Es ya algo bastante frecuente presentar por los medios masivos de comunicación a algún encumbrado delincuente en el momento que cae detenido, y hacer de él una crítica feroz. Pero la crítica –si es que así puede llamársela– no pasa de ser una retahíla moralista y recriminatoria, recordatoria de lo que “no debe hacerse”, de lo que “está mal”, de lo “inmoral” en juego.
Ante la detención de, por ejemplo, algún capo de un cartel del narcotráfico, pasó a ser ya moneda corriente mostrarlo esposado con cara de circunstancia, dando a conocer inmediatamente, entre otras cosas, su(s) mansión(es), el modo en que vive, sus vehículos de lujo y sus anillos de seguridad como un mensaje insultante, una falta de decoro, un atentado a los principios éticos. “¡¿Cómo alguien traficando con sustancias prohibidas puede vivir con ese lujo?!”. La indignación no demora ni un instante en aparecer, y sin dudas, contagiosa como todos estos productos de la psicología colectiva, no tarda en irradiarse y dejar huella.
Incluso no sólo es ya común mostrar, luego de su captura, a algún maleante y toda la parafernalia de lujo que lo rodea; ya comienza a ser algo más o menos corriente presentarlo en cualquier momento como parte de un paisaje social natural. En otros términos: un mafioso con un buen capital ya va teniendo espacio en los medios de comunicación, los que no se casan de hacer un panegírico de su fortuna. Claro que –esa es la gran diferencia aún– la misma no es aún encomiable, no se ha ganado (todavía) el respeto del colectivo.
Y ahí viene nuestra pregunta insidiosa: ¿por qué?
Preguntémoslo de otra manera: ¿por qué un vendedor de cocaína –habitualmente un latinoamericano, nunca un primermundista (¿pero quién la vende en Estados Unidos y Europa? ¿No hay “blanquitos” en el negocio?)– es un mafioso de quien pueden mostrarse sus lujos excéntricos como un atentado a la moral pública? ¿Por qué no constituyen también un atentado a la moralidad colectiva, por ejemplo, los lujos de un fabricante o vendedor de whisky? ¿Y los de un gran productor vitivinícola? Porque ambos –el productor de whisky y el de vinos– ponen en el mercado sustancias nocivas para la salud, quizá no tan distintas de la cocaína. Lo cierto es que nunca vemos, como con el mafioso, hacer leña del árbol caído con alguna entrevista a un acaudalado vitivinicultor donde se exhiben sus “inmorales” riquezas, casi aborreciéndolo.
Todo lo cual nos lleva a pensar cuándo y por qué algo está moralmente sancionado y algo es encomiable: ¿por qué la marihuana no, pero el alcohol sí? ¿Por qué la trata de blancas no, pero la fabricación y venta de armas sí? ¿Por qué la investigación en el campo de la energía nuclear para Irán o para Corea del Norte no, pero para las contadas potencias atómicas sí?
Es obvio que las cosas dependen del lugar desde donde se las mira. Un vaso puede ser al mismo tiempo medio vacío o medio lleno. El discurso dominante, el discurso con el que se valora la sociedad, es siempre el que fija las reglas de juego. Lo cual no es sino decir que la historia la escriben los que ganan; por supuesto, entonces, hay otra historia, la no contada oficialmente, aquella de los que pierden, la de las grandes mayorías excluidas.
Hoy, el libreto de la historia lo escriben las grandes corporaciones dominantes; y nos guste o no, todos debemos bailar a ese son. ¿Por qué seguimos utilizando combustibles fósiles cuando hay otras alternativas mucho más racionales? ¿Por qué el principal negocio del mundo siguen siendo las armas? Las preguntas se podrían multiplicar al infinito.
Nadie se sorprende que un accionista de una de estas megacorporaciones tenga mansiones de varios millones de dólares, que viaje en avión privado o se desplace en una limusina con enchapados de oro. Pero si eso lo hace un narcotraficante –el nuevo “malo de la película” en estos tiempos postmodernos– ¡gran pecado!
Se podrá decir que se lo juzga pues se trata de una fortuna mal habida. ¿Acaso podría haber fortunas bien habidas? ¿Alguien remotamente puede ser un multimillonario –esta figura a que dio lugar el capitalismo donde una sola persona dispone de más recursos que la población de varios países juntos– a partir de su sano y transparente esfuerzo personal? ¿No es eso, incluso, mucho más ofensivo, irritante e insultante para nuestra inteligencia y nuestra ética?
La acumulación de riqueza –hoy, con el capitalismo financiero global, llevada a niveles descomunales, demenciales sin dudas– es, ella misma, un acto inmoral, depredatorio, obsceno. Junto a personas (poquísimas en el mundo, por cierto) que acumulan fortunas como para alimentar a media humanidad, otras no tienen qué comer. Si se pudiera ser “buenos católico”, simplemente con eso: ¿no sería para denunciar la inmoralidad humana en juego –la asimetría en la apropiación de los recursos por ejemplo– como un tremendo atentado a la ética mínima y elemental de la Iglesia? Pero en los medios de comunicación del sistema se ensalza esa pornográfica riqueza en vez de condenarla.
Se podría decir, como principio de justificación, que un acaudalado banquero o empresario produce algo para la humanidad, y no así un narcotraficante, o un mafioso. Sí y no. “Es delito robar un banco, pero más delito es fundarlo”, sentenció mordaz Bertolt Brecht. Una vez más: todo depende del color del cristal con que se mira. En un mundo manejado por banqueros, el capital financiero es el cimiento primero de toda la sociedad, cantándosele loas y rindiéndole tributos a lo que, en otro contexto, se podría ver como la peor inmoralidad pública (infames usureros, ¿verdad?).
Es indecente que de un narcotraficante se sepa, por ejemplo, que tiene una mansión con helipuerto y piscina climatizada, pero no lo es si se trata de un actor de Hollywood. Y de las mansiones de los grandes accionistas –aquellos que manejan Hollywood y los bancos respetables donde se lavan los narcodólares–, de eso ni se habla.
En definitiva: ¿por qué esas riquezas serían más “limpias” que la de los mafiosos? Si las actuales drogas ilegales se legalizaran (cosa que se ve muy remota hoy por hoy), ¿pasarían a ser más “morales” y dejarían de ser condenables las fortunas de los narcotraficantes? ¿Cuándo empieza a ser “inmoral” una fortuna? ¿Lo es la del hacendado cuyos antepasados labraron su riqueza con mano de obra esclava? Y si no lo es, ¿lo sería la del dictador de algún país tercermundista que abrió su cuenta secreta en un paraíso fiscal? ¿Por qué uno sí y otro no? Hoy nadie declararía inmoral la fortuna del principal accionista de, por ejemplo, la Coca-Cola, o la de la Corona Británica. Al contrario: para el discurso dominante, el mismo que repetimos acríticamente, buena parte de la población mundial la envidia, la anhelaría, la respeta. Pero ¿por qué no condenarla al igual que la del capo mafioso? ¿Cuál es la diferencia sustancial entre una y otra?
Todo lo dicho acá no es nada nuevo, por supuesto. ¡Pero nunca está de más recordarlo: la única fuente posible de la riqueza es el trabajo! Los multimillonarios de un sistema de explotación no son sino eso: ¡explotadores!, no importando lo que pongan en el mercado.
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