Qué es lo que define a un intelectual. No pensar, que lo hacen todos los humanos. Ni pensar mucho, que lo hacen los neuróticos. Ni pensar bien, que lo hacen los inteligentes. Lo que pinta al intelectual es su aptitud para hacer pensar a los otros. Mario Wainfeld
No hay la menor duda de las grandes ventajas que tienen las nuevas tecnologías, rapidez, almacenamiento, memoria, capacidad de interconectar en forma inmediata desde cualquier lugar del mundo. Hemos pasado desde el telégrafo hasta la fibra óptica; desde la imprenta hasta el internet; desde la regla de cálculo o la calculadora hasta la computadora; desde la televisión hasta los satélites; desde el radar hasta el láser. Todos estos importantes inventos han cambiado nuestra vida y nuestras costumbres. Hoy el mundo parece estar deslumbrado ante una aparente nueva Revolución Tecnológica: La Revolución Informática.
En este mundo donde paradójicamente se habla a diario de la sociedad del conocimiento, estamos convencido de lo que hay es cada vez todo lo contrario, mucha información, de la cual ya no se tiene la capacidad de discernir entre lo que es útil de lo que es basura, de lo que forma o lo que deforma, porque la propia banalidad de la sociedad ha hecho que todo gire alrededor de lo inmediato. Reconstruir el pasado, analizar el presente profundo e intentar pensar el futuro es una necedad, lo importante es hoy. En un mundo cada vez mas individualista, donde priman el hedonismo, donde no importa se haya nacido con algunos defectos físicos y este algo gordito, la cirugía y las dietas (ofertas que se encuentran en todas las esquinas) te resuelven el problema, así pareciera que muchos creen que pueden resolver el problema del conocimiento, internet lo hace todo: copio, pego y envió. El saber profundo del conocimiento está siendo también sometido a una especie de dieta forzosa, anorexia cognitiva, una hambruna casi mundial, una ayuna colectiva, donde pensar es perder el tiempo.
Lo cierto es que el mundo parece estar prefiriendo lo rápido y lo cuantitativo que lo cualitativo. Información es lo aparente, la imagen, conocer es profundidad, inteligencia es dominio del conocimiento. Estos dos últimos conceptos representan poder. El producto del conocimiento y la inteligencia puede ser llevado para su consumo rápido y seguro a dato – información. Pero no son nunca sinónimos. Según Asuaje: “En el mundo del cable universal podemos cuestionar la sobrevaloración de los datos, que equivalen a una especie de superexaltación de la apariencia y de lo meramente observable a expensas de las ideas”. Frente a ésta “Involución Humana” que representa la magnificación de lo informativo es que podemos explicar como los intelectuales y científicos sociales, vienen siendo arropados por los programas televisivos y por los comunicadores –Informadores- sociales. Un mensaje rápido –en la era Light- Sencillo de asimilar, sustituye el viejo discurso extenso y complicado. ¿Son el comunicador social o el cibernauta por la simple razón de serlo, una nueva clase de intelectuales? Ante esta “Esquizofrenia Informativa” (Azuaje Francisco, 2007).
En las sociedades modernas la cultura esta siendo sustituida por el mero deseo de estar informado de todo pero sin ningún esfuerzo por la búsqueda de los origines y el pensamiento profundo. Todo es ligero y esto se aplica por igual al mundo del ocio como el de la academia, donde las nuevas carreras, los nuevos currículos están sobre cargados de usos de las tecnologías, de novedosos métodos y aplicaciones, pero muy poco de historia, filosofía, teoría y producción de conocimiento. Los intelectuales han venido desde hace tiempo siendo sustituido por los especialistas, expertos, y los “analistas de símbolos” (Barbero. 2002). Las pretensiones de conocer, saber y actuar a favor de la humanidad pierde espacio en razón de dos extremos: los especialistas científicos y los comunicadores (mejor dicho, informadores) sociales.
Mientras algunos filósofos e intelectuales viven abstraídos en descifrar y recreándose en el pensamiento de los clásicos, otros hacen gala de una verborrea prepotente y de aparente sabiduría, pero inútil, que nada dicen y hacen sobre la realidad actual. Parece que nadie se atreve a repensar el mundo, o consideran que ya esta suficientemente pensado o simplemente asumen que ya no es posible pensar al mundo y sus grandes problemas, asumiendo su impotencia. Así quedan como reservorios humanos del legado y acervo cultural de la humanidad, pero sin capacidad para contribuir con los desafíos del presente y menos con los retos del futuro. El presente parece ser tema y problemas de los medios de comunicación y el futuro de los Gurús de las nuevas tecnologías y las ciencias gerenciales y administrativas.
Frente a las viejas deficiencias de las ciencias sociales, unas ciencias sociales débiles, que no han podido ir al tiempo de los cambios globales, ante sus carencias teóricas, los comunicadores, los “opinologos” han venido ocupando su lugar. Para Álvaro Cuadra (2008) la extinción de los intelectuales ha generado un vacío que es llenado a diario por los medios de comunicación. Son ellos los encargados no sólo de regular el registro y el tono de los grandes temas sino de proponer a su público hipermasivo el repertorio de tópicos que merece nuestra atención. El lugar de la convicción que alguna vez ocupó el docto intelectual ha sido barrido del imaginario contemporáneo por el lugar de la seducción propio del comentarista u “opinólogo”
Como bien lo plantea Ulrich Beck:
Las ciencias sociales se han enfrentado de un modo completamente insuficiente a la globalización, centrándose en tratamientos específicos aplicados a los diversos contextos nacionales. Esto ha conllevado que la investigación empírica se dirija en direcciones que son en todo punto irrelevantes. No nos informan sobre las nuevas relaciones de mestizaje e hibridación, que modifican el perfil de las fronteras. Experimentamos crecientemente que los medios de comunicación tienen más éxito en informar de esta nueva situación que las ciencias sociales.
La huida de la filosofía- no solo del campo de la ciencia-, el haberse convertido en una disciplina más en la división de la ciencia, el haber perdido su capacidad totalizadora, de comprender la globalidad del conocimiento humano, es en parte causante, por un lado, del disciplinarismo científico, la no existencia de espacios comunes entre las ciencias, que solo lo lograba la filosofía, como saber superior, como pensamiento meta científico, y por otro lado, ha contribuido a perder el sentido humano de la ciencia, cuyo pragmatismo y utilitarismo las alejo de lo ético y político en función del bienestar social. Una materialización de esta realidad es la ausencia actual de filósofos que pretendan acometer la tarea de proponer sistemas completos de interpretación de la realidad. Después de Kant, Hegel o incluso Marx, y coincidiendo con la entrada en el siglo XX, el pensamiento de tipo filosófico abandonó tal pretensión, consolidó un largo proceso de introspección y subjetivación y se retiró definitivamente de las regiones invadidas por las ciencias naturales hasta quedar recluido en algunos campos especializados, como la filosofía de la ciencia, y en la interpretación de los autores históricos.
Difícilmente alguien se atrevería hoy a autocalificarse como intelectual por el temor a quedar revestido de todas las connotaciones actuales del término: pretencioso, improductivo, aburrido. El saber productivo ha dejado de pertenecer a la masa o al experto aislado y se encuentra distribuido en grandes sistemas en los cuales el individuo es sólo una pieza prescindible. En un mundo de híper especialización, sencillamente, los individuos aisladamente y fuera de su especialización profesional son manifiestamente incapaces a largo plazo para seguir el ritmo exponencial de la producción cognitiva colectiva, global y especializada.
Álvaro Cuadra, hace un recuento histórico, para plantearnos como la misma crisis por la que hoy pasan los intelectuales, les ocurrió hace más de un siglo a los poetas y la crisis del romanticismo, los cuales fueron siendo sustituidos precisamente por los intelectuales, el ocaso de los “poetas” como figuras protagónicas del quehacer cultural de la época a fines del siglo XIX:
Ser poeta pasó a constituir una vergüenza. La imagen que de él se construyó en el uso público fue la del vagabundo, la del insocial, la del hombre entregado a borracheras y orgías, la del neurasténico y desequilibrado, la del droguista, la del esteta delicado e incapaz, en una palabra —y es la más fea del momento— la del improductivo. Mientras la analogía del poeta y el anarquista lo volvía un personaje peligroso e indeseable, muy difícil de vindicar; el intelectual ligado a los libros de ideas como dispositivos de una gran industria editorial de gran tiraje, emergía como un “líder de opinión”.
Pero, al mismo tiempo, el fenómeno posee un alcance político no menor: la extinción del pensamiento crítico. Así, entonces, el mentado “silencio de los intelectuales” remite tanto a una “revolución cultural” derivada de la convergencia tecnocientífica logística, y de telecomunicaciones que ha transformado los “códigos de equivalencia” de una cultura planetarizada, como a una hegemonía política de los flujos de capital devenido significantes digitalizados. Asistimos a la paradoja en la cual pareciera que los intelectuales han enmudecido, precisamente, en el momento histórico en que se multiplican las “buenas causas” que bien merecen una reflexión seria: degradación de la biosfera, empobrecimiento de los medios de comunicación social, extensión global de la violencia y pauperización acelerada de gran parte de la humanidad.