La política social es una respuesta de un Estado a las demandas del colectivo; por otro, los derechos son el producto de un acto noble de la humanidad que no es más que delegar en unos cuantos la responsabilidad de todos en hacer posible un mejor medio social de convivencia. Es decir, a ese ciudadano “burocratizado” que expone fielmente Rolf Schoroers, con sus vicios y bondades, le hemos entregado la autoridad de tomar la decisión de darnos lo que necesitamos para tener, por lo menos, una “vida sustentable”.
El Estado ha pasado a detentar un papel fundamental en la regulación de las relaciones sociales y en el funcionamiento del mercado, cuyo propósito es prevenir las crisis periódicas del capitalismo, asegurar el pleno empleo, proveer a través de políticas sociales universales servicios básicos a los ciudadanos, luchar contra la pobreza. En este contexto de crecimiento económico, de desarrollo y expansión industrial y tecnológica, de expansión del empleo, se consolida la sociedad salarial: el empleo asalariado se conforma en el factor de inclusión social por excelencia. La sociedad capitalista industrializada, en el marco de los derechos sociales, reproduce una equiparación conceptual entre trabajo y empleo. Consecuentemente, el ser trabajador se constituyó en un aspecto central de la identidad social y cultural de los sujetos, condición que operaba como fuente de derechos y beneficios. Sobre esta idea se configuraron los sistemas de políticas sociales. El acceso a muchos bienes y servicios directamente relacionados con el bienestar está determinado por el modo de inserción en el mercado de trabajo.
El neoliberalismo ha tenido que enfrentarse con la virtual imposibilidad de dar por tierra con el complejo de instituciones sociales producidas por el pacto social entre capital y trabajo. El verdadero obstáculo ha sido el nudo de relaciones institucionales y compromisos políticos y sociales condensados en el Estado de Bienestar. Se han realizado esfuerzos destinados a limitar la participación del Estado en la labor del bienestar social, y a transferir dicha responsabilidad a personas, organizaciones de voluntariado y al mercado comercial privado. Es decir, el principio de la responsabilidad que tienen los estados para asegurar el bienestar de sus ciudadanos se ha erosionado considerablemente.
Si se piensa en el ideario neoliberal-neoconservador, es evidente que las políticas sociales persiguen como objetivo "contener y amortiguar" los "efectos no deseados del modelo", e implícitamente, disminuir los riesgos de conflicto y contener la crisis socio-política, a través de prestaciones focalizadas, destinadas a los más excluidos del sistema.
Conforme con la visión liberal, las políticas sociales se reducen en ayudas directas a partir de la asignación de un subsidio en dinero, sin posibilidades siquiera de lograr una estructuración en el consumo. De tal modo, se pasa de una política de estado que aspira actuar sobre las estructuras mismas de la distribución a otra que solamente pretende corregir los efectos de la distribución desigual de los recursos en capital económico y cultural, determinando una "caridad de Estado", como en los tiempos de la filantropía religiosa, a los pobres meritorios.
Es necesario construir una alternativa que implique un cambio al predominio conceptual neoconservador (pensamiento único, único camino, única posibilidad). Ese "camino alternativo" debe sustentarse en un modelo de desarrollo que asegure igualdad de oportunidades en el acceso a bienes social y económicamente relevantes. Pensar en los sujetos de las políticas sociales supone pensar en términos de igualdad la cual a su vez supone equidad. La política social debe retomar su contenido de justicia redistributiva basada en los valores de la solidaridad colectiva, debe posibilitar construir una igualdad sustantiva que deje de ser una mera propuesta niveladora y se transforme en un proyecto habilitador del desarrollo humano, proyecto que debe permitir la vigencia plena de la noción de ciudadano. Al respecto, se observa que históricamente hubo una evolución en el concepto de ciudadanía moderna: primero la ciudadanía civil, referida a una serie de derechos asociados a la libertad; luego la ciudadanía política relacionada con el derecho a participar en el ejercicio del poder político y finalmente la ciudadanía social, consistente en el derecho a poseer un nivel adecuado de educación, de salud, de habitación, de seguridad social, entre otras.
Cerrando círculo, la distinción entre ciudadanías civil, política y social tiene sentido considerarla así desde una perspectiva histórica. Pero, por el complejo de derechos que cada una supone y la estrecha interrelación que existe entre ellos, podemos afirmar que la ciudadanía es un sistema, porque necesariamente el inadecuado ejercicio de algún derecho repercute en los restantes. Es evidente que el Estado debe recuperar el protagonismo como actor social central de las sociedades modernas, a efectos de cumplir su obligación de respetar, proteger, garantizar y promover cada uno de estos derechos. Recuperar ese protagonismo no es hacer del Estado una instancia centralizada, sino “multicéntrica”: varios centros de dirección de las políticas públicas.
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