Uno debería estar escribiendo sobre las conexiones de la mafia mayamera con el escualidismo venezolano, sobre los articulistas pinochetistas de Notitarde o sobre las ilustradas reflexiones del bobolongo dueño de El Nacional, sobre todo las que en su nombre redactan Sergio Dahbar y Simón Alberto Consalvi, consagrados señores del juego sucio anónimo y de la propaganda que tiene completamente disociado a más de un disociado.
Sencillamente uno debería andar en eso, y no respondiendo esos artículos sin sustancia, sin forma, sin ley natural y sin gas atribuidos a la firma incolora de Vladimir Villegas; es más, su sólo nombre no debería generarle preocupaciones a mi amigo de adolescencia Yoel Pérez Marcano y a mi pana de banda callejera Oscar Camero, pues las diferencias, los señalamientos contrapuestos respondidos públicamente son de por sí un sublime gesto para agradecer eternamente.
Yo gozaría de lo lindo respondiendo por este mismo medio a un José Sant Roz, a Luis Britto García o a un Roberto Malaver. Pero nada que ver compatriotas, no llego a ese extremo nivel, primero porque para contestarle a Sant Roz, por ejemplo, se debe tener una historia ya ganada de sádico exhibida en una serie de Vale TV, y para responderle a Luis Britto hay que esperar una próxima reencarnación y ligar que su nombre también coincida con el nacimiento aventurero de otro Freddy Martínez.
Pero gastar la porción de tiempo infinito que Dios le ofrece a uno en Vladimir Villegas es un acto villano; una autoflagelación; es como comprarse una habitación en Auschwitz en 1940, aun conociendo de sus cercanas consecuencias.
A este periodista asimilado al “periodismo equilibrado” tipo Venevisión y de los licenciados de la UCV y la UCAB hay que dejarlo esperando con la réplica, porque detrás de ese discurso sin sabor e incoloro que monta en sus escritos hay un elemento de permanente provocación, propio de un muchacho necesitado en llamar la atención para que sencillamente le paremos bolas y participemos en ese drama personal representado para él en ser o no ser, estar y no estar, brincar o no brincar.
Podemos estar de acuerdo, sin embargo, en que a este compañero debemos ayudarlo a conseguir su norte, su paz interior, su camino existencial; dejándolo tomar sus cervezas relajadamente junto a su novia de Unión Radio creyendo que el centro del mundo está en Las Mercedes y que las mujeres más bellas del planeta son las sifrinas de Caracas.
Si nos ponemos a ver, Vladimir Villegas es el nombre más citado y más bombardeado por quienes escriben en esta página; mereciendo aporrea un elemento de más linaje, de más alcurnia, de más talento periodístico como se dice en el lenguaje común, porque con tanta contesta replicada le estamos dando el rango de serio disidente; rango ganado para la historia de la humanidad en tipos como Herbert Marcusse en la época del Mayo Francés; de Milan Kundera en los años de la Primavera de Praga y de Reinaldo Arenas en los primeros momentos de la Revolución Cubana.
Pero yo sostengo que el asunto Vladimir Villegas no da para analizarlo desde la política. Soy del parecer que el origen de toda su molestia, su “disidencia” pues del chavismo, es él mismo; o sea es psicológica. A Vladimir le molesta su génesis. Su propio nombre Vladimir Villegas le hastía. Como a Dorian Grey le molesta el cuadro que tiene pegado en una pared de su habitación.
Ahora, para ayudar al compañero, primero debemos entender su problema, como lo recomiendan los expertos en estas cosas. A Vladimir le hace falta dar el salto que lo catapulte hacia otro centro que no sabemos si es Madrid, Miami o Nueva York. Necesita él sacarse de encima ese centro sólidamente referenciado creado desde su adolescencia, que no es otro que la Moscú del partido comunista. El ser o no ser de Vladimir tiene varios años en tránsito, trasladándose de una estación a otra pero negando la última parada.
Por supuesto que tal proceso no es fácil ni para él, para quienes lo conocieron, ni menos para quienes se acostumbraron a verlo como alto funcionario del chavismo. Por eso cada insípido argumento, reciclado y maquillado del discurso oposicionista tradicional se percibe como una provocación narcisa que tiene como objetivo fastidiar al auditorio bolivariano sólo para llamar la atención.
Pero viendo el lado positivo de las cosas, es una buena señal que en ese tránsito evolutivo haya conseguido un compañero de viaje en Henri Falcón. Hasta físicamente se parecen. Tal vez ambos consigan diseñar un programa político acorde a las aspiraciones futuras del pueblo venezolano, ora para poner a raya al proyecto castrocomunista del chavismo, ora, para entre tragos de buen miche cubirense, decirle a sus amigos neoliberales que no sean tan neoliberales.
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