Los gobiernos progresistas de comienzos del milenio acceden al poder y lo mantienen por medios escrupulosa e inobjetablemente democráticos. Con procedimientos institucionales reinician postergadas reformas agrarias, conceden y hacen efectivos derechos sociales, instauran o reafirman el control de industrias que explotan recursos naturales, emprenden caminos hacia una industrialización moderada y ajustada a las necesidades locales, expulsan misiones y bases militares estadounidenses.
Esta renuncia a las vías de hecho no les ahorra la violencia contrarrevolucionaria. En la República Bolivariana de Venezuela, cuando el Golpe de Estado del 11/04/2002, secuestra a Hugo Chávez Frías, las mayorías inundan las calles y lo reinstauran como Presidente. Torrenciales movilizaciones acompañadas de un referendo mantienen en el poder a Evo Morales contra el intento derechista de secesión de la Media Luna. En Ecuador, marejadas del pueblo sostienen en el poder a Rafael Correa. En Argentina, todo tipo de agresiones sacuden el gobierno de Néstor Kirchner; fallecido éste, el voto mayoritario coloca en su lugar a su viuda María Cristina Fernández de Kirchner.
Pero el apoyo popular no salva a los constitucionalmente electos Manuel Zelaya de Honduras y Fernando Lugo de Paraguay. Se plantea así el desafío de cómo elevar al poder y mantener en él a una revolución pacífica a la cual la derecha asalta con violencia, sabotaje económico, terrorismo e injerencia imperial.
La respuesta está en la dinámica y oportuna movilización de masas. Ésta se logra a través de la prédica y la práctica de la participación popular. Gobiernos bien intencionados pero respaldados solo por mayorías reducidas a la pasividad serán fácilmente derrocados mediante las recetas clásicas de la manipulación mediática, la agresión externa e interna, el bloqueo y la guerra económica.
En la unión está la fuerza. La solidaridad es la herramienta con la cual los países pequeños pueden resistir a las potencias hegemónicas. La región latinoamericana y caribeña logró su independencia a principios del siglo XIX en contiendas en las cuales cooperaron milicias de los más lejanos rincones del continente. Pero desde finales de ese siglo estuvo sujeta a intentos de integración tutelados por U.S.A.: la Unión Panamericana, luego el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), la Organización de Estados Americanos (OEA). Estos nudos fueron reforzados con una red de Acuerdos Multilaterales de Inversión, que privilegiaban a los capitales por encima de los países; de Tratados de Promoción y Protección de las Inversiones, que nulificaban las políticas proteccionistas y sometían las controversias a tribunales o Juntas Arbitrales transnacionales; de Tratados contra la Doble Tributación, que garantizaban la inmunidad tributaria de los inversionistas. La potencia hegemónica intentó reservarse la región como una vasta zona absolutamente abierta a sus inversiones y exportaciones con el Área de Libre Comercio para las Américas (ALCA), proyecto que recibe en 2004 una aplastante derrota.
El nuevo milenio se inaugura así con una nueva diplomacia, marcada por la ampliación del Mercosur y la proliferación de organizaciones regionales integracionistas cuya independencia está garantizada por la ausencia de U.S.A. y Canadá: Mercosur, UNASUR, CELAC, ALBA. Las relaciones internacionales se orientan hacia la multipolaridad, y amplían vínculos con Asia, con África, con los Países No Alineados, con el BRICS. Paralelamente, Ecuador y la República Bolivariana de Venezuela se libran de la tutela transnacional del Centro Internacional de Arreglo de Diferencias sobre las Inversiones (CIADI) y de la Corte Interamericana de los Derechos Humanos (CIDH). Perfeccionar esta orientación integracionista y pluralista puede ser para las democracias socialistas tan importante como la movilización popular.