Venezuela tiene problemas que no son coyunturales, sino estructurales, históricos, tales como la inseguridad, la corrupción, la desigualdad social, pobreza, que más allá de una decisión política para combatirlos lo que requiere es, prácticamente, una acción de efecto moral y educativo a largo plazo, que involucre a todos los sectores y expresiones de su sociedad.
Lógicamente, se da por descontada la decisión política. El Estado como émulo (el ciudadano también lo es, según veremos) habrá de ir al frente, como propulsor fundamental en grueso, ramificando su accionar mediante los canales a su alcance: medios de comunicación, política educativa, corpus legal, combatiendo el delito y castigando (caso inseguridad), combatiendo la impunidad (caso corrupción), propaganda, apoyo financiero, política institucional y, entre otros, sobremanera, ejemplo propio, para las situaciones donde quepa la acción moralizante conductual. Está obligado a reorientar, por ideario positivista y humanístico, por delegación contractual, su paso propio y el de sus ciudadanos, figura a quien moralmente se debe y de quien es necesaria y hasta afectada expresión. Su trabajo es extender, ejecutivamente, la alfombra de bienvenida a los deseables valores y actitudes ciudadanos, sobre unos caminos, si aún no forjados, por lo menos señalados, según en él ya se observan como principios.
Pero el propulsor fundamental, en específico, de la nueva moralidad (nueva en tanto in situ escasea) sabemos es el ciudadano mismo, baluarte de cualquiera manifestación o estructuración política. Sobre él habrá de recaer cualquier medida que apunte a nuevos renacimientos, que apunte incluso a su reformulación moral en tanto figura humana viva in flagrante y transitoria. Porque el Estado, según contrato social, es delegación y suma de voluntades para el crecimiento y prosperidad en sociedad, según el hombre accede a perder el cuidado de su vieja y originaria naturaleza salvaje y acuerda la existencia de un ente que lo norme y ampare a cambio de su sometimiento a la ley y el cumplimiento de deberes. Mas al perfilarse el Estado de esta guisa, como eje rector pero expresión de mancomunadas voluntades ciudadanas, no hace más que preponderar al individuo como agente fundamental (como es de esperarse en una sociedad de humanos), individuo o ciudadano susceptible de ideas, agrupamientos o acciones capaces de incidir en la letra y hecho del Estado que lo regula, aunque también capaz de manchar la redacción misma del acuerdo social según su catadura moral.
Esto nos pone en el trance de comprender lo que es una verdad a leguas, suerte de clisé de todas las épocas, pero que parece olvidarse: no es el Estado ni ninguna organización política humana hacia donde ha de dirigirse el esfuerzo cambiador de mundos; es hacia el hombre, per se, gregario o en individual, quien en sumatoria arrojará el producto de conciencia esperado. Porque si una cosa es tan cierta como el componente de animalidad que el ciudadano decide perder a cambio de Estado, es su condición de conciencia, de humanidad, de entramado creciente de ideas civilizatorias. Tanto así que decimos, con la ciencia ficción, que el hombre es una figura mental susceptible de eternidad que constantemente parece lamentar su fugaz condición de ser portado en un menguante cuerpo. El hombre es mente y capacidad de cambio perpetuo, tanto hacia el futuro como hacia el pasado.
El Estado está allí, como una proyección, como aquella vieja sombra de la caverna platónica, aspirando a humanidad, a corporizar las elevadas esencias. Hará el trabajo firmado en el contrato, con todos los defectos que conocemos de los Estados, so pena de entrar en conflicto con su contraparte. Aspirará a mejorar la especie civilizatoria del hombre, y sus postulados lo obligan a dar pasos en tal sentido, requiriendo para ello el apresto y determinación espiritual de sus firmantes mismos. Pero si sus ciudadanos navegan en el limbo de la descomposición moral...
Si han olvidado en confusión los primero principios de crecimiento social y humano, estampados originariamente en la firma, y ocurre la especie de que el Estado está por encima de ellos con holgura (el único Estado que moralmente está por debajo de sus ciudadanos es el caído); entonces no habrá más que solas sombras proyectadas, sin aspiración al elevado ideal. Cualquier conato que por naturaleza social un Estado emprenda en sentido positivo estará destinado al fracaso, porque figurará la metáfora cristiana de predicar sobre las rocas o la bolivariana de arar en el mar. Se apuntará hacia conciencias petrificadas o retrogradadas que no pujarán por el parto de la idea revolucionaria o eugenésica moral, dada su discapacidad intelectual.
De la calidad moral ciudadana dependerá la proyección de principios y ejecutiva del Estado, además de su existencia. Por ellos es que cabe aquí la expresión de que los pueblos tienen los gobiernos merecidos (bueno o malo), que no a la inversa (en idea, el Estado es una elaboración moralmente elevada, al menos desde el punto de vista ilustrado). Una sociedad desmoralizada no tendrá jamás el arresto de no traducirse en la inoperancia de un Estado. Carente de luces como está, huérfana de herramientas racionales para ejercer la crítica y hacer petitorios de cambios positivos, por el contrario tentará al Estado con el contagio, con el caos y la descomposición política. Una humanidad ilustrada es garantía de sí misma, de avance en la gradación cívica.
Si un Estado se alimenta en su dirigencia de la charca donde se gesta, no es mucho el tiempo que pasará para que, como el ciudadano, olvide también los elevados principios de la firma del contrato. Se degenerará, arrastrado por el cauce, por el caos en su viaje hacia la nada. Por esta línea, si un mal día, bajo la circunstancia de ceguera descrita, dos o tres individuos deciden forjar un Estado, es decir, firmar el contrato “social” ante la buena fe de sus estúpidos coterráneos (el pueblo), se hablará de esclavismo. Huelga seguir ilustrando al respecto; téngase suficiente con la afirmación de que no hay Estados que degeneren sin su correspondiente efecto ciudadano.
Por el contrario, si una sociedad está avisada y ejerce la crítica y encauza su forma de vida propia y rectora (el Estado) por senderos de la transformación positivista, simulará una tierra fértil para la germinación de la semilla progresista, y simulará, también, esa metafórica imagen de la sombra proyectada haciéndose carne más que idea. Si la forma es que uno de estos ciudadanos un buen día pasa a Estado y sus coterráneos confían en que él se encargue de los desmanes contracivilizatorios en que ellos puedan incurrir, cumpliendo deberes pero ejerciendo también derechos (lo cual habla de la conciencia contractual), entonces hablaremos de democracia, por supuesto, siempre con el riesgo de lo que pueda comportar el hecho de confiar parte de la rectoría propia a otros. (Ya conocemos los abusos de la “democracias”, que degeneran en cofradía asoladoras de pueblos).
Y cuando el ciudadano, cabal a conciencia, se integra al Estado a través de sus múltiples expresiones sociales (grupos, comunas, organizaciones, etc.), dimana un concepto de la mayor elevación en el plano político-moral: la corresponsabilidad. Estado y ciudadano en el aparato de poder. Hablaremos de socialismo y, por ende, de una sociedad elevadamente conciente de que de su calidad y capacidad propias morales no sólo dependerá el sistema de gobierno que así mismo se da, sino su destino propio como construcción civilizante. Por esta vía hay la probabilidad siempre de que el mundo sea una constante revolución humanista, de positivo crecimiento perpetuo, guiada por hombres para el hombre; y, por ello mismo, habrá siempre la probabilidad de que el Estado ceda, mengüe o sea superado por la conciencia política de sus ciudadanos ahora ejecutores. Por esta guisa, diremos que socialismo no es letra estática o contrato eterno firmado; es un sistema dinámico humanista activado, de exploración y concatenación social inicial y de final y permanente cambio (pero un cambio estático, centrado en el hombre). Búsqueda ensayada por una elevada conciencia de hombres en acción, dándose gobierno y destino. Estado ejercido y censado por ciudadanos.
Reflexión final que servirá para volver al punto: el hombre, el ciudadano, el individuo, punto donde atacar los problemas, como los mencionados al principio. De él dimana el todo, tanto el problema como la solución. Ya lo dijimos: estas figuras unidas es lo que conocemos como conciencia social, que no es más que el criterio personal concatenado. De tal modo que cuando un Estado da el paso a que lo obliga su naturaleza ideal contractual no se afincará en la nada, encontrando en cambio el pasto incendiario del criterio para avanzar.
¿Que la corrupción y la inseguridad no se curan con iniciativas porque sí del Estado, dado que son expresiones consiguientes de profundos problemas estructurales de miseria y pobreza? Probablemente, pero ninguna medida correctora puede nacer, ni menos aplicarse, si no hay el cultivo de una conciencia gestora. Invierta el Estado sobre sus ciudadanos el mayor caudal energético en fortalecer almas, que sobre ellas guindará, necesariamente, el trofeo de la razón y la ética, que finalmente ha de obligar al bien común y propio. Somos hombres, humanos, ideas, cambios. Si es verdad que el hombre eventualmente podrá apuntar a su autodestrucción, pero como excepciones a la regla de vida. En una sociedad huérfana de Estado y en un Estado sin retroalimentación ciudadana sí que ha de prender no sólo la inseguridad y la corrupción, sino la destrucción como la suma de los vicios.
Vayamos, pues, hacia el hombre, más cuanto se comprenda que es un asunto de educación, de largo plazo y alcance, de siembra y cosecha de conciencias, mismas que, al final del camino, habrán de alumbrar el parto. El camino es socialista: es asunto de ideas, como el hombre. Es una tarea de vencer con el concurso de todos. El Estado falla cuando un indigente vaga por las calles sin ser atendido; el ciudadano, cuando la indigencia deambula en su mente, en la incapacidad de comprensión de su propio pensamiento. No es una guerra entablada contra los vicios civiles que dure un día, sino una generación, quizás varias, dado el estado inicial de la Venezuela en cambios, otrora sumida en un imperio de vicios. Sembrar conciencia y comprensión es un acto que sólo florece en la hora de la cosecha, y ello pide arrestos, tiempo y preparación (así no es difícil comprender por qué las tesis humanas que se basan en el facilismo de la animalidad humana son las que hasta hoy se han impuesto como modo de vida, dejando a la vera del camino extraoridinarios enfoques humanista pero que requieren preparación y toma de conciencia).
El Estado venezolano ha revertido situaciones de vergüenza política, como la desigualdad social, con apenas ejercer su elevado rol moral como parte contratada por los ciudadanos para velar por su bienestar: redistribuir la riqueza, proteger al ciudadano de los monopolios y amparar al débil ha dado como producto que Venezuela sea el país con menor desigualdad social en la región, según estudios de la Comisión Económica para América Latina (Cepal, 2.008) realizado sobre un universo de 18 países. Igualmente, el Coeficiente de Gini, manejado por la ONU para medir la desigualdad de los ingresos, arroja que Brasil, Guatemala y Colombia son los países más aquejados por esta llaga en el continente, colocando a Venezuela en el último sitial, lo cual es un triunfo. Es una información fácilmente corroborable en las respectivas WEB de estas organizaciones.
Pero el peliagudo problema de la inseguridad y la corrupción, que comporta una circunstancia de alcance histórico y hasta paradigmático, donde ciudadanos y funcionarios comparten el porte de una mentalidad predadora, dimana un hecho de corresponsabilidad con básico origen en la ciudadanía como cultura. De forma que no servirá que el Estado dé su esperado primer paso del compromiso moral si las masas no están debidamente sensibilizadas respecto de las lacras, ni ha prendido en ellas tampoco la conciencia de que se trata de un ejercicio de autodestrucción política y ciudadana. Real acto de arado en el mar.
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