Sería un logro saber si fue por razón de su desafortunada desangelización -que incluso pudiera hacer pensar, que no ama- que el Papa Benedicto XVI escogiera, como tema para su primera Encíclica Deus Caritas est, el del amor. El del amor cristiano. “Dios es amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él”, nos introduce el Papa en su carta a través de estas palabras de la Primera carta, a su vez, de Juan.
Registra Benedicto, que “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un gran acontecimiento, con una Persona que da un nuevo horizonte a la vida, y, con ello, una orientación decisiva”. Es Jesús, el revolucionario indubitable (y lo de revolucionario indubitable, lo digo yo, no Benedicto, por supuesto) que con su inducción contenida en el Libro del Levítico, sugiere amar al prójimo como a sí mismo. Y confirma, que no se llega a ser cristiano por una decisión ética, o una gran idea, debido a que es pacífico el criterio, según el cual, a Dios no se llega por la razón, sino por la fe o por una visión intuitiva, como sostiene asimismo el Budismo Zen, lo que obliga a pensar que, por sobre el amor, nada existe; vale decir, que nada existe por sobre el Dios Amor, porque cuando amas es Dios que ama en ti, y porque cuando estás en Amor estás impregnado de Dios, dado que, el Amor, es Dios.
Pero como quiera que presuntamente fuimos hechos a su imagen y semejanza, pues, en el fondo, todos somos pequeños dioses entonces, como quizás no resulte para nada descabellado pensar. Y tal vez somos tan dioses, que somos los únicos seres vivos capaces de concebir la idea de Dios, porque nadie, que no se crea un pequeño dios, pudiera concebir esa idea escrita ya con mayúscula. Por lo que cabría preguntarse, entonces: ¿si el alma humana desapareciera de la faz de la tierra, seguiría existiendo Dios?
Fijémonos incluso, en que el idealismo ha negado la existencia de las cosas reales; esto es, cosas externas al sujeto mismo e independientes de él. Allí ha estribado por cierto la eterna polémica entre Platón y Aristóteles. El primero creyó que las ideas eran innatas y que se llevaban impresas en el alma (“como en el pedernal, o el eslabón, está contenido el fuego)” incluida la de Dios, bastando sólo los sentidos para agitarla. Los aristotélicos, por su parte defienden, que todas las ideas concebidas provienen de los sentidos, dado – según su axioma – que no hay nada en el entendimiento que no haya pasado primero por ellos, incluso la de Dios, por todas las obras suyas (tantas y admirables) que hay en este mundo visible. Nada de raro tendría entonces que, sea ya por la vía platónica, o por la aristotélica, nosotros nos consideremos pequeños dioses porque, si bien hay obras admirables de Dios en este mundo visible, no pocas de ellas hay también hechas por nosotros, los humanos que, si nos harían sentir pequeños dioses, sería por operar, en nosotros, el mero sentido de existir en plena conciencia.
Entonces, decir que Chávez es un pequeño dios no resultaría por tanto una reprochable extravagancia de exaltado, si pensamos que cada uno de nosotros también lo somos. Chávez es amor hacia nosotros, y nosotros somos amor hacia Chávez. Por tanto, todos somos pequeños dioses... ¿Y quién sería Dios con mayúscula? Pues la Revolución, entre nosotros hoy, que es el compendio de todos nuestros pequeños amores para convertirlo en el más grande Amor. ¿Y quién hace la Revolución? El pueblo. Y así el pueblo se convierte en Dios, si aplicamos la identidad de lo racional con lo real.
La filosofía de la historia quizás se propone demostrar su henchida y entera racionalidad, que puede aparecer, desde cierto punto de vista, como un lienzo de hechos casuales, intrascendentes e inestables y, por tanto, falta de todo plan racional o divino, y sometida por un espíritu de desbarajuste, de hecatombe, o de mal. Pero puede parecer así, sólo desde el punto de vista del intelecto finito, esto es, del individuo que mide la historia con el rasero de sus ideales individuales -sin que dejen de ser respetables, por supuesto- y que no sabe o se niega a encumbrarse al punto de vista meramente especulativo de la razón absoluta.
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