Las diferentes corrientes liberales han enfocado sus luchas en enaltecer al individualismo como la forma más idónea a través de la cual el sujeto puede desarrollar al máximo sus facultades como persona. Los hechos históricos pudieran darle la razón a algunos de sus defensores si partimos de las aberraciones cometidas por Stalin, Hitler, Mussolini y otros que, manoseando los conceptos del socialismo y del nacionalismo, impusieron regímenes que degeneraron en formas totalitarias y despóticas de ejecutar el poder desde el Estado. Ahora bien, coloquémonos desde otra perspectiva del tema, en aquella donde parece obvio que la libertad individual propugna estadios de elevación de la conciencia, la razón y de aspectos como la moral y la ética; no obstante, debemos evaluar cuáles son los resultados al respecto en esas sociedades donde se asumen como la génesis de los preceptos políticos de la libertad. Grosso modo podemos ver que el anhelo de pensadores como Camus, Kafka, Arendt; todos, críticos y críticas del Socialismo como forma de gobierno omnímoda, devinieron en un darwinismo social en el cual no sobrevive el más apto en términos de potencialidades y facultades mentales o físicas; sino más bien quien ha logrado ganar los mayores dividendos en el sistema capitalista. La idea del individualismo lejos de la dominación, control o regulación del Estado, terminó siendo una entelequia discursiva. Se “sustituyó” una forma de dominación y se impuso otra: la de los mercados. Hoy, más que ver el cenit de una sociedad oxigenada por libertades individuales, vemos a una masa hambrienta agolpada en las calles reclamando no sólo reivindicaciones salariales colectivas, sino reconocimiento de aspectos básicos como el derecho a la vida (Irak y Afganistán), a la libertad de movilización (frontera México-EE.UU.), a un trabajo digno (Francia, España, Grecia), el respeto a la soberanía (Venezuela), al derecho de expresarse y denunciar las violaciones del Estado sin temor a ser asesinado (Colombia), a una salud digna (en Haití); entre otros casos no menos importantes en el mundo.
La histeria colectiva generada en el mundo al caer el muro de Berlín y en el cual se decretó en el olimpo de los intelectuales de derecha el triunfo de los mercados sobre las ideas progresistas; en estos momentos es una realidad en franca revisión, transformación y en casos como el venezolano, en Revolución con sus riesgos y contradicciones. En vez de mantenerse erguido por la razón y conciencia individual, vigoroso con sus ideas de libertad y democracia burguesa, el irancudo o iracunda que pateó en Berlín hasta el último vestigio de la Alemania oriental perdió su condición humana y lo quiso todo en las décadas posteriores a 1989 sin importar a qué precio debían complacerse sus caprichos de post-Guerra Fría. Uno de los grandes retos en la actualidad más allá de alcanzar el objetivo de redimir a los oprimidos, más allá de empacharnos con discursos futuristas del bien que vendrá si logramos determinados objetivos políticos, el dilema se centra en recuperar el sentido común, rescatar de las fauces de la soledad impuesta por los exaltadores del individualismo al sujeto que se quiere asumir como parte de un todo social sin crispaciones totalitarias ni mucho menos hegemónicas. La perdida de la sociedad y su sentido común, el cual nos permite discriminar lo bueno y lo malo sin relativismos oportunistas, trajo como consecuencia el genocidio de los judíos por el nazismo, la bomba en Hiroshima y Nagasaki, permitió sin complejos el ataque a la Moneda y las invasiones a Grenada y Panamá, vio y ve con indiferencia lo que ocurre en Palestina e Irak, no atisba por su ceguera una mínima contradicción entre un mensaje publicitario vendiéndonos el último grito de la moda mientras miles de niños y niñas mueren de hambre en el mundo. Al finalizar la Segunda Guerra mundial Nietzsche decretó la muerte del hombre. Sin lugar a dudas este pensador maldito tenía razones para hacerlo: la miseria y la indignación se convirtieron en “imperativos categóricos” dentro de una atmósfera pestilente a irracionalidad, muerte y destrucción de todos contra todos. Aquellos que en esos años pregonaron la libertad individual o la exaltación del triunfo de las masas, lo hicieron sobre la aniquilación moral y física de la humanidad. La recuperación del sentido común no es una mera posición existencial en estos tiempos; amerita, urge de nuestra parte ofrendar lo mejor de sí para los otros, exige a la vez mirar con finura criticidad los postulados que se nos ofrecen como incluyentes para determinar si éstos se nos proponen a cambio de perder nuestra libertad. Arendt denuncia que los culpables de las vejaciones cometidas en el mundo en el siglo pasado se debió a tres clases de personas: los nihilistas, los dogmáticos y el ciudadano común reprimido en una masa maleable sin conciencia; hoy, en los primeros años de este siglo titubeante y atacado por los relativismos y extremos ideológicos tiene en sus entrañas no sólo los vestigios de las complicidades y atentados del pasado, además tiene la frustración de un individuo que vio como sus sueños de emancipación a través del capital lo colocaron en los extremos de la enajenación y desdicha.
(*)Periodista
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