Hace un siglo, el 3 de junio de 1924, murió Franz Kafka en Kierling, una pequeña ciudad de la Baja Austria, minado por una fulminante tuberculosis pulmonar que le había atacado la laringe. Había nacido en 1883 en Praga, capital del antiguo Imperio Austro-Húngaro, en el seno de una familia de judíos azquenazis, asentados en Europa del Este desde años atrás.
Hijo de un padre autoritario, comerciante no muy proclive a las artes ---cuya figura castradora y poco amistosa se conocería en los textos lapidarios de Franz---, y de una madre culta, rica, educada en ambientes jubilosos y amables con artistas bohemios y escritores famosos, el joven y sensible narrador tuvo conciencia de su adhesión definitiva a la literatura desde antes de llegar a su adolescencia. En las primeras décadas del siglo XX fue el único varón (sus hermanos Heinrich y George habían fallecido muy jóvenes) entre tres hermanas –Gabrielle (Elli), Valerie (Valli) y Ottilie (Ottla)-, quienes años después murieron, víctimas del horror del nazismo, en el Gueto de Lodz, las tres primeras, y la última, predilecta de Franz, en el Campo de Concentración de Auschwizt.
El joven Kafka, tímido e introvertido, había descubierto de manera precoz sus preferencias literarias tras las lecturas de obras de Cervantes, Goethe, Dickens y Flaubert. Cursó a regañadientes estudios primarios y secundarios, y demostraba muy poco apego por las devociones religiosas judías. En cambio, evidenciaba un singular entusiasmo por las ideas socialistas, sobre todo en lo atinente a la solidaridad, y por las lecturas de las obras de Nietzsche, Darwin y Haeckel.
Obligado por su padre, realizó cursos fugaces de química, historia del arte, filología alemana y finalmente, derecho, en donde compartió los estudios académicos con tertulias bohemias y actuaciones en obras de teatro. Hay testimonios del propio Kafka en los cuales se mostraba impresionado por los peligros de la llamada sociedad industrial. Ya graduado de abogado ejerció trabajos sin remuneración en tribunales civiles y penales, y luego, en compañías de seguros.
Entre 1909 y 1912, Kafka estuvo varias veces en Italia y en París, y también en Weimar, la ciudad emblemática de Goethe y Schiller. En este último año, el joven Franz tomó conciencia racional y definitiva de ser nada más ni nada menos que escritor. Fue cuando, embelesado por la necesidad de exorcizar asuntos profundos de su alma en ascuas, escribió ¡en 8 horas!, los tres centenares de páginas de su obra El proceso, una de las joyas magistrales de la literatura del siglo XX. Escribió los dieciocho relatos de Contemplación y reveló a la mira de una humanidad que aún no preveía su genio creador, la que se considera su obra maestra y una de las novelas más extraordinarias de la historia humana: Der Verwandlung, mundialmente conocida como La metamorfosis, y que según las versiones perfeccionistas del lenguaje “correcto e inclusivo”, ahora se llama La transformación.
En 1918, a sus 35 años, el pobre Kafka recibió una pensión debido a su enfermedad pulmonar, y esto le permitió dedicarse a lo que más apetecía desde su primera juventud: escribir. Su genio creador, tan cercano a Rimbaud, pero también a los pioneros del existencialismo como Sartre, Camus y Simone de Beauvoir, lo llevó a escribir pequeñas grandes obras donde cada lector termina indagándose siempre a sí mismo. Y son textos calificados como fragmentarios, como El castillo, La condena, El fogonero, En la colonia penitenciaria, Un médico rural, Informe para una academia, Un artista del hambre, y los que se conocieron póstumamente como la Carta al padre, Cartas a Milena y Cartas a Felice, a los que debemos agregar sus abundantes diarios, epístolas y fragmentos de narraciones, que en el preámbulo de su fin, había pedido a su amigo del alma, Max Brod, los quemara, a lo cual éste, de manera brillante, no pudo ni quiso acceder,
Franz Kafka, un ser humano como cualquiera de nosotros, obsecado por mil demonios literarios, anegado de angustias, complejos, miedos y ansiedades descomunales; malogrado cónyuge, fulgurante amante platónico y monstruoso y bello insecto de los burdeles con “mujeres sucias, mayores y de muslos ajados”, según testimonio de su amigo Brod, dejó para la posteridad una obra literaria excepcional, reveladora y deslumbrante, la cual sigue asombrando a millones de lectores en todos los idiomas, algo que nunca soñó, pero que en la dimensión donde se encuentre le estará llenando de inconmensurables satisfacciones divinas, porque ya no pueden ser humanas, aunque debieran serlas.
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