Viernes, 20 de febrero de 2015
Pasar la página: de los consejos comunales a las comunidades autogestionarias
Los consejos comunales fueron creados por medio de una ley. No han sido expresión de un proceso de acumulación de fuerzas y de poder social en las comunidades que, como consecuencia lógica y natural, derivaran en la formación (desde abajo) de esas instancias. Brotaron del seno del Estado, como el sueño hecho realidad de una oficina de ingenieros sociales.
Allí surgieron, se les dio el nombre, les fueron asignados deberes y derechos, competencias prestablecidas, así como su alcance. Es decir, las fronteras dentro de las cuales debían desenvolverse. Fue esa, digámoslo así, la partida de nacimiento de los consejos comunales, cual resultado de una orientación a la que conoce con el nombre de “socialismo jurídico”.
Hay que decir, por supuesto, que antes de su aparición existían en muchas comunidades grupos de trabajo diversos (culturales, deportivos, identitarios, reivindicativos), a los que se animó (en realidad era la única opción que se les ofrecía), a constituirse en consejos comunales, los que en esos casos pasarían a estar integrados por comités de áreas, que tratarían de reflejar aquellas iniciativas primigenias.
Corresponde por otra parte aclarar que la manera en que se conformaron los consejos comunales no es atributo exclusivo del chavismo. Guarda relación con un patrón de relacionamiento preexistente en nuestra historia, dentro del cual las organizaciones populares constituyen (con algunas excepciones), extensiones de partidos y gobiernos en la base de la sociedad. Una orientación hegemónica que se traduce con facilidad en un vínculo de arriba /abajo, político-clientelar. En otras palabras: de tutela, mejoras sociales, subordinación y reciprocidad electoral.
Se trata de un marco de actuaciones que hunde sus raíces en la manera como se articularon economía, política y sociedad al amparo de la riqueza petrolera, desde hace muchas décadas. La renta petrolera ha modulado los ciclos de la conflictividad social en Venezuela, atenuándola unas veces, exacerbándola en otras, pero siempre, proporcionando arreglos que terminan por debilitar y/o reinstitucionalizar, el instinto de lucha y las posibilidades de la autoorganización popular.
De allí por ejemplo, que en el medio sindical venezolano, haya predominado (con excepción de algunas corrientes minoritarias), un corporativismo sindical aristocrático, de contratos colectivos generosos (especialmente en el sector público), acordados en la mesa de negociación, con poca lucha y perfil economicista; en un vínculo de lealtad (incondicionalidad diríase) con los gobiernos. Por su parte en el campo vecinal se observa, como al mismo tiempo que se alcanzaban mejores condiciones de existencia, las organizaciones (las asovecinos en un tiempo, los consejos comunales en la actualidad), recaen en la acción reivindicativa puntual, fragmentaria, centrada predominantemente en obras de mejoramiento del entorno. Logros que si bien tienen un efecto positivo indudable, no transforman la vida asociativa ni preparan a la comunidad para afrontar desafíos de mayor complejidad (como participar en el gobierno de la ciudad).
En la actualidad se hace mucha referencia al “poder popular”, no obstante, hasta ahora es más retórica que realidad. No se observa un real empoderamiento de las comunidades. Con demasiada frecuencia además, quienes están al frente de los consejos comunales son compañeros activistas que tienden a reproducir en las comunidades, la rivalidad entre las distintas corrientes que se disputan el control de los aparatos de partido, un factor vital para triunfar en las contiendas internas y obtener las postulaciones a cargos electivos, como parte de la construcción de la carrera política. Por supuesto, no se trata de negar aspiraciones, sino de recalcar que, en esos términos, no hay ninguna posibilidad de que se constituya poder popular alguno; por el contrario, ocurre que se reproduce una subordinación acrítica, ritual, que forma parte aún de la situación de pasividad y dependencia de los sectores populares.
No sólo activistas de partido incurren en esa posición de preponderancia, de culto a sus personas. También muchos dirigentes sociales que no pertenecen a partidos, se colocan en ese lugar. Sucede a menudo que estos dirigentes se quejan de la comunidad: “lo que pasa -dicen- es que la gente es apática, lo que quieren es que uno les haga todo sin tener que involucrarse”. Sin embargo, si bien es cierto que la participación social pasa por ciclos de auge y descenso, factores socio-históricos como los ya señalados y, en particular, el modo tradicional de vinculación de los dirigentes sociales con el barrio (bloque o urbanización), representan a su vez, elementos que estimulan o inhiben la disposición de los vecinos a involucrarse con su comunidad, así como la regularidad con la que lo hacen.
Es bastante evidente que los problemas de las comunidades adquieren sentido, para activistas políticos y autoridades, desde la lógica de los programas electorales y del visto bueno a la gestión, no desde la lógica de la reconstitución y afianzamiento de las vecindades como un poder social, colectivo y real.
Sin duda, hay que continuar trabajando para que las condiciones físicas y materiales (infraestructuras), a través de las cuales las comunidades mejoran sus condiciones de vida, se transformen, pero se necesita contribuir, al mismo tiempo, a la producción de nuevas subjetividades. No es fácil que los viejos patrones del activismo (partidista o no), puedan transformarse radicalmente de la noche a la mañana, pero hay que intentarlo. Más aún cuando hay gente de izquierda que no percibe como, más allá de las diferencias doctrinarias con los partidos populistas y de orientación empresarial, al intervenir en las comunidades asumen un perfil similar: el de gestores intermediarios, mandamases, y sabelotodos, que tienen con las personas un vínculo instrumental.
Es importante contribuir decididamente a promover una ciudadanía activa. Ello pasa por una transformación de los actuales consejos comunales, a fin de convertirlos en facilitadores de la conformación de un movimiento comunitario autónomo, orgulloso de su poder y de su fuerza. Un movimiento que, desde esas condiciones, elija las alianzas, pueda influir y transformar a los partidos políticos.
En una línea más general de reflexión, hay que señalar compañeros que el socialismo no es simple sueño bonito. El socialismo, o lo tocamos ahora con las manos, o es sólo declaración retórica sobre un porvenir lejano e intangible, bueno para charlar u ocupar cargos. Afortunadamente, ya existen consejos comunales y corrientes comuneras que tratan de abrirla paso a las comunidades autogestionarias. En esa dirección hay que insistir.