En estos tiempos tan inciertos y problemáticos, en los que abunda el sufrimiento y la tristeza, debemos insistir en la pedagogía de la alegría, que es un valor fundamental del ser humano. Por ello, hay que proponerla y cultivarla. Al alumno hay que tratarlo con alegría que es el signo que acompaña siempre a cualquier tarea creadora. Hacer feliz a un niño es ayudarle a ser bueno. Si hay alegría, hay motivación, deseos de aprender. Si en los centros educativos brilla la alegría, habremos conseguido lo más importante.
La alegría afirma la dignidad y el valor absoluto de cada alumno. Si el educador no se alegra por la existencia de su alumno, en el fondo lo está rechazando y negando. En consecuencia, la pedagogía de la alegría sólo será posible si cada educador acude con el "corazón maquillado" de dicha al encuentro gozoso con sus alumnos. El maestro o profesor debe ser el personaje más entusiasta y alegre del salón. Si él está alegre, convertirá su salón en una fiesta, pero si está amargado o aburrido, su clase será un fastidio. Un educador alegre se esfuerza por apartar sus preocupaciones y problemas y se mantiene siempre positivo y cercano, con una sonrisa en sus labios. Una sonrisa negada a un estudiante puede convertirse en un pupitre o una silla vacíos
Yo comprendo la estampida de cientos de miles de educadores que han abandonado las aulas porque lo que ganan no les alcanza para malcomer o para trasladarse al lugar de trabajo, y se dedican a otras actividades más productivas o han decidido abandonar el país con la esperanza de construir fuera, para ellos y sus familias, el futuro mejor que aquí se les niega. Pero los que nos quedamos, debemos emprender una reflexión profunda para que el quedarse no sea un acto de resignación y lamentaciones, sino que sea una opción decidida que se traduzca en trabajar por derrotar la resignación y el miedo, y afianzar la resiliencia, el compromiso y la solidaridad. Para ello, necesitamos ser educadores corajudos, valientes, creativos, que asumimos la educación como un medio fundamental para producir vida abundante para todos. Estamos en la sociedad del conocimiento y hay un consenso generalizado a nivel mundial de que la educación es el medio fundamental para combatir la violencia, construir ciudadanía y lograr un desarrollo humano sustentable. Para la reconstrucción de Venezuela y la gestación de un mundo mejor, los educadores somos imprescindibles. Por ello, si bien la crisis del país ha llevado a desprestigiar y abandonar la educación, no podemos ir contra la historia y vendrán pronto días en que la educación de calidad para todos pondrá los cimientos sólidos para una Venezuela próspera, productiva y en paz. Eso va a suponer, entre otras cosas, que la opción de quedarnos en Venezuela vaya acompañada de una revalorización de nosotros y de nuestra profesión de educadores, que por supuesto, debe traducirse también en la exigencia de unos sueldos que nos permitan vida digna, la posibilidad de seguirnos formando, y realizar nuestro trabajo con entusiasmo, responsabilidad y creatividad. Si queremos acabar con la pobreza de la educación, debemos acabar primero con la pobreza de los educadores.
La pedagogía de la alegría debe impulsarnos también a convertir nuestros centros en lugares de vida, de defensa de la vida y de convivencia solidaria de modo que todos nos sintamos apoyados, valorados y atendidos. Los alumnos, en especial los más carentes y necesitados, deben sentirse en los centros educativos protegidos y queridos, de modo que quieran ir a la escuela, y que el tiempo que pasen en ella sea un tiempo grato, productivo, de amistad y que remedie alguna de sus carencias. Esto va a suponer agudizar los oídos para aprender a escuchar no sólo sus palabras y llantos, sino los temores, el hambre, la soledad, la tristeza, y cultivar palabras y gestos que siembren la valoración, la cercanía y el amor.
Atrevámonos a innovar, proponer, soñar, convertir nuestras actividades en una fiesta. La verdadera alegría, que no viene de afuera, de las cosas, sino que mana de adentro cuando se ha aprendido a vivir en la verdad y en el amor, es siempre subversiva de este mundo inhumano y excluyente. Es una alegría esperanzada, más fuerte que los cansancios y las aparentes derrotas. Esta alegría, que brota de la compasión y el compromiso, se convierte en fuerza para combatir todo lo que ocasiona tristeza y dolor, para así construir la civilización del amor, donde sea posible la felicidad para todos.