Empecé a participar de la militancia social en la década del noventa, como muchxs de mi generación. El voto verde y los sucesos del filtro nos impactaron fuertemente. Luego vinieron las ocupaciones estudiantiles del 96, las radios comunitarias, la lucha contra las privatizaciones, los centros de estudiantes, la crisis del 2002 y las huelgas.
Lxs zapatistas lanzaban sus palabras, los Sin Tierra invitaban a sus espacios de formación política, Bolivia ardía defendiendo el agua y la vida, Argentina temblaba con lxs piqueterxs, los presidentes eran tumbados y el neoliberalismo puesto en jaque. Me crié en una vida política rodeada de varones; también de muchas mujeres pero que por lo general hablábamos poco y bajito.
El feminismo me llego más tarde de lo que me hubiera gustado y viendo hoy a las compañeras más jóvenes les envidio su desfachatez. Me crié bajo el lema de la lucha de clases y luego tuve que escuchar hasta el hartazgo que el feminismo es una ideología pequeñoburguesa, que la diferencia entre hombre y mujer es la misma que entre tener o no tener lentes, lo cual me ofende doblemente porque tengo una miopía de siete.
En la mayoría de los casos hemos elegido no poner énfasis en debatir con las concepciones más dogmáticas de la izquierda. Pero a esta altura creo que escribo más por necesidad vital que por racionalidad estratégica, ya aprendí que lo primero como motor siempre es más fértil. También, porque no para de sorprenderme la resistencia que genera entre los compañeros este momento de lucha de las mujeres.
Sé que ven cuestionados sus privilegios, sé que han naturalizado su poder y que la masculinidad dominante en la que han sido acunados y criados es como una especie de anteojera. Sé de los hábitos de la militancia a los que están acostumbrados, en donde ellos marcan las prioridades, construyen los marcos generales y nosotras hacemos ajustes tácticos y las tareas operativas de todo de tipo, desde que haya comida hasta escribir las actas. Y en muchos casos todavía hay mujeres en sus casas cuidando y criando a sus hijxs mientras ellos militan 24 por 24 como si no los tuvieran. A pesar de entender todo lo anterior, igual no pierdo mi capacidad de asombro ante cada bloqueo y cada insistente buscarle el pelo al huevo.
La anteojera que no quieren o no pueden quitarse también está tejida por variados dogmas, un sistema de ideas cerrado que se puede aplicar a la realidad, aunque ésta grite desesperada sus inesperados, sus transformaciones. En lugar de mirar lo que la lucha va abriendo, repiten consignas como autómatas: ¡el sujeto es uno! ¡el sujeto es la clase obrera y punto!.
Cuando vuelvo a escuchar por enésima vez estas afirmaciones me viene a la cabeza Raquel Gutiérrez. Por suerte tenemos esas poderosas brujas mayores. Ella dice: "no es que las compañeras jóvenes no conozcan el canon (revolucionario del S.XX, el marxismo, el anarquismo), es que lo están cuestionando". Y este cuestionamiento no es solo teórico, ¡por supuesto!, es profundamente práctico.
La huelga desatada el 8 de marzo del 17 -en esa recuperada fecha icónica de las luchas obreras y de las mujeres- y la que acontecerá en el 18 es un torrente compuesto de mil ríos, arroyos y mares que desembocan en un "ya basta" común, planetario.
Atrás quedaron en América Latina los feminismos liberales encerrados en encorsetadas agendas y desconectados de las luchas sociales, para ver ante nuestros ojos la reemergencia de feminismos populares, comunitarios, autónomos, indígenas, campesinos y villeros. Feminismos hijos de las luchas de las mujeres indígenas, de las mujeres de principios del siglo XX, de las compañeras de los sesenta, de las luchas contra la dictadura y contra el neoliberalismo.
Ayer y hoy, estallan ante nuestros ojos las más variadas imágenes de mujeres poniendo el cuerpo a las más duras y estratégicas batallas. La lucha abierta por las mujeres -por las mujeres que nos nombramos explícitamente feministas populares y por las que saben de su opresión y son como nosotras mujeres en lucha- ¡es también lucha de clases! Porque desde este habitar el abajo siendo mujeres desplegamos una lucha que corroe las relaciones capitalistas y patriarcales en múltiples sentidos. Primero, porque señala la amalgama de complicidades, las prácticas de mutuo reforzamiento entre el capital, el patriarcado y el colonialismo racista en América Latina.
El hilo común que podemos observar es la violencia, el despojo por múltiples formas de nuestros medios de existencia y de nuestras capacidades políticas colectivas (Gutiérrez, 2015). La violencia que estalla en las manos de un varón en la casa es solo una muestra atroz de la violencia social dirigida, en este caso, sobre nuestros cuerpos de mujeres, trans y lesbianas, también sobre lxs jovenes y niñxs.
Y la precariedad, la violencia sistémica sobre los varones, el desprecio de la vida y de todo lo considerado femenino es su caldo de cultivo. Segundo, porque ya es tiempo de pensar las conceptualizaciones sobre la clase social de un modo más fértil. Hay ríos de tinta sobre este debate, hay experiencias de luchas contundentes en nuestro continente de las cuales aprender. El paro del 17 iluminó las diversas formas actuales de trabajo de las cuales se nutren las relaciones capitalistas para perpetuarse.
Ya desde los setenta muchas feministas vienen evidenciando el papel del trabajo invisibilizado y no pago de las mujeres en el sostenimiento del mundo de la producción (Federici, 2010, 2013; Dalla Costa 2009). También nuestro rol en el trabajo de reproducción de la vida, por parir y cuidar a lxs trabajadores que luego serán explotados en el mercado. Otras están estudiando hoy las economías populares; el trabajo y la experiencia migrante; el endeudamiento que pesa sobre las mujeres por causa de las políticas de inclusión por el consumo, deudas contraídas en muchos casos para sobrevivir y parar la olla; preguntándose qué implica para nosotras la centralidad del capital financiero hoy (Gago, 2014).
La precariedad es otra idea clave, ella nombra nuestras vidas. ¡Nada de clase media! Somos precarias con más o menos urgencia e intensidad, desde la estudiante universitaria que trabaja en el call center al tiempo que sostiene las alertas feministas, pasando por las que este mes organizamos tres o cuatro mudanzas mientras organizamos también el paro (porque los alquileres nos asfixian), hasta aquellas mujeres de la periferia de la ciudad que luchan por sobrevivir casi sin ingresos. Tercero, porque el mundo popular, las clases subalternas, son heterogéneas y están atravesadas y divididas por las construcciones de género y raza.
El imaginario político que cuando sueña la transformación sólo puede pensar en un varón de overol o un piquetero de cara tapada nos bloquea. La consigna de unidad ramplona nos paraliza, sobre todo cuando esa unidad significa "todos juntos ¡pero mando yo!". Porque también el mundo popular está atravesado por relaciones de poder y ellas favorecen nuestras derrotas. Son divisiones que fueron creadas y recreadas para ordenarnos de tal modo que nos mantengamos separados unxs de otrxs, entretenidxs en mantener nuestros míseros privilegios sintiéndonos superiores a otrxs tantxs.
Si de algo estoy segura es que la lucha feminista viene hoy para hacer temblar todo: los modos de vida, el trabajo, las formas de explotación, las formas de crear conocimiento, las formas de amar, el erotismo, la forma de hacer y pensar la transformación, ¡todo! ¿Qué pensaban, que cambiar las cosas se trata de un sólo día donde tomamos el palacio de invierno? ¿que cambiamos las formas de propiedad y todo lo demás se mantiene igual?.
Pues no, la rebelión en marcha cuestiona las más variadas aristas de la dominación y la explotación, y no hay manera de controlarla ni de fijar una rígida lista de prioridades estratégicas o reclamos fragmentados. Las mujeres vamos haciendo lo que podemos y como podemos desordenadamente, en un caos creativo que va produciendo potentes procesos de auto organización.
Procesos que no esperan al "día d", vidas que quieren ser vividas con dignidad ahora mismo, y que sueñan también con transformarlo todo, con construir desde el hoy una sociedad completamente distinta, aunque ustedes y sus lentes no puedan vernos.