Socialismo o barbarie
Rosa Luxemburgo
Introducción
Quizá sería exagerado decir que hoy en día las izquierdas políticas no tienen rumbo. Pero no hay ninguna duda que están viviendo un momento bastante especial. Tras la caída de la prime-ra experiencia socialista del orbe, los paradigmas que alentaron las luchas populares por un mun-do mejor en el s. XX han entrado en crisis. Esto no significa que el actual triunfo de la empresa privada, del imperialismo estadounidense en su fase de control global, del retroceso en las con-quistas sociales para las grandes mayorías de la humanidad, sean eternos. La lucha sigue. Las injusticias continúan, y mientras sea así, no faltará quien levante una voz de protesta. En definiti-va: ser de izquierda es ser parte de esa lucha, es seguir haciendo parte de los que creen y luchan por otro mundo más justo.
De todos modos la cuestión que se plantea es ver por qué no funcionó como se esperaba esta primera experiencia de construcción de un mundo igualitario para, aprendiendo de la histo-ria, poder seguir buscando cómo alcanzar ese ideal. Las izquierdas de todo el planeta, aquellos que seguimos teniendo esperanza en un mundo más justo, debemos revisar críticamente nuestro pasado reciente, los errores políticos, pero más aún los supuestos teóricos básicos con los que se ha estado llevando a cabo la lucha.
Algo pasó en la construcción del socialismo que no marchó como se preveía. ¿Por qué? ¿En qué medida es posible establecer un mundo nuevo sin repetir las estructuras de poder de siempre? ¿Es posible horizontalizar los poderes? ¿Por qué las experiencias socialistas dan tan repetidamente como resultado camarillas gobernantes y líderes augustos? ¿Qué hay con el "hom-bre nuevo"?
Luego de la caída del muro de Berlín y del triunfo -hoy por hoy omnímodo- del neolibera-lismo, los caminos de la izquierda se presentan complicados. Ante el monumental poder planeta-rio del gran capital y de su inmenso aparato militar y mediático, a las fuerzas progresistas, a las tendencias políticas que siguen luchando por un mundo más justo, les cuesta mucho encontrar fórmulas convincentes. ¿Qué le queda al discurso contestatario que aún no ha perdido las espe-ranzas y busca una sociedad menos desequilibrada?: ¿administrar el capitalismo con buenas ma-neras? ¿Por qué tan a menudo renovarse y modernizarse terminan siendo sinónimos de derechi-zarse, de buscar electorado en sectores sociales que no quieren cambios profundos y olvidar así a los sectores más combativos de la sociedad, única vía para una verdadera transformación? ¿Hay que limitar la acción política a la búsqueda de votos? ¿Cómo contrarrestar el poder hegemónico de los medios de comunicación del sistema? ¿Cómo va a organizar la izquierda la resistencia co-ntra la maquinaria militar más poderosa de aniquilar que son los Estados Unidos de América? En definitiva: ¿somos responsables desde la izquierda por haber contribuido a construir una sociedad tan derechista como la actual? ¿Qué podemos hacer para torcer este rumbo?
Estas preguntas tienen que ser el abc mínimo con que comenzar la autocrítica. Para decir-lo de forma resumida, se trata de: a) formular una sana y constructiva revisión de los conceptos fundamentales de la izquierda, y b) revisar las posibilidades de lucha concreta en términos prácti-cos al día de hoy.
Todo esto implica planteamientos distintos: 1) ¿qué significa hoy ser de izquierda?, 2) ¿por qué no resultaron todo lo que se esperaba las experiencias socialistas?, 3) si seguimos bre-gando por una utopía posible ¿cómo darle forma a la utopía?, 4) ¿qué particularidades tenemos en Latinoamérica, y qué hacer entonces?
¿Qué significa hoy ser de izquierda?
Tal vez resulta dificultoso definir con precisión qué significa hoy ser de izquierda. Decir que "lo que no es de derecha" suena, cuanto menos, ingenuo. Sin embargo, mal o bien existe una intuición de por dónde va la perspectiva. Ser de izquierda, en términos generales, es ser progre-sista, es no ser conservador. Y entra allí, por cierto, un amplio abanico que abarca muchísimos elementos.
Como toda expresión política, la izquierda -si es que efectivamente tiene una unicidad en su variada gama- da lugar a muchos de los matices humanos: posiciones más esquemáticas aquí, menos autoritarias allá, radical en algunos casos, pintoresca en otros, descabellada a veces, con una profunda convicción ética en ocasiones, oportunista otras veces.
Desde posiciones políticas conservadoras, la izquierda puede ser vista como su opuesto; lo que la definiría es entonces su caracter transformador. Esto dice algo, da un perfil, pero no termi-na de explicar la diversidad. Quizá, para ser equitativos, no hay una izquierda, sino "izquierdas", que no es lo mismo. Y en todo caso esa pluralidad, más que hablar de una debilidad conceptual o filosófica, o política incluso, habla de la riqueza de las expresiones humanas y de su imposibili-dad de subsumirlas bajo un único común denominador.
¿Quién es más de izquierda: los movimientos armados o los partidos socialdemócratas parlamentarios legalmente constituidos? ¿Los movimientos campesinos o los sindicatos obreros? ¿Son más de izquierda los planteos leninistas o los maoístas? ¿Son de izquierda los movimientos de homosexuales?, ¿y los movimientos antibélicos? ¿Son también de izquierda las reivindicacio-nes étnicas? ¿Y los partidos verdes? Y así llegamos al actual movimiento antiglobalizador. Sin dudas este movimiento es de "izquierda" en términos políticos, culturales, humanos; aunque hay ahí una variopinta composición con mucha gente que no se siente, en términos estrictos, leninista ni maoísta, ni quiere serlo, ni lo será nunca. Gente, organizaciones, expresiones sociales que man-tienen aspectos comunes mínimos: todos están contra un modelo económico capitalista neoliberal injusto, todos están -aunque sea algo vago decirlo así- por "otro mundo posible". Tradicionalmen-te "ser de izquierda" hablaba de un compromiso respecto a la lucha de clases; hoy día también han entrado en la lucha por ese otro mundo posible más justo las reivindicaciones de género y las étnicas (¿por qué el marxismo se demoró tanto en entender eso?). Las injusticias, en definitiva, se anudan -con sus modalidades propias- en torno a estas tres inequidades.
Las izquierdas, ya no tanto como formulación estrictamente política sino como proyecto de vida, como voces contrarias a modelos que promueven la exclusión social, no tienen una plata-forma partidaria única. No la tienen ni podrán tenerla, ni es deseable que la tengan incluso. La fuerza de la izquierda está en ser contestataria, en no ser dogma, en no ser conservadora; aunque a veces ha sido tan conservadora y represora como la derecha. Lo que queda claro es que como proyecto de vida, de sociedad, de sujeto individual incluso (se hablaba del "hombre nuevo" algún tiempo atrás) no se puede restringir a un manual de acción (aunque, lo sabemos, lo haya hecho).
La izquierda, como ninguna expresión humana, puede ser completamente unívoca; las luchas de transformación de los países capitalistas del Norte desarrollado y próspero -donde el hambre, si lo hay, no tiene jamás los ribetes trágicos del Sur- son distintas, cada vez más distintas de aquellas de los pueblos famélicos del Tercer Mundo. En el Norte se discute sobre la calidad de la vida; en el Sur sobre su posibilidad. ¿Son distintas entonces las izquierdas del Norte y del Sur?.
Todas las expresiones de izquierda tienen algo común: buscan un mayor grado de justicia en el mundo. Pero parten de contextos distintos, por lo que sus cosmovisiones y proyectos son distintos también. En algunos países desarrollados se lucha hoy por una jornada laboral de cinco horas diarias, mientras en el Sur el drama es la falta de trabajo; el tema ecológico en el Norte sig-nifica que no se sabe qué hacer con tanta baSura y la contaminación que produce tanta industria y tanto motor de combustión interna mientras que en el Sur significa la pérdida de los bosques y la desertificación, y por tanto la falta de agua potable. Hoy día la izquierda puede levantar banderas contra el hiper consumo en el Norte, mientras que en el Sur el drama sigue siendo la falta de ali-mentos. Es decir: la marcha del capitalismo llevó a un desarrollo tan desparejo que dio como re-sultado mundos distintos, cada vez más separados, con agendas e intereses cada vez más distantes -quizá, incluso, nunca equiparables-, por lo que las fuerzas progresistas, las fuerzas de la izquier-da, tienen ante sí desafíos muy distintos según los espacios en que se ubiquen.
Pero ni en el Norte ni en el Sur ser de izquierda es fácil, tranquilo, libre de problemas. También los estilos de represión de los discursos alternativos son distintos: en el Norte es más fácil que la maquinaria social dominante los fagocite y los integre; en el Sur lo más probable es que desaparezca físicamente a quienes lo esgrimen, botando su cadáver en un descampado mu-chas veces. De todos modos la represión de cualquier expresión progresista, con sus caracterísiti-cas propias, se ejerce brutalmente, siempre. Y los retos de la izquierda son igualmente difíciles en uno y otro lado: ¿es más sencillo luchar contra los aparatos represivos del Estado y las oligarquí-as terratenientes o contra las grandes corporaciones multinacionales? ¿Es más fácil combatir el hambre o el hiper consumismo?.
No es justo creer que sea "más fácil" luchar contra la corriente en un escenario que en otro; las luchas contra las injusticias son siempre eso: luchas. Ninguna tiene el triunfo asegurado, y en todos los casos el compromiso de enfrentar los poderes establecidos implica enormes ries-gos. Si bien pueden cambiar las coyunturas, lo que no cambia es el espíritu de transformación que alienta esas luchas. Eso, en definitiva, es ser de izquierda: luchar por mayor justicia. En tal senti-do, entonces: la izquierda, aunque golpeada, no ha muerto.
¿Fracasó el socialismo?
El Surgimiento de la industria moderna trajo un sinnúmero de modificaciones en la histo-ria humana. Una de ellas, si se quiere colateral por la forma en que nace pero no por ello menos importante, es el ascenso de la organización sindical y las ideas de colectivización que desembo-can, para mediados del siglo XIX, en el nacimiento del socialismo científico de la mano de Karl Marx.
Quizá como nunca antes había mostrado en la historia un sistema de pensamiento, las ra-zones esgrimidas para sustentarlo en tanto construcción teórica se muestran incontestables. La andanada interminable de críticas que recibe revela y ratifica a fuego aquella agudeza cervantina de "ladran Sancho, señal que cabalgamos".
El "fantasma del comunismo" que recorría Europa hacia mitad de los 800 crece, gana adeptos, se constituye en fuerza política. Y ya entrado el siglo XX obtiene su mayoría de edad. La Rusia bolchevique marca el rumbo; luego se van sumando cantidad de países. La lista es lar-ga. Para la década del 80 una cuarta parte de la población mundial vive en naciones con modelos socialistas. Hay enormes diferencias entre muchas de ellas, pero un común denominador para todas es que, en ningún caso, las revoluciones tienen lugar en los países más desarrollados indus-trialmente -tal como había pretendido la concepción original- sino, por el contrario, en las socie-dades rurales más "atrasadas", más cercanas inclusive a los sistemas feudales.
Pasadas varias décadas de desarrollo, el socialismo real entra en crisis. Hacer un balance acabado de cada una de estas experiencias sería un trabajo monumental que dista mucho de las pretensiones aquí presentes. Lo que queda claro es que, por distintas razones, comienzan a evi-denciar problemas que se suponía debían ser superados definitivamente: dieron marcha atrás en las confiscaciones, no lograron dignificar y liberar como se esperaba a todos y cada uno de sus habitantes, crearon problemas nuevos. La corrupción, la malversación de fondos públicos, la bu-rocracia y el abuso de poder por parte de sus funcionarios no se extinguieron en las distintas ex-periencias del socialismo real. La militarización de la vida cotidiana marcó hondamente su desa-rrollo. Apúntese de paso que no hicieron mucho por terminar con el machismo, con las prácticas racistas o el desastre ecológico, más allá de declaraciones formales. Es importante señalar todo esto con un profundo espíritu crítico: estas características ya son por demás conocidas en el mun-do de la libre empresa; la cuestión es ver por qué y cómo se mantuvieron en lo que se esperaba fuera una superación de problemas ancestrales. Hasta donde se puede comprobar, estas "lacras" no desaparecieron totalmente en el socialismo.
Estas experiencias de construcción de un nuevo modelo se vieron sometidas a la agresión del poder capitalista, menos o más abiertamente. Tuvieron que soportar guerras, presiones de las más diversas, competir en un plano de desigualdad con sus oponentes occidentales. Pero también hay razones intrínsecas que impidieron el crecimiento, material y espiritual, tal como se había contemplado. La redención de la Humanidad debió seguir esperando. De más está decir que la "contraparte" del socialismo no ha podido resolver los problemas de atraso, explotación y olvido en que ha permanecido -y todo indica que seguirá permaneciendo, al menos por ahora, y quizá ahondando esa situación- una gran parte de la población mundial.
¿Qué pasó con el socialismo real? Dejemos de lado, aunque sin minimizarlo obviamente, el ataque capitalista. Explicar todos los fenómenos en función de una sola causa: la agresión ex-terna, el bloqueo, la maldad del enemigo en definitiva, libera de la autocrítica. Tal vez se trata, combinándola con los anteriores motivos, de emprender una revisión profunda -y honesta- de temas eludidos en la cosmovisión marxista: la relación del sujeto con el poder.
Quizá no hay nada más genuinamente humano que la lucha por el poder. Proceso que es propio de la especie humana, pues los mecanismos animales asimilables (delimitación de territo-rios, pelea entre los machos por las hembras) se explican enteramente por dispositivos biológicos. Forzosamente el poder se liga con la fuerza, la diferencia, la violencia. Esto es constitutivo del fenómeno humano y no una "desviación". Stalin, Ceaucescu, Pol Pot, eran marxistas. ¿Lo que ellos hicieron habrá sido lo que pergeñó un humanista de la profundidad de Marx? Seguramente no. Pero no hay duda que estas teratologías se nutren en su texto. ¿Puede justificarse que el asesi-nato de Trotsky era "políticamente necesario"? Si se lo admite, ¿de qué "hombre nuevo" estamos hablando?.
Que la violencia esté entre nosotros no significa que ese sea nuestro destino final. La cuestión es: una vez sabido esto, ¿cómo lo procesamos? ¿O nos quedamos justificando la "teoría" del garrote, el darwinismo social? De alguna manera puede decirse que en el marxismo clásico, aquel que sirvió de aliento para plantearse un "hombre nuevo" y una sociedad superadora de las injusticias sociales, se partió de la idea original de un homo bonus, un ser solidario y "buena gen-te". Y esto debe llevarnos a un primer nivel de revisión. ¿Por qué el "hombre nuevo" en el socia-lismo siempre se ha empezado concibiendo a partir de imágenes quasi militares?: el comandante ejemplar, heroico y abnegado - dicho sea de paso, siempre varón.
El colapso de la Unión Soviética, y consecuentemente la crisis de todos los países que, de una u otra manera tenían en ella un referente -impuesto o no-, muestra que todavía se está muy lejos de edificar un paraíso; el paraíso, no debemos olvidar, el único paraíso posible es el perdido. La masacre de Tiananmen en Pekín nos alerta respecto a que la tolerancia de las diferencias es aún una meta muy lejana. Que el crecimiento económico-militar de China (¿en qué medida conti-núa siendo socialista actualmente?) la coloque quizá en la perspectiva de ser un coloso con gran poder de decisión mundial en los años venideros no quita la necesidad de esta reformulación so-bre el "hombre nuevo". Está claro que la mejora económica -básica, toral en un sentido, y condi-ción indispensable para otros cambios- no alcanza para transformar el mundo. El capitalismo, cuando surgió, también cambió el mundo en términos económicos; pero ya sabemos cuáles fue-ron sus consecuencias.
Sería tonto, muy poco serio para proponer una genuina revisión, partir de un maniqueísmo reduccionista entre "bondad" y "maldad" originarias. Que podemos ser solidarios, no hay ninguna duda; tanto como podemos ser individualistas egocéntricos. Pero oponer a esto último un reino de la solidaridad natural no ha demostrado ser muy fructífero, pues cuando ella falló se la impuso por decreto; y nadie es "buena persona" porque el Comité Central de un partido lo decida (nadie es "ateo" o "solidario" por imposición). Somos, en todo caso, una intrincada mezcla de todas es-tas posibilidades.
Es curioso (¿triste?) ver que en las repúblicas de la extinta Unión Soviética la gente per-siste en intolerancias que, era de esperarse, estarían superadas tras siete décadas de socialismo, de nuevas relaciones sociales, de justicia y solidaridad. Las guerras religiosas e interétnicas en buena parte de Europa Central y Oriental, otrora socialista, están a la orden del día (no muy distinta-mente a como sucedía en la Edad Media). El muro de Berlín -con toda la imparcialidad del caso hay que admitirlo- fue derribado por los propios alemanes del Este, de entre algunos de los cuales hoy surgen grupos neonazis furiosamente xenofóbicos, no muy distintamente al Ku Kux Klan antinegros en Estados Unidos.
¿Era entonces una mera quimera inalcanzable la Patria de la Humanidad levantada ape-nas hace unos años por el socialismo? ¿Fracasó el socialismo? Seguramente se partió de premisas cuestionables en cuanto a las posibilidades reales del cambio aspirado, por lo que el resultado obtenido resultó ese producto tan especial que conocimos.
Cuba sigue siendo socialista; Venezuela con su Revolución Bolivariana está construyendo una propuesta socialista. El socialismo, en tanto aspiración a una mayor equidad social, sigue vivo. ¿Por qué iría a morir la aspiración a la justicia? La cuestión que se plantea hoy, en el mun-do, en nuestra Latinoamérica, es cómo seguir construyendo esos cambios luego de los golpes sufridos por el campo popular.
¿Hay que revisar el socialismo?
Erráticos procesos políticos que a veces son tan difíciles de entender, no pueden explicar-se solamente en términos de lucha de clases (aunque ello sea, sin dudas, un horizonte desde don-de comenzar). ¿Por qué los alemanes masivamente se hicieron nazis durante la época de Hitler, o por qué Stalin, quien podía estar de acuerdo con un asesinato político como el que mandó perpe-trar contra Trotsky, o condenar a muerte a miles de compatriotas "contrarrevolucionarios", se hizo del poder a la muerte de Lenin pasando a ser el "padrecito adorado" de toda la nación? ¿Có-mo explicar que los sandinistas en Nicaragua, quienes desplazaron a una feroz dictadura gracias al masivo apoyo de la población, fueran expulsados luego por el mismo voto popular, o que mili-tares como Banzer en Bolivia, Ríos Montt en Guatemala, o Bussi en la provincia de Tucumán en Argentina -todos confesos dictadores con las manos manchadas de sangre- años después de sus dicataduras vuelvan al poder con el aval eleccionario de la población? Es, salvando las distancias, como tratar de entender por qué los seres humanos siguen fumando pese a saber de los peligros del cáncer de pulmón, o por qué el no-uso del preservativo pese al conocimiento de la pandemia de Sida. La noción del saber racional no alcanza. Y de ninguna manera puede pensarse en estos fenómenos en términos de psicopatología. Si queremos entender mucho de lo que pasó con el socialismo, es necesario replantearse conceptos que, por años, fueron catecismo intocable. Hablar de derechos de género, o de reivindicaciones étnicas, no hacían parte de esa biblia, por lo que estaban descalificados; y hoy vemos que, junto a la lucha de clases, son reivindicaciones igual-mente justas y necesarias.
La revisión de los fundamentos implica releer críticamente los instrumentos teóricos que forjaron las luchas de la izquierda -es decir: el marxismo- con la idea (nueva en los tiempos de Marx) de cómo y en qué sentido es posible cambiar la condición humana, y centrar la cuestión de las transformaciones sociales en torno a la discusión sobre el poder, única manera de no repetir "ingenuidades" (todos somos iguales, pero siempre hay algunos más iguales que otros).
En cuanto a las cuestiones más coyunturales, o si se quiere: más pragmáticas (¿qué hacer para producir los cambios sociales tras las derrotas sufridas?), se debe intentar contestar cada una de las preguntas puntuales arriba señaladas, pero siempre en la lógica de la revisión primera: ¿qué y cómo es posible cambiar en la condición humana? ¿Es posible el "hombre nuevo" altruista y solidario, o debemos aspirar a mejores mecanismos de auditoría social, de control de la transpa-rencia?.
Luego de la crisis del modelo socialista, ¿a la izquierda no le queda otra alternativa que presentarse con "buen aspecto", siendo su máxima aspiración administrar el capitalismo de modo decente (digamos: socialdemocracia a la europea)? Esto se articula con una cuestión tan espinosa como la forma de gobierno democrático-parlamentaria y la posibilidad de construir una sociedad justa desde ese paradigma. Hasta hace algunas décadas atrás, antes de la caída del socialismo real en buena parte de naciones, esa estructura del poder basada en el juego de partidos políticos y división entre ejecutivo y legislativo era vista como la encarnación del Estado burgués, y de lo que se trataba era de destruirla para dar lugar a otra cosa. Hoy, movimientos guerrilleros desmo-vilizados e izquierda en su conjunto ven en el trabajo político dentro de esos cánones el gran de-safío. Ante lo que surge de inmediato la pregunta: ¿es posible transformar realmente relaciones de poder en los marcos de la democracia representativa?.
Cada vez que se intentó tocar seriamente la estructura del poder económico y político en el marco de un gobierno democrático burgués (pensemos en el Chile de Salvador Allende, o in-clusive la actual experiencia venezolana), o cuando se propusieron cambios que, dentro de esa legalidad, repartían con más equidad la riqueza social (el peronismo de la primera mitad del siglo XX en Argentina, la reforma agraria en Guatemala con Jacobo Arbenz, las experiencia de la isla de Grenada o de Jean-Bertrand Aristide en Haití) la reacción por parte de los amenazados no se hizo esperar, y las aventuras reformadoras fueron brutalmente agredidas y abortadas. Las demo-cracias parlamentarias, surgidas a partir del triunfo del capitalismo dieciochesco, están hechas a la medida de la clase que detenta el poder desde la caída de las monarquías, es decir: las burgue-sías modernas. Hoy, con un mundo globalizado que se rige absolutamente por las reglas del mer-cado capitalista, la expresión política por antonomasia es la democracia parlamentaria, basada en el juego de los partidos. Hasta en las más remotas latitudes, en culturas cuya evolución propia les llevó a formas muy particulares de expresión política totalmente distintas de la democracia repre-sentativa, la dinámica de los partidos políticos ha terminado imponiéndose.
El socialismo político a la europea es posible porque hay tras esa formación política una robusta economía (en buena medida apoyada también en la explotación de las ex colonias, hoy países del llamado Tercer Mundo) que permite un estado de bienestar aceptablemente repartido entre todos sus habitantes. Cuando el modelo socialdemócrata (parlamentario, con juego de parti-dos políticos y cuotas de justicia social) trata de implementarse en el Sur por supuesto no funcio-na (pensemos en Nicaragua de la última era del sandinismo, por ejemplo).
Es evidente, entonces, que este tipo de organización del Estado, en tanto está concebido como mecanismo funcional de los grandes propietarios, no permite una distribución equitativa del producto social. Es, sin duda, un avance en relación con el absolutismo monárquico, o prefe-rible a las fascitoides dictaduras unipersonales que nos dejó el pasado siglo; pero lejos está de ser un camino de transformación real. Por tanto, ¿hasta dónde la izquierda puede encontrar ahí una vía de trabajo político de genuino impacto?.
En esto hay un reto abierto. La destrucción de la democracia burguesa que se reclamaba a partir del Manifiesto Comunista de 1848 como condición para la construcción de una nueva so-ciedad no es lo dominante en las agendas políticas de las izquierdas. La situación de retroceso en el campo popular fue tan grande a partir de la caída soviética en los años 90 que ya no se ha vuel-to a hablar de "toma del poder" por parte de los oprimidos. El golpe sufrido por la izquierda ha sido muy fuerte, a punto que se reconsidera la democracia formal como un campo importante a trabajar. En general no se habla hoy de movimientos armados como vanguardias de los procesos de transformación social (ya no se habla de Marx sino de marcs: métodos alternativos de resolu-ción de conflictos). Pero más allá del terreno perdido que lleva a replantear estrategias, es claro que desde dentro del Estado capitalista, así se tuviera mucho poder político, no se pueden opera-tivizar los cambios que una revolución ha menester. ¿Es improcedente trabajar en ese ámbito entonces? Quizá no; pero debe quedar claro que eso no constituye un verdadero proyecto revolu-cionario. ¿Por qué esa insistencia machacona, entonces, en el trabajo dentro de los límites de la democracia formal que hace la izquierda en esta última década?.
A partir de las derrotas sufridas no hay mucho espacio para plantearse lo mismo de tres décadas atrás (sería, en todo caso, una reiteración enfermiza). El desarrollo militar de las poten-cias capitalistas, con Estados Unidos al frente, anula -al menos de momento- la posibilidad de impulsar estrategias de toma del poder por vía militar. El asalto al Palacio de Invierno por los bolcheviques, o la derrota de ejércitos de ocupación interna como los de Batista en Cuba o Somo-za en Nicaragua, o la Larga Marcha de Mao Tse Tung en China, son hoy piezas del museo de la historia. El grado de control militar alcanzado por la maquinaria bélica del capitalismo avanzado torna imposible alternativas de ese corte, por lo que el trabajo político-partidario, el ámbito par-lamentario, el aporte desde dentro mismo del estado burgués por medio de algunos resortes (al-caldías, poderes locales, trabajo en los sistemas de justicia) es un camino interesante de explorar. La resistencia armada de los pueblos oprimidos (cualquiera que busquemos, alguna del escenario árabe por ejemplo, la palestina o la iraquí) es eso: resistencia, pero no alcanza para erigirse en modelo social superador.
La cuestión es no perder el norte: la democracia representativa que hoy se impone como el punto máximo de perfectibilidad en la organización política puede permitir mantener un perfil de lucha por una mayor justicia, pero no es el objetivo en sí mismo. Confundirlo es condenarse a ser una izquierda "amansada", más preocupada por salir en televisión que en una transformación so-cial genuina. Y la resistencia antiimperialista no es un proyecto de transformación de las estructu-ras, más allá de lo loable como reacción popular.
¿Pero qué debe hacer la izquierda entonces? Tratar de definir, como mínimo, lo que no debe hacer. Y entre esas cosas tenemos claramente: no conformarse con ser la versión "buena" del capitalismo, no debe postularse como el partido único detentador de la verdad revelada, ni menospreciar expresiones progresistas que no comparten su mismo lenguaje cenacular. Jamás debe dejar de plantearse con profundidad una genuina autocrítica. Hoy por hoy representan un discurso contestatario, más que los partidos comunistas, el movimiento antiglobalización liberal (espectro amplio de diversas formas de combate al capitalismo desbocado de los últimos años). Básicamente, entonces, se trata de reconsiderar -no para desecharla sino para ir más allá todavía- la idea misma de revolución, de cambio, de transformación.
Porque la izquierda no está condenada a ser el "rostro humano" del capitalismo "salvaje"; porque no debe repetir el error de un partido omnipotente que establece la felicidad y la solidari-dad por decreto; porque debe ser estímulo de la espontaneidad creativa y sanamente irreverente (¡la imaginación al poder!) y no su muerte. Por todo eso, porque seguimos creyendo en que nuestra especie se merece algo mejor al mundo en que vivimos, es que formulamos estas pregun-tas. En definitiva: porque seguimos apuntando a la utopía posible.
¿Cómo darle forma a la utopía?
Fundándose en una teoría científica de la sociedad, de su estructura y de su historia (pero faltando, sin dudas, una teoría del sujeto con similar rigurosidad en su formulación), el pensa-miento socialista apareció como propuesta de comprensión de la realidad humana, y mucho más aún, como proyecto de transformación de la misma.
Formulada con valor de teoría, sin ningún lugar a dudas tuvo características de utopía. Es decir: funcionó como la presentificación de una aspiración, de un deseo puesto como meta alcan-zable. Hoy, luego de la caída del campo socialista, la palabra "utopía" está más que nunca carga-da de connotaciones negativas; es, en todo caso, sinónimo de quimera, fantasía, mera ilusión. En el socialismo clásico, por el contrario, era el horizonte de llegada de un proceso racional, estaba plena de positividad.
"Sociedad sin clases", "reino de la igualdad", "solidaridad sin fronteras", han sido y siguen siendo utopías. Pero utopías no en el sentido de sueños vanos, evanescentes fantasías sin asidero. Utopías como aspiración de un mundo más justo, más equitativo. Utopías -ahí está su fuerza jus-tamente- como proceso de búsqueda. Hoy, caídas las primeras experiencias que transitaron la senda socialista, es pertinente plantearse en qué medida esas aspiraciones son utopías en sentido negativo o positivo.
Por lo pronto parece demostrarse que, en tanto especie humana, necesitamos siempre esta dimensión de búsqueda de un ideal, de un paraíso que funciona como horizonte que nos llama. La diferencia que se da con el socialismo científico, con el marxismo, es que esta construcción pre-tende tener los pies sobre la tierra. Es la búsqueda de un ideal, ¿quizá de un paraíso?, sobre la base de una formulación rigurosa y asentada en una realidad material. En este sentido el socia-lismo es una utopía éticamente válida. Si sus primeros pasos no dieron todos los resultados que se esperaba, tampoco puede desvirtuárselos. De lo que se trata es de revisar por qué no funcionó como se esperaba. Dicho en otros términos: ¿son posibles las utopías? ¿Qué valor tienen las mismas? Podría decirse que son como las estrellas: inalcanzables, pero marcan el camino.
El socialismo es, en esencia, la aspiración a un mundo más justo. En sus albores hacia el siglo XIX -y durante las primeras experiencias de su construcción ya en el XX- esa justicia se interpretó en términos de equidad económica. Hoy día, a partir de la enseñanza histórica, podría-mos ampliar la mira: la justicia tiene que ver además con la democratización de los poderes, con su horizontalización.
"Una economía planificada no es todavía socialismo. Una economía planificada puede estar acompañada de la completa esclavitud del individuo. La realización del socialismo requie-re solucionar algunos problemas sociopolíticos extremadamente difíciles: ¿cómo es posible, con una centralización de gran envergadura del poder político y económico, evitar que la burocracia llegue a ser todopoderosa y arrogante? ¿Cómo pueden estar protegidos los derechos del indivi-duo y cómo asegurar un contrapeso democrático al poder de la burocracia?", se preguntaba Einstein, que además de físico genial era un agudo pensador social de izquierda - faceta que le es bastante desconocida por cierto.
Si algo debe criticarse severamente de las experiencias socialistas conocidas hasta la fecha es justamente su falta de democratización del poder. Que su concentración suceda en las socieda-des no-socialistas no debe sorprender; en ellas, más allá de la declamada democracia formal -que encierra básicamente una perversa hipocresía-, el poder absoluto queda en manos de las grandes empresas (hoy transformadas en monstruos multinacionales con presupuestos mayores al de mu-chos países pobres, y con un poder político descomunal, a veces más grande que el de los apara-tos estatales). La cuestión se plantea en el manejo del poder que ha tenido el socialismo. Algo ahí no funcionó; ¿era una tonta utopía suponer que se iba a poder horizontalizar el poder?
Poder popular: ese es el gran desafío. ¿Cómo? .
El hecho que posibilitó pensar en una alternativa real para la construcción del socialismo fue la Comuna de París, intensa experiencia de poder popular espontáneo de sólo un breve tiempo de duración ocurrida en el ya lejano 1871. Fue a partir de esta circunstancia inaugural que los fundadores teóricos del socialismo científico, Marx y Engels, conciben la "dictadura del proleta-riado" como mecanismo para la subversión del poder de la clase actualmente dominante e inicio de la edificación de una sociedad sin clases.
El espíritu de la Comuna es lo que ha guiado y sigue guiando este tipo de iniciativas auto-gestionarias. Hoy, entrados en crisis los modelos de partido único con que se dieron los primeros pasos del socialismo, es necesario reflexionar sobre aquella experiencia histórica. La cual, a su vez, se liga con otra gesta no menos importante que también tuvo lugar en París casi un siglo des-pués: el mayo francés de 1968.
Definitivamente el sistema pluripartidista que nos trajo la democracia parlamentaria mo-derna, si bien constituye un avance con relación al absolutismo monárquico y las estructuras feu-dales, lejos está de ser una auténtica representación de todos los sectores sociales. En forma dis-frazada, no deja de ser una dictadura de la clase capitalista. Para la gran mayoría de la población mundial ya no es tanto el látigo el que intimida sino el fantasma de la desocupación (un látigo más sutil, por cierto). La esclavitud ahora es asalariada.
Ahora bien: ¿puede la utopía socialista ir más allá de este corrupto sistema de partidos po-líticos y generar un auténtico poder popular?
Según concibió la teoría marxista clásica debe ser un partido revolucionario representante de las fuerzas sociales más progresistas quien lidera el proceso transformador. Y ahí se abre un debate hasta ahora nunca saldado. ¿Partido obrero? ¿Movimiento campesino? ¿Vanguardia arma-da? ¿Frente popular multiclasista?.
Como vemos, los pasos que deben llevar a la construcción de un orden nuevo son diver-sos, debatibles, incluso cuestionables. ¿Por dónde empezar? ¿Y el partido revolucionario único?.
"La libertad sólo para los partidarios del gobierno, sólo para los miembros de un parti-do, por numerosos que ellos sean, no es libertad. La libertad es siempre libertad para el que piensa diferente", decía hace ya casi un siglo Rosa Luxemburgo. La "dictadura del proletariado" tuvo más de dictadura que de otra cosa. Dicho esto, sabido y sufrido todo esto, debemos abrir la autocrítica.
Sin dudas no es una quimera la intención de cambiar las relaciones entre los seres huma-nos. Es, si se quiere, un imperativo ético: la sociedad de clases es un atentado contra la especie humana, y el capitalismo desarrollado lo es también contra el planeta. Por tanto no es un sueño infantil aspirar a su modificación. De hecho, además, de forma lenta pero sin pausa, la humanidad va cambiando, va buscando mayores cuotas de justicia, de participación popular (las monarquías no están en ascenso y la esclavitud física, aunque no desapareció totalmente, tampoco está en crecimiento). Lo que se visualiza como utopía -en el sentido que prefiramos- es el camino a se-guirse para conseguir el fin. Dicho en otros términos: ¿cuál es el instrumento que posibilita cam-biar la sociedad a favor de las mayorías explotadas?.
La Comuna de París y el mayo francés se proponen como referentes: el "pobrerío" al po-der, la imaginación al poder. Podemos estar de acuerdo con que otro mundo es posible; la cues-tión es cómo construirlo. Es decir: ¿cómo se afianzan y tornan sustentables las experiencias auto-gestionarias? Más allá de la reacción, la protesta, la lucha contestataria (momentos imprescindi-bles en esta construcción), a la luz de lo que fueron esos intentos de edificación de algo nuevo, las preguntas siguen abiertas.
¿Habrá que convencerse que el poder popular, el poder horizontalizado, es una pura qui-mera, una utopía en sentido negativo? La figura del Amo y del Esclavo que Hegel inmortalizara en el capítulo IV de su Fenomenología del Espíritu, en 1807, como modelo de la dialéctica defi-nitoria de la relación interhumana ¿no se equivoca entonces? Con lo que tenemos de ejemplo hasta ahora, con todo lo que las experiencias humanas nos han aportado a lo largo y ancho de la superficie de nuestro planeta y en lo que llevamos de historia como especie, en principio todo ello nos autoriza a decir que sí, efectivamente, Hegel no estaba muy equivocado.
El poder fascina. Esto, parece, es válido universalmente. Cualquier experiencia de ejerci-cio de poder nos confronta con la dificultad tan grande de lograr evitar caer en similares tentacio-nes, desde el Gengis Khan a Ceauscescu, del poder que confiere manejar un automóvil respecto al peatón al hecho que un sirviente nos abra la puerta del ascensor, del profesor en su cátedra a Idi Amin en su lugar de autócrata. Renunciamientos al halo mágico del poder, aunque de hecho puedan darse, no son fáciles - por otro lado, ¿por qué habrían de serlo?, si justamente lo humano es tal en torno a esa dialéctica, se constituye sobre ese paradigma amo-esclavo.
Si el Che Guevara renunció a su puesto en la Revolución Cubana, ¿fue realmente para se-guir con la causa universal de la lucha revolucionaria, o por que no había lugar para dos grandes en la isla? El catecismo nos dirá una cosa, sin dudas, pero ¿y la autocrítica? Eva Perón, en la dé-cada de los 50 del pasado siglo en Argentina, ¿renunció a la vicepresidencia por lealtad con su pueblo, o porque la oligarquía vernácula y la embajada estadounidense la obligaron?
En la tradición socialista nunca se ha debatido seriamente el tema del poder, de la fascina-ción del poder. La sola mención de "poder popular" como fórmula mágica no excusa -la historia lo constata- de la necesidad de mantenerse alertas ante las recaídas en las mismas repeticiones de siempre. ¿Por qué siempre las revoluciones socialistas estuvieron ligadas a la figura de un gran líder? (por cierto, siempre varón). ¿Por qué estos líderes se permiten legar herederos políticos? ¿Por qué siempre los mismos errores? Se podría haber pensado que en la construcción del mundo nuevo las purgas en masa de Stalin quedaban en la historia estigmatizadas como lo que nunca debería repetirse, y que ya nunca volvería a verse un abuso de autoridad por parte de un dirigente revolucionario. Pero no: vemos que el autoritarismo, la jerarquía, la verticalidad en el mando si-guen siendo prácticas aún vigentes en la izquierda (no falta por ahí algún comandante violador incluso). ¿Y la autocrítica?.
Cuando se ha pensado en transformar el mundo (utopía en el sentido literal que el inventor de la palabra, Tomás Moro, le diera: "lugar que no está en ningún lugar"), cuando la tradición socialista apuesta por la construcción de una cosa nueva, ahí es donde surgen los problemas.
Los problemas son de dos tipos: por un lado -esto no es ninguna novedad obviamente- la reacción de las fuerzas conservadoras, de aquellos que perderían con un cambio. Obstáculo de enormes proporciones a vencer, mucho más grande que hace un siglo, cuando se comenzaba a hablar de poder popular, de la comuna de París. Obstáculos que hoy, con un poder militar incon-mensurable por parte del capitalismo desarrollado, y más aún de su potencia hegemónica, son de una naturaleza casi insalvable (hoy quizá sea más fácil molestar a la lógica capitalista por medio de un hacker que con un llamado a la toma de las armas por parte del pueblo unido).
¿Pero qué hacer entonces?
¿Cómo enfrentarse al Fondo Monetario Internacional, a las bombas inteligentes, a los sa-télites de espionaje, al fantasma de la desocupación, a los medios de comunicación masivos de escala planetaria? El mundo de hoy, luego de la caída del muro de Berlín, está inclinado de modo escandalosamente unipolar hacia el lado del gran capital, y por cierto que no se ve muy fácil có-mo golpearlo. La derecha ha aprendido de sus errores más rápido y mejor que la izquierda, y hoy día ya no son concebibles ni una comuna de París ni un mayo francés, sencillamente porque el poder dominante lo puede controlar con relativa suficiencia.
Pero si eventualmente la correlación de fuerzas permitiera -concédasenos jugar un mo-mento a las utopías- realizar los cambios pertinentes, surge con no menos fuerza el otro proble-ma: confiscadas las empresas industriales, repartidas las tierras, promovido el estado de bienestar por medio de iniciativas populares (salud y educación gratuitas y de calidad, créditos hipoteca-rios, cultura para todos), ¿cómo organizamos el poder popular? ¿Cómo evitar que se repitan las purgas stalinistas o el machismo y la impunidad de algún comandante?
"Una nueva organización de izquierda debe crear antídotos desde su momento fundacio-nal para todas estas deficiencias del pasado", reflexionaba Carlos Figueroa Ibarra. Pero quizá no haya antídoto contra mucho de lo que conocemos como experiencia humana. Si el poder fascina a todos por igual, si el sujeto se constituye contra la imagen del otro, parece que es utópico buscar una "bondad" esencial entre los seres humanos. Pero más aún: quizá sea desubicado, tonto, in-conducente, mantener un maniqueísmo de buenos y malos, de carácter más bien religioso, donde el poder y los poderosos son intrínsecamente "malos" y los desposeídos son los "buenos". El "hombre nuevo" -que por definición tiene que ser "bueno"- no está cerca de prosperar. ¿Hay ya "hombres nuevos" por algún lado? ¿Puede haberlos? ¿"Nuevos" en qué sentido: que ya no se fas-cinan con el poder? No debemos olvidar que el Che, por ir a luchar al Africa en nombre de la revolución universal, dejó abandonada su familia en Cuba (¿"padre abandónico" lo llamaríamos hoy desde la psicología? ¿Se le debería promover juicio por abandono de hogar?).
Quizá lo que podemos plantear es la necesidad de la participación popular como un cami-no importante, tal vez de la más vital importancia para la construcción de un mundo distinto.
Que "otro mundo es posible" está fuera de discusión; posible e imperiosamente necesario. Sobre lo que debemos seguir profundizando es en el cómo lograrlo. Participación popular, poder popular, son conceptos que van más allá de la concurrencia a las urnas cada tanto tiempo, o la participación en un acto público el 1º de mayo. La experiencia de los intentos socialistas habidos nos va demostrando que la construcción del partido revolucionario presenta significativas contra-dicciones. La supuesta pluralidad partidaria de las democracias burguesas no tiene absolutamente nada que ver ni con la participación ni mucho menos con el poder popular. Autogobierno local, autogestión obrera de la producción, movimientos cooperativos -y en esa línea también: comuna de París y mayo del 68- son hitos que ya existen y deben potenciarse. He ahí donde debemos nu-trirnos para ver por dónde caminar. Latinoamérica es muy rica en estas experiencias.
Entiendo que para quienes damos por supuesto que hay que seguir buscando modelos más justos de vida, el problema se nos plantea al abordar cómo impulsar ese poder popular. Debemos estar conscientes que cada individuo es, ante todo, parte de una masa; y que la masa tiende a ser conservadora, no crítica, fácilmente exaltable. La idea de "hombre nuevo" es casi la antípoda del hombre-masa. En algún sentido todos somos masa, y la organización de una sociedad tiene mu-cho que ver con ese fenómeno. De todos modos el capitalismo desarrollado llevó esa formación a niveles jamás vistos anteriormente en la historia; no puede haber sistema capitalista eficiente si no hay masa - como productora y como consumidora. La masa, preciso es reconocerlo, difícil-mente pueda proponer, sopesar, decidir con sutileza. La masa es amorfa, sigue a un líder, prefiere el inmediatismo.
Pero ahí está el reto: ¿cómo lograr que ese conjunto incoordinado y manipulable como es la masa pueda ejercer el poder? ¿Cómo puede gobernarse a sí misma? "Las masas" -decía una pintada callejera durante la guerra civil española- "no son revolucionarias sino que, a veces, se ponen revolucionarias". Insisto con el interrogante: ¿es posible perpetuar ese espíritu revolucio-nario de la masa? ¿Es posible construir una sociedad a partir de ese espíritu? ¿Cómo hacer para que en realidad la imaginación tome, conserve y ejerza productivamente el poder? Resolver esto es el desafío que se nos abre.
La dictadura del proletariado, es decir: un gobierno revolucionario de iguales dispuesto a cambiar el curso de la historia, fue lo que hizo pensar a Marx más de un siglo atrás en la perti-nencia de ese mecanismo luego de entusiasmarse con los hechos de París de 1871. Las contadas ocasiones en la historia del siglo XX en que esas masas dejaron de acatar las reglas establecidas y derrocaron regímenes que las agobiaban (Rusia, China, Cuba, Nicaragua), se pusieron en marcha procesos que significaron mejoras. Claro que siempre esos movimientos tuvieron una figura fuer-te (masculina) que terminó poniéndose al frente.
Hecho el balance de lo que significaron tales experiencias, está claro que hubo grandes avances populares: se redujo o extinguió el hambre crónica, creció el bienestar cotidiano, la po-blación tuvo acceso a salud, educación, tierras y viviendas, aumentó la producción y la investiga-ción científica. Aunque se pueda criticar la burocracia y la falta de derechos individuales en Chi-na, por ejemplo, ¿quién podría negar que las grandes masas tienen hoy un mejor nivel de vida que con los mandarines? Aunque no falten cubanos que abandonan la isla hastiados de la monocro-mía del partido único y la crónica escasez buscando el "paraíso adorado" de Miami, ¿quién podría negar que la situación socioeconómica y cultural de la población de Cuba es hoy infinitamente más digna que la de cualquier país latinoamericano, y que sus logros sociales ni siquiera en muchos países del Norte pueden encontrarse?.
De todos modos la pregunta sigue en pie: ¿y el poder popular?
Quizá debemos poner un especial énfasis en la pequeña célula de autogestión, en el pe-queño grupo que se organiza y se autogobierna, y no tanto en la idea de gran proyecto universal que cambia el mundo y abre las puertas del nuevo paraíso. Eso, por lo que vemos, no funcionó en ese sentido.
Ante esos experimentos fallidos -no sé si decir fracasos, pero sí tanteos a revisar- está cla-ro que hay que presentar otras alternativas. Lo que podemos extraer como conclusiones es que si de cambios se trata, la masa debe ser crítica, acompañar e involucrarse en los procesos sociopolí-ticos, ser un contralor riguroso. Tal vez a principios del siglo XX, en Rusia, un campesinado casi feudal, muy poco desarrollado educativa y políticamente, lejos de la cultura industrial urbana, no estaba en condiciones de ser el garante de un proceso autogestionario genuino; por eso, más allá de los soviets, pudo aparecer un Stalin. En esa dimensión podría preguntarse entonces: ¿pero por qué una clase obrera como la alemana, o la japonesa, altamente desarrolladas, con buenos niveles educativos, con tradición de organización sindical, no proponen entonces el control de la produc-ción en sus países en la actualidad? ¿Por qué no toman en sus manos el control de sus Estados y organizan una sociedad nueva? Pero, ¿quién dice que esas clases sociales quieren cambiar su es-tatus? Tal vez cada trabajador individual querría, ante todo, devenir funcionario de la fábrica donde labora, duplicar su ingreso, incluso tener personal a su cargo. En países de alto consumo el ideal es poder consumir más todavía y la solidaridad es una exótica pieza de museo. El actual neoliberalismo se ha encargado de elevar esa tendencia a su máxima expresión haciendo del individualismo una religión obligada.
Tanto en el Norte hiper desarrollado como en el Sur famélico, hoy por hoy, caídos los modelos del socialismo clásico y entronizado el "sálvese quien pueda" de un capitalismo salvaje y voraz, replantearse los términos del poder es de vital importancia. En el ánimo de aportar alter-nativas en este debate, entiendo que la cuestión básica estriba en pensar en procesos micro, loca-les, en pequeños poderes realmente horizontales y democráticos: la comunidad barrial, la unidad sindical, la cooperativa puntual, el grupo de consumidores, los colectivos particularizados. Expe-riencias de autogestión hay numerosísimas a lo largo y ancho del planeta, y de ahí debe salir la nueva savia revolucionaria.
En un mundo globalizado con poderes descomunales de impacto planetario, buscar alter-nativas especulares a esos poderes no se ve conducente. La Guerra Fría, por cierto, terminó as-fixiando en su monstruosa, loca carrera de dos gigantes -uno más que el otro, evidentemente- a uno de los polos, el que, mal o bien, podía servir como contrapeso al capitalismo; por tanto, vol-ver a oponer misil nuclear contra misil nuclear en tanto método de lucha no parece lo más fructífero.
No podemos ser ingenuos y pensar que una comunidad rural organizada en alguna provin-cia de Tanzania, o un colectivo de madres solteras en Rawalpindi o una cooperativa de pescado-res en el Caribe hondureño, puedan ser inquietantes para los grandes bancos que manejan la eco-nomía mundial, o para las fuerzas armadas de Estados Unidos o de la OTAN. Seguramente no. Pero dado que estábamos hablando de cómo darle forma a la utopía, entiendo que he ahí el ger-men del que debemos nutrirnos. Pensar en las utopías significa creer que son posibles (si no, no vale la pena siquiera considerarlas).
Luego del derrumbe de la Unión Soviética, a partir del mundo unipolar vivido esta última década y del mensaje triunfal del neoliberalismo individualista -coronado con la invasión a Irak por parte de los Estados Unidos pasando por sobre la Organización de Naciones Unidas- todos, y la izquierda en especial, hemos quedado golpeados, sin referentes, profundamente asustados. El fantasma de la desocupación no es cuento, y los cerca de 200 millones de desempleados en el mundo ayudan a mantener la precariedad laboral en un bochornoso proceso de retroceso social (hasta en el seno de las Naciones Unidas los contratos son por tiempo limitado, sin prestaciones ni derecho sindical). Si "la historia ha terminado" -según se nos informó pomposamente- ¿para qué pensar en utopías?.
Pero no es utópico decir que hay que enfrentarse a todo esto: es, en todo caso, una obliga-ción, un imperativo ético. Durante la comuna de París era, o al menos parecía, más claro -pero no por ello más sencillo- fijar el norte: la clase obrera industrial debía ser el motor de cambio univer-sal tomando el poder y construyendo una sociedad nueva (claro que esa conclusión se sacaba en uno de los países más industrializados del mundo, en muy buena medida rector de la historia glo-bal por su influencia política y cultural. Quizá una sublevación indígena en América -que en 1871 también ocurrían- no hubiera permitido sacar la misma conclusión).
Hoy, seguramente el panorama no permite aquella misma claridad. ¿Contra quién lucha el campo popular en la actualidad? Si bien sigue siendo claro que contra un sistema injusto, como mínimo hay que formular algunos matices: en el capitalismo desarrollado un trabajador no tiene mucho por lo que protestar, o no tanto, al menos, como cuando la comuna parisina en el siglo XIX. Allí, quizá, el mayor enemigo podría parecer hoy el mismo consumismo. En el Sur, por el contrario, dada la complejidad e interdependencia planetaria a que se fue llegando, se hace casi imposible pensar en procesos de autonomía nacional antiimperialistas (¿cuánto podría resistir hoy una revolución socialista en un estado africano, por ejemplo?, o ¿hasta dónde podrá llegar la Re-volución Bolivariana en Venezuela si continúa radicalizándose y amenazando las reservas petro-leras que Washington considera propias?); en el Tercer Mundo, tal vez lo más revolucionario hoy es no pagar la deuda externa. Hablar de antiimperialismo pasó a ser casi una reliquia.
Ante todo esto, entonces, ¿hay que olvidarse de las utopías?
¡De ningún modo! El solo hecho de escribir estas líneas, de intentar hacerlas circular, de contribuir a este debate, está mostrando que la utopía nos sigue convocando. Y estoy seguro que no somos pocos los que así pensamos.
Desde hace unos años se vienen realizando encuentros internacionales alternativos a las cumbres de los super poderes: el G-7 alternativo, el Foro Social Mundial. Sin dudas tienen, antes que nada, un valor político: hacer ruido al lado de los factores de poder dominantes del mundo. Hasta ahora no ha salido de ahí un claro programa de acción para oponernos al capitalismo salva-je que nos agobia. Incluso es probable que nunca salga; que no aparezca un plan concebido como guía para implementar. Y ahí está su fuerza quizá.
Estos espacios alternativos pueden ser lugares de encuentro, de intercambio, de aprendiza-je, ámbitos donde las fuerzas progresistas de la humanidad pueden ratificar que no todo está per-dido. Con un espíritu de horizontalidad, de democracia, es importante seguir creyendo en que otro mundo es posible, que no todo se reduce a asegurar el propio empleo, tomar Coca-Cola y olvidarse del vecino mirando televisión. Como expresara Heinz Dieterich: [Se dice que] "hoy día la televisión vuelve imposible la concienciación de las masas. La "televisión" del feudalismo era la iglesia católica que garantizaba el adoctrinamiento y sumisión sistemática de la población. Pero pese a su férreo control mediante el terrorismo psicológico y de Estado (la Inquisición), no pudo impedir el renacimiento de la razón secular y crítica que rompieron la camisa de fuerza ideológica". Lo mismo puede decirse de nuestros tiempos.
Si algo tienen de positivo estos encuentros de las fuerzas progresistas es que constituyen una invitación a repensar las cuestiones sobre el poder y su fascinación. Que el capitalismo y su expresión imperial máxima dada por los Estados Unidos son el enemigo, eso no es novedad. Que el stalinismo es una vergüenza histórica para la izquierda, eso tampoco es novedad. Lo que nos debe unir como movimiento popular es la búsqueda de alternativas viables al modelo miserable que hoy se presenta vencedor.
La izquierda en Latinoamérica
La región latinoamericana tiene características bastante peculiares en tanto bloque. Si bien hay diferencias, marcadas incluso, entre algunas zonas -el Cono Sur con Argentina, Chile y Uru-guay es muy distinto a Centroamérica, por ejemplo; o sus países más industrializados, Brasil y México, difieren grandemente de las islas caribeñas-, en su composición hay más elementos es-tructurales en común que dispares.
Los rasgos comunes que unifican a toda la región son, al menos, dos: a) todos los países que la componen nacieron como Estado-nación modernos luego de tres siglos de dominación colonial europea; y b) todos se construyeron intengrando a los pueblos originarios en forma for-zosa a esos nuevos Estados por parte de las elites criollas. Estas características marcan a fuego la historia y la dinámica actual del área.
En un sentido, toda la historia de Latinoamérica en sus ya más de cinco siglos como uni-dad político-social y cultural, es una historia de violencia, de profundas injusticias, de reacción y luchas populares. De las rebeliones indígenas a la actual propuesta del ALBA (la Alternativa Bo-livariana para las Américas) como proyecto de integración no salvajemente capitalista, las fuerzas progresistas han jugado siempre un importante papel. Las izquierdas políticas en sentido moderno (con un talante socialista podríamos decir, marxistas incluso) han estado siempre presentes en los movimientos del pasado siglo. De hecho, con diferencias en sus planteamientos pero con un mismo norte, en casi todas las sociedades latinoamericanas se dieron procesos populares de cons-trucción de alternativas socialistas, o nacionalistas antiimperialistas, en búsqueda de mayores niveles de justicia. En algunas llegando a ocupar aparatos de Estado: Chile, Cuba, Nicaragua, Venezuela; en otras peleando desde el llano: movimientos sindicales, reivindicaciones campesi-nas, insurgencias armadas.
Sin ánimo de hacer un balance de esta historia, lo que vemos entrado ya el siglo XXI es que la izquierda no está en franco ascenso, pero tampoco ha muerto como el omnímodo discurso neoliberal actual pretende presentar. Es más: luego de la furiosa y sangrienta represión de los proyectos progresistas de las décadas de los 70/80 y de la instauración de antipopulares políticas fondomonetaristas en los 90, después del derrumbe del campo socialista y un período donde las luchas por mayores cuotas de justicia parecían totalmente dormidas, en estos últimos años asisti-mos a un renacer de la reacción popular.
¿Estamos entonces realmente ante un resurgir de las izquierdas, de nuevos, viables y ro-bustos proyectos de cambio social?
Hoy día suele hacerse la diferencia entre izquierdas políticas e izquierdas sociales. Hay, sin dudas, un cierto retraso de las primeras en relación a las segundas. Para decirlo de otro modo: los planteos políticos de fuerzas partidarias a veces han quedado cortos en relación a la dinámica que van adquiriendo movimientos sociales. Muchas veces las reacciones, protestas, o simplemen-te la modalidad que, en forma espontánea, han tomado las mayorías, no siempre se ven corres-pondidas por proyectos políticos articulados provenientes de las agrupaciones de izquierda. Con variaciones, con tiempos distintos, pero sin dudas como efecto generalizado apreciable en toda Latinoamérica, hay un desfase entre masas y vanguardias. Lo cierto es que desde hace algunos años la reacción de distintos movimientos sociales ha abierto frentes contra el neoliberalismo rampante que se extiende sin límites por toda la región.
Toda esta izquierda social ha tenido impactos diversos, con agendas igualmente diversas, o a veces sin agenda específica: frenar privatizaciones de empresas públicas, organización y mo-vilización de campesinos sin tierra, o de habitantes de asentamientos urbanos precarios, derroca-miento de presidentes como en Argentina, en Bolivia o en Ecuador, oposición a políticas dañinas a los intereses populares. Por ejemplo, la suma de todas estas movilizaciones impidió la entrada en vigencia del Area de Libre Comercio para las Américas tal como lo tenía previsto Washington para enero del 2005.
El abanico de protestas es amplio, y a veces, por tan amplio, difícil de vertebrar. Los pi-queteros en Argentina o los movimientos campesinos con un fuerte componente étnico en Boli-via, Ecuador, Perú o Guatemala, el zapatismo en el Sur de México o la movilización de los sem terra en Brasil, son formas de reacción a un sistema injusto que, aunque haya proclamado que "la historia terminó", sigue sin dar respuesta efectiva a las grandes masas postergadas. ¿Hay un hilo conductor, algún elemento común entre todas estas expresiones?
Hoy por hoy, diversas expresiones de la izquierda política -la que en estos momentos es posible: moderada y de saco y corbata- tienen en sus manos el aparato del Estado en varios paí-ses: Brasil, Chile, Uruguay, Argentina. Las posibilidades de transformaciones profundas, tal co-mo están las cosas y dada la coyuntura con que arribaron a las administraciones estatales, son limitadas. Más aún: son izquierdas que, en todo caso, pueden administrar con un rostro más humano situaciones de empobrecimiento y endeudamiento sin salida en el corto tiempo. En modo alguno podría decirse que son "traidores", "vendidos al capitalismo", "tibios gatopardistas". La izquierda constitucional hace lo que puede; y hoy, en los marcos de la post Guerra Fría, con el triunfo de la gran empresa y el unipolarismo vigente -más aún en la región latinoamericana- es poco lo que tiene por delante: si deja de pagar la ominosa deuda externa, si piensa en plataformas de expropiaciones y poder popular y si se atreve a armar a sus pueblos, sus días están contados.
¿Es mejor, entonces, desechar de una vez la lucha en los espacios de las democracias constitucionales? Es un espacio más, uno de tantos; pero no más que eso, y deberíamos ser muy precavidos respecto a los resultados finales de esas luchas. Los movimientos insurgentes que, desmovilizados, pasaron a la arena partidista, no han logrado grandes transformaciones reales en las estructuras de poder contra las que luchaban con las armas en la mano (piénsese en las guerri-llas salvadoreñas o guatemaltecas, por ejemplo, o el M-19 en Colombia); lo cual no debe llevar a desechar de una vez el ámbito de la democracia representativa.
Las izquierdas que hacen gobierno desde otra perspectiva (Cuba, o recientemente Vene-zuela con su Revolución Bolivariana) son el blanco de ataque del gran capital privado, expresado fundamentalmente en la actitud belicosa y prepotente de la administración de Washington.
Lo que está claro es que en esta post Guerra Fría, con el papel hegemónico unipolar que ha ido cobrando Estados Unidos y su plan de profundización de poderío global, Latinoamérica es ratificada en su papel de reserva estratégica (léase: patio trasero). Ante la desaceleración de su empuje económico (el imperio no está muriéndose, pero comienza a ver amenazado su lugar de intocable a partir de nuevos actores como China o la Unión Europea), el área latinoamericana es una vez más un reaseguro para la potencia del Norte, apareciendo ahora como obligado mercado integrado donde generar negocios, proveer mano de obra barata y asegurar recursos naturales a buen precio, por supuesto bajo la absoluta supremacía y para conveniencia de Washington. De esa lógica se deriva la nueva estrategia de recolonización conocida como ALCA. Pero ahí está la fuerza de las izquierdas, políticas y sociales: unirse como bloque regional. De hecho, los tibios movimientos integracionistas habidos a la fecha, impidieron hasta ahora la entrada en vigencia de ese nuevo mecanismo de dominación continental. Como dijera Angel Guerra Cabrera: "La victo-ria no concluye hasta conseguir la integración económica y política de América Latina y el Ca-ribe. Y es que la concreción en los hechos del ideal bolivariano -como lo vienen haciendo Vene-zuela y Cuba en sus relaciones- es lo único que puede evitar la anexión de nuestra región por Estados Unidos y propiciar que se desenvuelva con independencia y dignidad plena en el ámbito internacional. Lograrlo exige la definición de un programa mínimo que agrupe en cada país a las diferentes luchas sociales en un gran movimiento nacional capaz de impulsar transformacio-nes antiimperialistas y socialistas". Seguramente ahí hay una agenda que las fuerzas progresistas no pueden descuidar: una integración real y basada en intereses populares, una posición clara contra mecanismos de ataque a la integridad latinoamericana como el Plan Colombia y los nue-vos demonios que circulan: la lucha contra el narcotráfico y contra el terrorismo internacional.
Esto nos lleva, entonces, a la reconsideración de la nueva izquierda en Latinoamérica, ta-rea impostergable y vital.
Retomando lo expuesto más arriba en relación a la relectura que necesita hacer la izquier-da en tanto expresión de un pensamiento alternativo al capitalismo, a la lógica del libre mercado, a la sociedad de clases -crítica que no significa el desechar los ideales de cambio luego del de-rrumbe del socialismo europeo sino su profundización a partir de las lecciones aprendidas-, son necesarios entonces algunos replanteamientos fundamentales sobre su ideario.
Como decíamos: el preguntarse qué es lo que está en juego en una revolución; atreverse a buscar a tiempo los antídotos del caso contra los errores que nos enseña la historia; preguntarse qué, cómo y en qué manera puede cambiar lo que se intenta cambiar; hacer efectiva la máxima de "la imaginación al poder" como una garantía, quizá la única, de poder lograr cambios sosteni-bles. En esa reconceptualización, sabiendo que nos referimos a Latinoamérica, es necesario reto-mar agendas olvidadas, o poco valorizadas por la izquierda tradicional. Heredera de una tradición intelectual europea (ahí surgió lo que entendemos por izquierda), los movimientos contestatarios del siglo XX ocurridos en Latinoamérica no terminaron de adecuarse enteramente a la realidad regional. La idea marxista misma de proletariado urbano y desarrollo ligado al triunfo de la in-dustria moderna en cierta forma obnubiló la lectura de la peculiar situación de nuestras tierras. Cuando décadas atrás José Mariátegui, en Perú, o Carlos Guzmán Böckler, en Guatemala, traían la cuestión indígena como un elemento de vital importancia en las dinámicas latinoamericanas, no fueron exactamente comprendidos. Sin caer en infantilismos y visiones románticas de "los pobres pueblos indios" ("Al racismo de los que desprecian al indio porque creen en la superiori-dad absoluta y permanente de la raza blanca, sería insensato y peligroso oponer el racismo de los que superestiman al indio, con fe mesiánica en su misión como raza en el renacimiento ame-ricano", nos alertaba Mariátegui en 1929), hoy día la izquierda debe revisar sus presupuestos en relación a estos temas. De hecho, entrado el tercer milenio, vemos que las reivindicaciones indí-genas no son "rémoras de un atrasado pasado semifeudal y colonial" sino un factor de la más grande importancia en la lucha que actualmente libran grandes masas latinoamericanas (Bolivia, Perú, Ecuador, México, Guatemala). Sin olvidar que Latinoamérica es una suma de problemas donde el tema del campesinado indígena es un elemento entre otros, pero sin dudas de gran im-portancia, la actitud de autocrítica es lo que puede iluminar una nueva izquierda.
Pensar que las izquierdas están renaciendo con fuerza imparable, además de erróneo, pue-de ser irresponsable; pero creer que todo está perdido, es más irresponsable aún. En ese sentido, entonces, la utopía no ha muerto porque ni siquiera ha terminado de nacer.
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