La inmensa mayoría de los trabajadores públicos venezolanos de base, tienen la percepción de que sus jefes son de orientación opositora. Lo cual se traduce para el sentir popular, en la creencia de que la administración pública está en manos del “escuálidismo”. En muy pocos casos, esta situación es aclarada por quienes tienen que hacerlo (si es que se puede). En caso de que lo sea, el jefe opositor asume una cínica conducta de ecuanimidad, lo que hace que, de alguna forma, la relación laboral sea, aunque abierta, amarga para el trabajador militante, pues en el fondo, sabe que no se avanza hacia las metas deseadas por una fundamental contradicción, es decir, un insalvable conflicto de intereses. Pero en la generalidad de estos casos “no aclarados”, la relación se da sobre un océano de ambigüedades, incrementando día tras día las dudas, las que a la postre hacen angustiosa la vida del servidor público de a pie y por consiguiente se convierten en inviables los objetivos de la dependencia para la cual trabaja (ya veremos lo que esto significa para la vida del país y el futuro de la revolución).
¿Que hace que un trabajador sospeche de la idoneidad política de su jefe?
Hay un gran número de razones, desde las exhibidas por el susodicho, reflejadas en su conducta, en las sutilezas de su comportamiento diario, hasta la incapacidad demostrada por éste ante las exigencias propias de su cargo. Para los efectos de este texto, enfocaremos la atención sobre las más evidentes. El jefe de marcada característica ambigua, mantiene en los mandos medios de la institución que dirige, a un tren de subjefes (personal de confianza) abiertamente opositores, quienes no desperdician oportunidad en manifestarlo, ya sea en las áreas comunes de la institución o a través de las ruidosas redes sociales. Esto lo hacen con gran desparpajo, no solo para dejar en claro su postura política, haciendo campaña a favor de la parcialidad ideológica que comparten, sino que además, con una marcada falta de ética, se suman a la guerra mediática que padece incesantemente el pueblo, ayudando a posicionar matrices de opinión que van en contrasentido de las políticas del gobierno revolucionario. El jefe mayor, aunque en reiteradas ocasiones se le ha presentado contundentes pruebas de esta anomalía, jamás se pronuncia y mucho menos corrige esta situación, por lo demás, emblemática, no solo porque afecta el normal desenvolvimiento de la acción laboral, si no porque actúa en menoscabo de la moral de la fuerza trabajadora.
Esta camarilla de subjefes, son la antítesis del modelo de servidor público. Por lo general son maltratadores, insensibles, injustos, que no solo vejan con saña a sus subalternos, sino que someten también a esta barbarie, a los sujetos de las políticas para las cuales fueron convocados, es decir, el pueblo llano, al soberano. ¡Vaya que canallada! Están allí, situados como a propósito en los cuellos de botella de la estructura, entorpeciendo el natural flujo, el sano desenvolvimiento de los procesos, e impregnando los ambientes de cizaña con su mala formación. Están allí en Recursos Humanos (centro neurálgico para que todo marche mal). En Administración, Presupuesto, Ejecución, etc, pero sobre todo en Atención al Publico. En las alcabalas internas, creando un caos tal que en el mejor de los casos, se presenta como un juego trancado. Estos individuos militantes de la contrarrevolución, padecen de todas las aberraciones que produce la manía de acumulación de bienes materiales: egoístas, ambiciosos, codiciosos, discriminadores, desleales y hasta chismosos. Se rodean de abyectos, practican el nepotismo para ir tejiendo una red de poder que incluso compiten para disputarse entre sí, un mísero pasillo, una puerta, una taquilla que les depare el distorsionado ejercicio del poder.
Todo esto llega a oídos del jefe mayor, quien se supone es de los nuestros (chavista), pero nada ocurre: “Todo bien gracias”. En algunos pasajes de esta batalla argumenta: “la coyuntura no lo permite”, “existen complejidades en la alta política que acaparan todos los esfuerzos posibles”, “no es hora de implosionar la estructura podrida del corrupto estado burgués”, “ya llegará el momento en que ello suceda, el momento del poder popular”.
En tramos más relajados se refugia en las bondades revolucionarias: “Recuerden que esta es una gestión para la inclusión. No podemos discriminarlos simplemente porque no comparten nuestras ideas políticas”. Y de esta forma va dejando colar mayor incertidumbre, mayor desconfianza entre la tropa combatiente. La que a la postre queda desorientada, a la deriva, sin ninguna dirección, perdida en los recovecos de una burocracia perniciosa. Es entonces cuando “el jefe mayor” justifica su distancia. Se aísla en su oficina con un equipo hermético a su alrededor constituido por sus más íntimos colaboradores, ensimismado en un objetivo programático al que nadie logra acceder. No habla con nadie, no atiende el teléfono, se hace de un anillo de seguridad y hasta sus propios trabajadores deben seguir el riguroso protocolo para alguna posible audiencia.
Pero lo que más identifica a un “jefe guabina” es la incomprensible actitud ante todo aquello que huela a organización de trabajadores. Ni por conveniencia propia disimula su enfado y su animadversión. No puede oír hablar de algún conato de sus Consejos, de algún comité promotor, de algún embrión de sindicato, alguna chispa de lucha reivindicativa o del asomo, por utópico que parezca, del control obrero, porque se acaba la magia. Se dividen las aguas, desaparece la camaradería que alguna vez unió a los revolucionarios y emerge la distancia inexorable entre explotadores y explotados ¿Qué cosas no?
Todo esto sucede, institución adentro. Típicos procesos internos en donde se consumen y se desgastan los trabajadores, sus esperanzas y sus fuerzas combativas. Pequeños infiernillos girando en infinitos círculos viciosos, burdamente bosquejados en este texto, ajenos a la interpelación de las multitudes, ávidas de justicia, pero que impactan sobre ellas con los nefastos resultados de una administración altamente ineficiente cuya clase directiva está volcada a sus propios intereses: sus sueldos (por lo general los secretos mejor guardados de la administración), sus beneficios, sus casas, sus carros, viajes, en fin, sus groseros privilegios por un lado, y en el peor de los casos, en su estela de corruptelas, por el otro.
No obstante, puertas afuera, es más que notoria las evidentes incapacidades de quienes dirigen tales instituciones, más allá de lo fundamental: la falta de respuesta oportuna y de alta calidad que les exige la configuración del poder popular, protagónico y participativo. Basta con acercarse a una de estas edificaciones para tener un retrato fiel de su presidente o director: la basura, el caos, la desidia, el abandono, la pobreza, la informalidad, la marginalidad e indigencia periférica, el olor a berrenchín a mierda (no tiene ni idea del punto y circulo, o pretende creer que no es con él). Luego la puerta, la cadena, el candado, la indeseable reja, el dueño de la puerta y su escritorio, el maltrato, la cola, los números, el desorden, la espera inútil, la ignorancia reinante, la indolencia y por último, la burla, la injusticia.
Si algún responsable de alguna institución del estado que se tope con estas líneas, no se ve retratado en ellas, simplemente mire a su alrededor e interróguese a si mismo. No le pregunte a la camarilla que lo tiene cercado, y si no puede corregir el berenjenal en que está y en que ha sumido su trinchera, hágase a un lado y apórtele algo a la revolución, antes de que la patria del Comandante Eterno se lo demande.