La voluntad de alcanzar la locura




Confieso no saber –y no me he empeñado tampoco en saberlo, aunque lo intuya- que el Alzheimer pudiera ser un ardid de la voluntad para que no le pregunten nada a uno ni tenga uno que responder a nada. Habría que profundizar. Lo que sí sé es que lucho a mi edad para no conocerlo, a menos que algún día me convenga.

Pero cierto es que para reforzar mi cerebro leo textos filosóficos, donde algunos de ellos hacen que sienta el cerebro a punto de estallar, obligándome a decir, no sin alborozo: ¡El tipo está respondiendo aún! (“El tipo” es el cerebro, por si acaso). Y lo que más disfruto es rebatir los conceptos inmersos en dichos textos, a ver, entre otras cosas, si algún día alcanzo la gloria, que es uno de los modestos objetivos que todavía me ilusionan. (La verdad es que no me interesa la fama). Menos mal que la falta de modestia no está entre los diez síntomas más típicos del Alzheimer. De ellos, en mi caso, sospecho tímidamente de tres. Pero tímidamente.

La mañana del 21 de septiembre de 1860, Arturo Schopenhauer apareció muerto en su sillón, sin que un gesto, de que se hallaba satisfecho, quedara impreso en su infrecuente rostro. Pero a partir de Schopenhauer cualquier persona lúcida –y no que se auto estime así- tiende a no creer en nada. Hasta él la filosofía sostenía la primacía del entendimiento sobre la voluntad: “Sólo conocemos aquello que queremos conocer” –decía-, contrario a lo que pensaban otros, hasta entonces: “Para querer algo, hay que conocerlo antes”. Los griegos habían decidido levantar sus reflexiones filosóficas sobre la base acerada y pulcra de la racionalidad, y así sería la filosofía, hasta Schopenhauer. Se creyó también llamado a desatascar el gran enigma kantiano: el contenido del noúmeno. Su tarea fue correrle el velo a que el noúmeno, de Kant, es la voluntad, porque la voluntad es la indudable y única causa de todo lo que aparece.

Y algo es racional, si se ensambla con la función primaria del entendimiento humano, que no es más que el conocimiento, o el saber. Grosso modo pudiera apreciarse, que alguien es racional si basa sus creencias, sus decisiones y su conducta en buenas razones, pero esta racionalidad pudiera lucir como instrumental, es decir, limitada a escoger los medios adecuados para los fines queridos. De allí que la racionalidad resulta ser más bien completa, integral… Pero paremos aquí, porque me enredo, y me luce mejor tratar de hilvanar y rebatir a ver si me es posible. Veamos.

Si sólo podemos conocer, lo que queremos conocer, es pretender decir que la voluntad es autónoma cuando eso no es racionalmente cierto, puesto que la voluntad nos la pueden inducir, nos la pueden condicionar. Al sernos inducida, o condicionada, entonces conocemos, no lo que quisiera nuestra voluntad (que por ello mismo, no es libre ni autónoma) sino una voluntad cautiva de otra voluntad más poderosa, pero a su vez, también inducida por el fin querido. El voluntarismo nos resultaría entonces, tan relativo como todo, y Schopenhauer, por tanto, no habría tenido que ser tan pesimista.


Contrario a Kant, propone Schopenhauer la ausencia de imperativo alguno dentro de la ética (también de toda patraña) que conduzca por tanto al concepto de renuncia, ética final que deberá alcanzar la invalidación del yo como una victoria cierta contra el egoísmo, porque, cuando uno reflexiona sobre sí mismo, la obstinación que palpita en el yo es pensar (y más que pensar, creer) que se es el ombligo del mundo, por lo que la importancia que uno termina atribuyéndose, es colosal, y que es cuando la vida se encarga entonces de poner orden (o más bien, desorden) haciendo saber, mediante dosis varias de frustración, que se está mas pelado que rodilla de chivo por creerse merecedor de todo en un mundo que, a su vez niega esa totalidad, que se cree tan propia.

Dejemos las cosas hasta aquí, porque a mí se me olvido todo lo que he dicho. No sé al lector. ¿Y qué será eso?

¿Pero será uno tan racional que pudiera a través de la voluntad, alcanzar la locura?

Si supieran que muchos escuálidos, y hasta ciertos revolucionarios, me han hecho pensar que es posible. Y entre estos últimos, me temo que esté yo.


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Raúl Betancourt López


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