Hoy me encuentro sorprendido meditando sobre la palabra, si, la misma que nombra y expresa y dice e inscribe garabatos en forma de letras o signos o sonidos, marcas en el aire, el cuaderno, en el papel o en la superficie virtual, lo mismo da, la palabra que averigua por si misma qué somos o quiénes somos, busca lo que hay fuera para apresarlo dentro, la palabra palabra con sus tres sílabas, con aes que en nuestro idioma tienen una sonoridad extra-ordinaria, un sonido y una cadencia pulsados desde el vértice de un lápiz que escribe e inscribe nuestros latidos, hace reflotar estos signos, sonidos callados que avanzan sigilosamente para seguir adelante, recogen la luz del día o del cielo o las sombras de la noche, se apoderan de silencios o de murmullos que habitan el mundo para traspasarlos a otro ser, se impregnan de las palpitaciones de órganos nuestros, de las pupilas de nuestros ojos, de los sonidos que entran buscando otros sonidos y otros aromas circulando por el olfato, e ir asi a verterlos en estos garabatos antiguos en abecedarios donde depositamos los anhelos del ser. A tantas cosas aspiran, a tantas que en su completa fragilidad llegan a estar rebosantes de firmamentos despejados o pletoricos de nubes, respiraderos de hojas verdes, pétalos irisados; atrevidas, las palabras surgen de nuestro pulso como si en verdad estuvieran repletas de una verdad tan completa que sería imposible decirla del todo, y en esa imposibilidad vive su mayor certeza. Llenos de esa rara aspiración los vocablos viajan como si siempre fuesen pasajeros de primera, entes con un destino cierto e irrefutable. Pero ello no es del todo así, pues la palabra más bien se sienta al descampado, u ocupando un lugar humilde en el tranvía de los seres desgarrados, para arribar luego al pueblito de nuestra intima infancia. pobrecita, nos decimos, o pobrecitas palabritas que apenas nos alcanzan para desayunar, el resto del día las andamos buscando porque nos hacen falta para completar el alimento de los pájaros.
Pero a veces también la palabra se interpone entre nosotros y el mundo para que veamos las cosas más claras; o nos muestran su claridad para que veamos la oscuridad del mundo. La palabra nos mantiene en su dominio y nos protege por cierto tiempo y luego nos deja a la deriva para que soportemos el espesor de cuanto vemos o palpamos, nos inicia en el arte de ver y luego nos deja libres para que podamos atisbar la magnitud de lo desconocido.
Es curioso cómo mueven las palabras nuestra lengua física, cómo vibran dentro de la boca y emiten sonidos que van al oído de otro y ese otro puede interpretarlas y comprenderlas a su modo, y en esa fugaz comunicación el ser humano despierta de sí mismo y se introduce en una nueva perplejidad, y éstos son capaces de hacernos sobrevivir a diario debido a la persistencia con que se dicen o por cómo van de aquí para allá en el vaivén de lo cotidiano dentro de una temporalidad ciertamente no verbal, atada a nuestra cabeza por invisibles hilos de palabras dichas y no dichas, expresadas u ocultas, diseminadas a través del aire mediante entonaciones surgidas de las cuerdas vocales hacia el espacio externo, donde este las recibe como si fuesen aleteos de algún pájaro aun no visto, por algún animal que vuela o se desliza entre la grama de los jardines o las riberas de algún rio, algo que surge como un manantial inagotable dentro de la realidad, o como quiera que se llame ese trozo de mundo que a diario se nos ofrece como una posibilidad de encantamiento, o de certeza de ver arribar cosas, pues las certezas sin misterio no lo son, y los encantos vagos tampoco merecen tales calificativos. De este modo las palabras se encuentran entre estas dos zonas, entre estos dos territorios de asombro que se van despejando a medida que la palabra avanza en medio de bosques de significados y símbolos, imágenes y emblemas que van constituyendo un rito no digamos secreto, sino más bien oculto, cuyo significado completo no se ofrece al entendimiento, sino que avanza por partes, va a tientas por el territorio de una tiniebla cariñosa que poco a poco se va haciendo dócil mientras avanza en su noche y en su madrugada, hasta alcanzar finalmente el alba que le corresponde, un amanecer que cunde por todo el paisaje de la memoria y va sembrando retoños de auroras; entonces el espíritu se subleva, se enaltece y se abre a una nueva dimensión, a un espacio donde resuenan músicas y se tañen cuerdas cuyas armonías parecen infinitas, pero en algún momento quedan detenidas en medio del ser, del viviente temporal asomado a su verdad, a su momento clarividente.
La palabra tiene entonces esa misión de engendrar mágicos trozos de verdades flotando perdidas desde el inicio de los tiempos, y ella corre a apresarlas como si se tratara de joyas olvidadas de la creación, planetas girando en orbitas de un universo coagulado, como una insistente materia pegajosa que desea conversar con los seres que habitan la Nada, la gran masa ignota de donde todo surgió. La palabra, la Desnuda Verba sigue su camino hacia los intersticios del universo y la palabra marcha tras ellos como una loba cuidando de sus cachorros, como una madre tratando de proteger a sus hijos perdidos.
Qué gran espectáculo ese de la materia frágil de la palabra pretendiendo averiguar el gran secreto a sabiendas de que jamás lo encontrará, que no puede descifrar sino apenas una pequeña parte de ese logos, una ínfima molécula de la elocuente mudez de lo palpable, de aquello que esta allí en el centro de las piedras cuando un rio las acaricia, o semejante a una gaviota cuando desciende suavemente hacia las olas del mar buscando el pez que ira a procurarle la vida.
Es estas cosas breves habita la palabra como si estuviese acurrucada en un rincón del cielo, o confundida en el periplo de una nube viajera que cambia a cada momento de forma con las ráfagas de viento, o cuando el aullar de ese viento se introduce entre los arboles concitando el espectáculo de la música de la naturaleza, y ella escoge su azar para introducirse en los sentidos de lo humano; entonces se asoma como un gran verbo encantado en el costado más sensible de una montaña, o de un verdor atardecido, coronado por el rocío.
La palabra también penetra los intersticios del cerebro para depositar allí una semilla de clarividencia, a objeto de hacer que lo humano se convierta en un gran objeto cognoscente que tiembla al toparse con un misterio; se irisa de sabiduría cuando tiene frente a sí un gran enigma y la solución a éste es el propio enigma; la palabra sabe que su responsabilidad es convertirlo en un nuevo cuerpo indescifrable, el cual a su vez va a engendrar otro nuevo arcano que se expandirá en la mente del oficiante cuando esté a punto de darse por vencido: el verbo estará ahí para redimirlo de su finitud y bendecirlo en la ingrimitud de su voz, ya apaciguada y zambullida en fresca agua que ha calmado su sed. La palabra se regenera, empolla las silabas y las vuelve infinitas, eyecta sonidos dulces de música sagrada, y la música va al encuentro del Máximo Creador; la palabra se desplaza sigilosa y en cada paso suyo se erige un arco iris y de cada respiración surge una aurora fresca, para luego dirigirse al vacío interestelar, allá, donde crujen los silencios o donde bostezan las constelaciones, la palabra marcha tras esas figuraciones deseando ser hija dilecta de la creación, como en el proemio bíblico que le dio la responsabilidad de ser en el principio verbo fundador de todas las cosas. De allí la gran responsabilidad de la poesía.
El elegante tañido de la lira se une a la sublime voz entonada para celebrar la vida por ser vida, y al mundo por ser mundo, y todo ello implica una alegría que contiene en sí misma la verdad; el humano se vuelca en la celebración de lo que ve o siente, nosotros saboreamos o palpamos, intuimos o atisbamos, somos privilegiados de poder ejecutar tales actos sencillos, pero a veces ellas se alejan de nosotros, se nos ocultan cuando no sabemos cribarlas. Elegimos los mejores rincones para ocultarnos, como en imágenes sacras o cuevas lejanas, nos refugiamos en dioses para que éstos puedan cumplir con su misión de redimirnos, más allá de la vida y quizá también más allá de la muerte.
La palabra se irriga a sí misma y nacen y nacen otras y otras palabras y de estas otras que son los libros, la literatura, los poemas y relatos que son salvación para el hombre, las ideas que convertimos en filosofía y nos hacen volver la cara al espejo del logos, en cuyo fondo nos aguardan latencias para que advirtamos en esos azogues los infinitos rostros del existir, los asombros del ser que investiga la historia del espíritu desde que es espíritu, el mundo desde que es mundo, a todos aquellos que tenemos a la palabra como herramienta que nos procura un consuelo sagrado, ellas nos toman entre sus brazos como si fuésemos criaturas inermes.
Las palabras que llevamos guardadas en las gavetas de la memoria, las silabas que llevamos tatuadas en los recovecos internos de la cabeza, los libros una traemos almacenados en el recodo interno del ser, son memoriosos prodigios que nos podrán salvar del odio, de la infamia de la guerra y de la violencia, porque el amor se desarrolla y vuela mejor en forma de palabra. Cuando llegan esos días en que desfallecemos por tantas cosas terribles, o porque algo melancólico nos inunda o alguien nos ha abandonado; cuando el ser amado se ha marchado a la tiniebla ignota, aparece entonces la palabra en los labios del amigo, aparece el verbo como la hostia redentora, aparecen las vidas novelescas que nos hacen sonreír de ternura, o los poemas que ponen nuestro corazón similar a un trozo de nube que desea relucir sobre todas las cosas; entonces comprendemos que ella nos ha servido para mostrarnos el rostro de lo trascendente o lo sublime, de la verdad que ha estado ahí siempre en forma invisible, o agazapada entre la sangre que corre por nuestras venas; entonces todos nos abrazamos como niños en el jardín del edén, cumpliendo nuestro destino de seres verbales, como su alguien en algún lugar nos invitara a tener la certeza de volver a nacer.
Cuando son mal empleadas, las palabras se vuelven contra nosotros, cuando se usan para negar al ser, triplican su poder y se clavan en nuestro pecho impidiéndonos respirar, el ser es víctima de sobresaltos cuando descubre la falsía del verbo nefasto.
A menudo, pudiera pensarse que la antítesis de la palabra es el silencio, pero la palabra suele estar dotada de sus propios silencios, y entonces los silencios aparecen en ella como si desearan acosarla para que, llegado un momento, pueda erguirse otra vez; ella pudiese tener bajo su piel silencios sucesivos que desaparecen aun cuando ella se presente desnuda en escena, cuajada en silencios que construyen un nuevo fenómeno, pues se trata sobre todo de pausas entre palabras y vacíos, entre un verbo sublime y otro impronunciable pero sin sustituirse a sí mismos o al otro, como tampoco podrá hacerlo la imagen visual directa o producida por el arte pictórico o la fotografía, lenguajes que parecen explicarse por si solos, cuando en verdad no pudiera aplicársele a estos una simple teoría que los justifique, pues en el fondo estaban hermanados con la palabra, todos ellos nos llevan en su misterio, aunque busquemos analizarlos con la razón o mediante procedimientos lógicos. En ellos siempre hay algo que se fuga, algo que pertenece a los dominios del Padre Azar, quien es al fin y al cabo quien gobierna los fenómenos acaecidos en la existencia o los acontecimientos cotidianos, grandes o pequeños.
El Padre Azar camina en zigzag, da pasos hacia atrás y hacia los lados simultáneamente, nada ni nadie puede prever cómo será su avance definitivo, y esto sella la naturaleza del existir; el azar da virajes tan inesperados que pueden cambiar el curso de la Historia; el azar entra en el acontecer humano como una centella, un silencio o una palabra para transformar cualquier hallazgo científico, humano o tecnológico, y así asestar un golpe radical al acontecer que se pensaba seguro o previsible. Entonces la palabra puede surgir pronunciada o plasmada en papel, pulsada en teclas o en pantallas. pero siempre el azar nos informa de lo maravillada que puede estar la vida. No hace falta entonces inundar la palabra de nuevos silencios ni de mudeces obsesivas (falsos misterios) y mucho menos de pirotecnias verbales o adornos manieristas para que ella busque su lugar en la amplia red del mundo, tanto en las relaciones de movimientos visibles como en los átomos y moléculas que la construyen en el micromundo, el cual tiene su correlato en el espacio interestelar. Ahí la palabra nombra lo invisible e intocable, a lo orgánico del planeta y sus seres acuáticos, terrígenos, aéreos o celestes. Porque ahí la palabra toma entonces el espíritu de los seres que la nutren y la configuran.
Hemos visto por obra de la cultura que la palabra puede volverse lenguaje o idioma, jerga o dialecto, gramática o semántica, o puede configurar un pensamiento propio para cada pensador o creador, religiones o países, pueblos o estados, puede volverse ley o sistema, o instrumento de poder, y pudiéramos decir que ella es el mayor monumento de lo humano, es su mayor creación, pues sobre ella se ha construido el cimiento de aquello que entendemos por civilización. Bajo diversos idiomas y lenguas, cánones o raíces lingüísticas distintas, la palabra ha viajado de pueblo en pueblo y de geografía en geografía buscando trazar una correspondencia entre culturas, un dialogo afanoso que pueda redundar en comprensión; pero no siempre ha sido fructífero, pues muchas veces anhela convertirse en lengua dominante que impone determinados patrones para sojuzgar; sin embargo ahí permanecen sus peculiaridades significantes, sus cualidades o especificidades idiomáticas para mostrar sus legados, sus símbolos o mitos, sus apotegmas que van desde el elemental refrán hasta el constructo más complejo de determinado idioma: su oficio y su espiritualidad empeñados en depositar en libros aquello que ha atravesado secularmente su espíritu. En la guerra o la paz, en el combate cuerpo a cuerpo o en el dulce reposo del cuerpo en el espíritu, ha estado la palabra fraguando y expresando el paso de los días con sus afanes, sus logros y derrotas, pero siempre ahí, erguida en su sencillez, en su naturaleza prístina, la palabra surge por encima de todos nosotros para indicar su rotundo compromiso aun en medio de su fragilidad, ella extrae fuerzas de su íntima humildad para expresarnos sus más rotundas iluminaciones, tal el caso de la poesía, la cual cuando es elevada o suprema indica el camino hacia las grandes verdades, o tal vez no necesita buscarlas porque ya las contiene y su máxima aspiración es hacerlas ver.
Digamos entonces que la poesía no requiere de análisis racionales y tampoco mantiene relación estrecha con el logos, pues su conocer viene ya implícito en su depurada diafanidad expresiva. La palabra de la novela, en cambio, se encuentra ubicada en la relación del ser humano con su sociedad o con el origen convivencial de donde proviene, con sus avatares históricos o sociales que subyacen en ese corpus societario en toda su complejidad, el cuento y la novela nos narran estas circunstancias de la lucha del ser humano con su entorno y sus semejantes, con su paisaje y su esfuerzo por construir leyes, modelos y sistemas civilizatorios que puedan conducirla a un común bienestar; o bien se interna por los vericuetos de la sensibilidad, como bien ocurre con la novela romántica o con la novela existencialista, y cuando ello no ocurre entonces procede a realizar la crítica de éstos entornos para ofrecerla al tiempo donde se desarrolla, y también como testimonio legado a otras generaciones, de cuanto ha ocurrido en el suyo.
En el cuento, la palabra se comprime y se hace esencia de acción; en la novela hay más amplio desarrollo narrativo capaz de asumir descripciones de ámbitos, geografías, paisajes, costumbres, diálogos y conversas, todos tiznados con el peculiar estilo de cada autor en cada continente o país, y bajo una modalidad conciliadora que nos permita sembrarnos en la lectura de los autores y comprenderlos más allá de sus idiomas y de sus peculiaridades sociales. Por ello decimos que la gran literatura es siempre universal, pues nos permite reconocernos y sentirnos como especie, más allá del lugar de nuestro origen geográfico.
En el periodismo y la critica la palabra intenta clarificar el momento histórico social y su problemática respectiva, haciendo uso de un verbo circunstante, directo, claro, que pone a prueba al escritor relacionando sus verdades en progresiones de la mente, en un futuro o en una zona paralela, en una otredad que puede estar fundada en las alteridades del individuo, en sus progresiones espaciales o temporales y también en sus anhelos de superación histórica o en cambios radicales de sistemas sociales; o bien muestran las partes tétricas o pesadillescas del ser humano cuando éste se atreve a retar a su entorno de símbolos, instituciones o valores establecidos. En todos los casos, la palabra mantiene su misión de reconstruir la realidad; en el caso de las obras fantásticas, la palabra se desliga de la circunstancia inmediata y opta por las realidades oníricas u utópicas, siniestras o abismales; el autor-lector pone a funcionar sus dones imagináticos para ir mas allá del tiempo real a confrontar las fuerzas de la naturaleza, a los dioses o a las fuerzas que no comprende bien o le están vedadas, y entonces se produce ese gran salto hacia el fantasma, es decir, hacia el yo desdoblado en muchos que adquiere formas distintas, tétricas o sobrenaturales, monstruosas o sublimes, ficciones de la mente pura que optan por nuevos espacios y nuevas tentativas de explicar al ser no por lo que realiza o hace, sino por lo que sueña, imagina o desea.
En la filosofía los rasgos de la palabra suelen ser distintos: esta se acopla a las ideas, a las argumentaciones tejidas por la razón, la conciencia o la lógica, mediante planos sucesivos de conceptos que construyen categorías fijadas o guiadas por las palabras del filósofo o por su estilo literario a convencer la mente intelectual del lector, a armar hipótesis y a sostenerlas en un constructo lingüístico sistemático donde se manejan contextos históricos, ideológicos y culturales complejos, pudiendo crear incluso nuevas palabras que pueden generar otras figuraciones del mundo y de los fenómenos acaecidos en él, tejidas sobre todo al calor de las ciencias, de una episteme o de una metafísica, de un pensamiento analítico que puede ahondar en lo psicológico, lo ético, lo lógico o lo espiritual y tejer un discurso intelectual, fenoménico, moral o teológico, lo mismo da, la palabra filosófica se yergue como domadora de tales conceptos y los disemina por el entendimiento del lector una vez ha sustentado su edificio de ideas bien argumentadas o planteadas, donde es necesario crear nuevas palabras para comprimir de modo más exacto sus sistemas de pensamiento; muchos de ellos constituyen formas de pensar y de concebir el mundo por largos periodos históricos, de donde las ideas pugnan a su vez por salir para acercarse a lo futuro, y en muchos casos pueden constituir formas de pensar que marcarán a toda una época o a diversas tendencias de pensamiento en un momento determinado de la historia. La palabra en la filosofía dialoga o rectifica a otras filosofías anteriores y las refuta o contemporiza creando filosofemas nuevos, es decir, categorías cognitivas en cada momento socio político y las coteja de modo permanente con su época, de lo cual también surge la palabra remozada con las aportaciones adquiridas de aquellos pensadores, entrando en dialogo con la literatura de creación y las ciencias, ámbitos donde puedan ventilarse las ideas mediante personajes, ambientes o paisajes y pudiendo mezclarlas con elementos sociológicos, psicológicos o científicos que puedan haber influido en la mentalidad de cada época haciendo las respectivas críticas, que devienen luego en estatutos de cualquier filosofía que se precie de tal. Las palabras en la filosofía tienen, pues, una carga inmanente en su tentativa continua de comprender el mundo o la realidad. Otro tanto ocurriría con la crítica de arte, cine o literatura donde esta disciplina realiza valoraciones de obras artísticas para mostrarlas de modo público a los ojos del lector o del espectador, quien toma en cuenta estas ideas y asimila muchas de ellas para sí, aceptando unas o desechando otras, pero al fin el lector, al sumirse en el orbe de ideas de la palabra filosófica, se convierte en si mismo en un filósofo activo, en un pensador pues las ideas se presentan en este caso como un océano amable de pensamientos en constante movimiento, dentro de un fluir inagotable de la mente y del corazón humanos.
La palabra en la literatura alcanza quizá su plena libertad, pero esa libertad no sólo le pertenece a la literatura, pues en el fondo ella es ante todo el piso, el basamento de otras obras que pueden ser musicales o plásticas, teatrales o fotográficas y pueden dar fe de una prodigiosa imaginación y de su capacidad de relacionar las distintas artes para llevar a cabo un compendio asombroso de la creatividad humana. En este sentido, advertimos que la palabra es la responsable de tejer esa permanente red de relaciones para que pueda haber una respuesta a la insaciable sed humana por comprender o celebrar la existencia, a la par de sugerir o proponer nuevos modos de relacionarse.
En pleno siglo XXI la palabra vuelta literatura tiene esa responsabilidad de ofrecer una propuesta digna de subvertir los órdenes dados, a fin de construir un diálogo planetario que ofrezca una posibilidad de salir del caos global, del clima de guerra y destrucción que puede tener consecuencias nefastas e ilimitadas para toda la humanidad, más allá de los gastados discursos de la demagogia política. Además de ello, la palabra también corre el grave peligro de ser arrasada por signos engañosos, por la imposición de las redes telemáticas que de una u otra manera intentan aplazar el lenguaje escrito, pretendiendo convertirlo en un sucedáneo de aquellas. Si ello legase a suceder, el ser humano entonces sufriría un retroceso cualitativo que le impediría comprender mejor al mundo y en consecuencia lo alejaría de sus orígenes y de sus fuentes animales o vegetales; o quizá lo sumiría en una tara progresiva signada por la indiferencia, la apatía, el conformismo o la ignorancia, con lo cual tampoco podría merecer el calificativo de humano, pues degradaría al ser en si intimidad, tendería a volverlo un ente cruel y egoísta instalado en el caos; entonces el mal se apoderaría de sus sentimientos y pensamientos y ya no habría la opción de sembrar un bienestar universal, una paz o una armonía.
En el ámbito de la crítica, el lector docto se vuelca sobre el texto literario a la manera de un buzo que otea en lo profundo de la obra, a fin de observar su naturaleza y de ofrecerla a otros lectores; en cualquier caso, para sopesarla de modo justo o equilibrado, y así el lector o autor puedan tener juicios equilibrados de su razón de ser. El examen crítico de las obras y la conciencia del lector conforman la lectura pública del legado escrito. Tales consideraciones también pudieran valer para los casos del arte, música, danza, arquitectura o cine cuando estos1 arriban a la órbita interrogativa de las palabras.
Por supuesto, también hay las palabras que se quedan rondando un rato por los vericuetos de nuestra mente, palabras que deseamos decir y no podemos, nos arrepentimos de ellas y no las pronunciamos, las sustituimos por sílabas mudas o apenas las rozamos, mientras conseguimos otras más apropiadas o más exactas (eso nunca lo sabremos), pero en todo caso son palabras que se quedan rezagadas en la boca, se quedan colgadas en la punta de nuestro lápiz o bolígrafo o suspensas entre las teclas de la máquina de escribir o el ordenador o el teléfono, proceso que también puede cumplirse en la escritura, mientras nos decidimos emplearlas. El cerebro cumple aquí una operación que dura quizá milésimas de segundo; el cerebro se pone en comunicación con otras de sus circunvoluciones, tales palabras no pronunciadas o sustituidas permanecen en una zona que puede ubicarse entre el pensamiento, la duda o el miedo, el temor a herir o a un ser querido; palabras de rechazo o acercamiento, pero en todo caso palabras que van y vienen, nos recorren de lado a lado y al fin se quedan por allí ocultas hasta que desaparecen; sin embargo tales palabras también tienen un valor para nosotros porque un día aparecen en medio de la soledad de nuestro cuerpo mientras nos atrevemos a pronunciarlas, hablamos solos o con nosotros mismos, y ellas recobran parte de su sentido.
Pongo como ejemplo de este examen sobre un examen este ensayo, escrito sobre la palabra utilizando palabras, es decir, un texto que se vuelca sobre sí mismo como si se tratara de un autoanálisis, razón por la cual no tendría la suficiente distancia para mirar objetivamente el asunto sobre el cual trata, cuando en verdad su intención es otra; averiguar las motivaciones internas de su tema, abrirse a un campo de interpretación donde participa su autor como un lector de su propio quehacer, valorar su ritmo sintáctico y su simetría formal como si se tratase de un texto de otro autor, o más bien de una persona con numerosas máscaras que ignora las causas que lo mueven a hacerlo, en este caso un ejercicio de hermenéutica a través del cual su autor puede llegar a la experiencia de los limites, cuando el ritmo interno del texto y el desenvolvimiento de sus ideas pueden llegar a revelar al propio autor aristas inusitadas de su oficio, o de su pasión. En cualquier caso, el resultado sería un reto, un tour de force, una presión que se ejerce desde el interior del texto para que este pueda tener algún brillo, un fulgor que alimente el espíritu o el intelecto del ejecutante.
El caso del escritor –y del poeta en particular—a menudo identificado como escritor por excelencia, se ha identificado como el portador de los valores esenciales de la palabra cuando ésta es capaz de sopesar su circunstancia, su azar y su vitalidad, cuando el verbo se torna regenerador y se proyecta en la conciencia del escritor-lector sin que haya una diferencia esencial entre ambos, pues el verbo integrador del poeta se despliega en las dimensiones más inusitadas; más en sí mismo el poeta como tal no posee virtudes especiales ni cualidades extraordinarias; solo que su arduo trabajo con el lenguaje lo ha llevado a experimentar las cosas y a percibir los fenómenos del mundo de modo más completo, talvez, que los de una mente ordinaria, en el caso de que esta exista. El creador de mundos literarios construye versos sugestivos que pueden encajar en la realidad del lector en cualquier tiempo o espacio, logrando su motivación como uno de los logros centrales del arte, en cuanto a su trascendencia en el tiempo.
En su fuero interno la palabra tiene esa recóndita posibilidad de tejer mallas magnéticas dentro del ser, colarse entre las hendijas del corazón o el cerebro para articular desde allí nuevos mecanismos de comprensión y afecto, de concordia y amor que son los ideales máximos que ha podido intentar el ser humano en toda su historia.