciamiento.
Fue muy emocionante estar allí y constatar que en el seno de la Fuerza Armada existía un movimiento de oficiales patrióticos dispuestos a alzarse contra la falsa democracia y la degradación de la moral republicana. Una mezcla de orgullo renovado y expectativa optimista con interrogaciones e inquietudes que sabía, no quedarían despejadas esa noche.
Allí se puso en clara evidencia lo que ya se venía asomando tímidamente en la dermis de la organización: estábamos divididos en dos tendencias opuestas.
Se hizo más que notoria la contradicción entre el grupo de Guayana, encabezados por Lucas Matheus y Andrés Velázquez, donde se agrupaba la mayoría de los cuadros del movimiento sindical, y, por el otro lado, gente como Pablo Medina, Alí Rodríguez, el mismo Capella, el difunto Alberto Salcedo, entre otros. Los primeros asomaron peros y obstáculos a la alianza cívico-militar. Los demás, apoyamos la propuesta insurreccional. Era la primavera de 1991.
El triunfo de Chávez en las elecciones de diciembre de 1998 fue la llave que abrió la compuerta al proceso constituyente. Como consigna principal de su maratónica campaña iniciada desde la misma cárcel de Yare, el Comandante Bolivariano convertía en realidad una promesa y una política que constituiría en corto plazo el despegue del camino revolucionario. Jurando al tomar posesión del cargo de Presidente de la República sobre “la moribunda” Constitución del 61, Chávez llamó a Constituyente.
1992 es una explosión histórica cuya espoleta fue activada el 27 de febrero de 1989. 1999 quedará en la gloriosa historia nacional como el momento de despegue de un poderoso proceso revolucionario que diez años después involucra a todo un continente.
Mi padre me lo dice con verbo sencillo y contundente: “Este hombre nos abrió los ojos, y ya más nunca los volvemos a cerrar”. Y yo le agrego: tenemos que jugárnosla completa. Con Chávez en ristre y venciendo, por la gloria vivida y las victorias por venir.