“El dolor no reconoce fronteras, pero tampoco la esperanza;
la muerte no reconoce fronteras, pero tampoco la vida;
el odio no reconoce fronteras, pero tampoco el amor;
la injusticia no reconoce fronteras, pero tampoco la lucha contra ella;
la soledad no reconoce fronteras, pero tampoco la solidaridad;
la tristeza no reconoce fronteras, pero tampoco la alegría de los sueños y la felicidad.
Esperanza, vida, amor, lucha, solidaridad y alegría:
más allá de las fronteras, los idiomas, las religiones,
las razas, los géneros, los países,
las edades, los colores y los sabores humanos...
es todo lo que tenemos para compartirle al mundo
el sueño del mundo que vendrá.
Extractado del Documento final de la Comisión de la Verdad en EEUU
Cleveland, Ohio, EEUU, julio 15 y 16 de 2006
Cuando un río de sangre y muerte innecesarias cubre la tierra, los fantasmas mentales superpuestos son exorcizados, quedan a la vista. No había sangre azul, superior, ni sangre terrorista, toda la sangre es roja. No había ejércitos invencibles ni tanques invulnerables. La apresurada retirada, “obedeciendo la decisión de la ONU”, los despojos en el campo de batalla, dan testimonio de las falacias superpuestas a los hechos.
Tampoco había entidades religiosas, nacionales, no había fronteras, pueblos, ni sociedades. Solo cuerpos de tibia carne y hueso sujetos al dolor, la enfermedad y la muerte, yaciendo en grotescas posturas, desmembrados. Solo seres humanos hijos de seres humanos. Solo miradas perdidas, lágrimas secas de tanto llorar, emociones aletargadas por el dolor.
Ante este macabro escenario solo cabe el silencio y hasta el tiempo se detiene un minuto respetuoso. Acalladas las pasiones alucinatorias y las frías planificaciones en el inútil sacrificio de vidas, ¿dónde están los dioses y sus hijos ahora? ¿Qué sentido tiene el patriotismo y sus victorias o derrotas, cuando estás sumido en la anestesiante intensidad del sufrimiento?
Viet Nam, Cuba, Afganistán, Irak, el Líbano, Venezuela, son demostraciones fehacientes de que el todopoderoso sueño de superioridad imperial se cree más de lo que es y puede. Aquellos tiempos ya pasaron y solo viven en el recuerdo. Viven en la memoria de quienes aún creen en ese viejo mundo, porque todavía sueñan con formar parte de los privilegiados países desarrollados del primer mundo, sus instituciones económicas y militares.
Y fieles a sus viejas y anacrónicas expectativas, siguen manteniendo en vigencia un sistema de relaciones internacionales que ya no es viable. Siguen sosteniendo una visión del mundo que ya no es real ni acorde a la nueva sensibilidad. Porque ya no vivimos en un mundo de Estados-naciones ni de fronteras espacio temporales.
Todo eso fue concebido dentro de otro paradigma de pensamiento que ya ha sido desbordado por las modernas tecnologías y la aceleración de los hechos que ellas propician. Sus instituciones son como un muerto reaccionando, dando palos de ciego con viejos e impotentes hábitos y creencias, a una nueva realidad.
Años y años de planificación y publicidad para superponer un paisaje artificial a la conciencia colectiva, intentando camuflar la verdadera intención de sus hechos, se están derrumbando ante la desesperación y la ineficiencia de los que se creían impunes engañadores de un mundo estúpido, y hoy se estrellan contra la realidad.
Todo un mundo construido virtualmente comenzó a morir, quedando en evidencia ante una conciencia y opinión que despiertan de su sueño. El tejido de la vida y la realidad es más profundo de lo que creyeron y no sustituíble por falacias y relatividades. Las relatividades están bien en el mundo de la mente racional. Pero la realidad viviente incluye al cuerpito.
El tejido que cohesiona la conciencia colectiva, grupal, está arraigado en y brota de la memoria profunda. Es de características predominantemente anímicas, emocionales, intuitivas, fluyentes. No es sustituible por conocimiento abstracto ni por sus funciones sociales especializadas resultantes. Tampoco por bonitos uniformes ni por elevados sueldos.
En realidad hay un abismo de diferencia ente un mito y una falacia virtual que pretenda sustituirlo, porque esta última no tiene asiento profundo, esencial en la conciencia. Solo es una moda de validez temporal relativa a las circunstancias de su formación. Y es paradójico que estos escenarios tan lamentables sean los que tengan que ponerlo en evidencia.
En términos modernos se diría que un gobierno democrático con verdadero sustento popular, no es desplazable con falacias ni con ejércitos mercenarios o paramilitares contratados. Pero esas son elaboraciones abstractas. En Vietnam, en Cuba, en el Líbano, en Venezuela, esos esquemas teóricos no funcionan. No importa siquiera quien esté en el poder, o como accedió a el. Son todas circunstancias y escenarios diferentes pero con una conexión esencial.
Se trata de una sensibilidad que conecta y cohesiona a los elementos más allá de funciones. De una verdad que circula y fluye por canales no convencionales, ni siquiera verbales. Es un saber intuitivo, instintivo, a flor de piel. No es el saber del pueblo que hoy alaban los demagogos. Ese también es un concepto moderno, abstracto, que pretende atrapar en formas fijas de un determinado momento aquello que las trasciende. Es algo que resuena más adentro y resulta invisible para los que miran con ojos abstractos o ideales.
Es esa conexión que movió al pueblo a la calle sin pensar en consecuencias cuando se depuso el orden constitucional mediante el golpe de estado virtual en Venezuela, y se secuestró su presidente. Ahora le quieren encontrar variadas explicaciones, pero lo único cierto es que eso es un hecho históricamente inédito. Y si lo es no puede tener explicaciones convencionales, previamente conocidas, porque sería un contrasentido con la afirmación precedente.
La revolución bolivariana es un icono de los nuevos tiempos que corren, es un fenómeno telúrico que irrumpe inesperadamente en la superficie política. Es una sorpresa para propios y extraños, un proceso incontenible que va tomando forma sobre la marcha y que no reconoce fronteras de ningún tipo. Esta revolución no encaja dentro de esquemas hechos, porque no es una resultante de la continuidad de las instituciones, sino una manifestación de la memoria profunda y sus anhelos esenciales.
Por eso renace en medio de las cenizas de la desesperanza y el escepticismo. Justo cuando afirmaban que la historia se había terminado y creían que un modelo económico único ocuparía el lugar de las religiones y culturas ancestrales, que hunden sus profundas raíces en el principio de los tiempos. Pero lo que en su lugar sucede es que ese barniz superficial comienza a resquebrajarse y dejar a la vista su estructura y arquitectura interna.
Ante la muerte, oscuro y secreto motor de la dialéctica generacional, histórica, de las religiones, las culturas, y sus profundas raíces míticas, del poderoso impulso evolutivo a futuro que pretende dejar atrás su pasado de sufrimiento, todo el maquillaje superficial hipnótico de una época se desmorona y deja ante las sorprendidas, atónitas miradas, un paisaje harto conocido.
Me hace recordar el mito del continente atlante hundido que dicen aflorará de bajo las aguas en esta época. Un paisaje enterrado en la conciencia colectiva bajo las ruidosas modas y entretenimientos de nuestra época, intentando llenar su vacío y pobreza interna. La vida y la muerte, el amor y el odio no tienen fronteras espaciales ni temporales, resuenan en todo ser humano. Las instituciones no pueden contenerlos ni exorcizarlos, solo los disfrazan y postergan. Pero antes o después resultan desbordadas por ellos.
La verdadera revolución es esencial y trascendente a toda forma superficial. Comienza el día en que caemos en cuenta de que tenemos registros internos de lo que es esencialmente humano y de lo que no lo es. Las morales epocales, institucionales, no pueden ni sustituirán jamás la conciencia y la memoria esencial de la humanidad.
Cuando reconocemos que traicionando esa conciencia profunda elegimos, sembramos, construimos nuestra propia desdicha, entonces sabemos que no hay instituciones buenas ni malas. Solo son herramientas, conceptualizaciones de las actividades de nuestra conciencia, que nunca nos podrán deslindar de la responsabilidad de nuestras decisiones, sus resultantes hechos y consecuencias.
Es de esa toma de conciencia que nace la determinación de corregir las erróneas e ignorantes elecciones que trajeron como consecuencia la vida que nos ha tocado vivir. Construyendo por acumulación el guión y argumentos del escenario colectivo que hoy nos toca enfrentar, asumir y resolver. No es desde una imagen abstracta o ideal que se puede emprender tal tarea.
No hay entidades buenas ni malas, esas son generalizaciones, abstracciones, inútiles a la hora de operar y corregir direcciones de conductas erróneas y generadoras de sufrimiento. Las luchas entre los buenos y los malos, entre los hijos de los dioses y los diablos, solo son espejismos, alucinaciones que eluden e impiden reconocer el registro directo que dejan las acciones en la conciencia. La conciencia no se puede imponer por temor al castigo de cualquier tipo. No se puede decretar por ley. No se puede generar con luchas entre bandos.
Surge del atento y sensible ejercicio de mis funciones, elecciones, decisiones de acción que dan señal de realimentación. Así y solo así puedo reconocer que efectos devuelven mis actos sobre mi conciencia y cuerpo. Si para participar en la revolución hubiese que presentar certificado oficial de buen esposo, padre, jefe o empleado, yo no tendría oportunidad.
Porque fue justamente del doloroso reconocimiento de mis deficiencias y limitaciones que surgió el deseo y la decisión de superación. El esfuerzo ha sido grande y los resultados sinceramente bastante pobres. Si tuviese que compararme con algún ideal por lograr, resultaría aplastante, decepcionante, paralizante.
Yo tuve mi revolución en pequeño, que comenzó hace ya mucho tiempo. Cuando decidí que deseaba cambiar muchas de mis actitudes y conductas porque no me resultaban ya adecuadas ni satisfactorias, inevitablemente encontré resistencias en mi entorno inmediato y cercano. Entonces tuve que reconocer que formaba parte de una economía sicológica, familiar y vecinal.
Y que cuando comenzaba a tomar decisiones, a cambiar mis creencias y hábitos afectaba a las de los demás por igual. Ellos no vivían mi momento sicológico evidentemente, no había surgido en ellos aún el deseo de cambio, pero se veían inevitablemente afectados por mi cambio de actitud.
Entonces trataban de hacerme “volver a la sensatez” y dejar todas esas tonterías que no conducían a ninguna parte. Pero mi firme actitud terminaba exasperándolos y generando fuertes tensiones y hasta reacciones violentas. Experimenté fuertes desencuentros y desavenencias dentro y fuera de la familia.
Pero a la larga cuando comprobaron que mi decisión era firme y no algo pasajero, que estaba dispuesto a asumir el costo que ese cambio conllevase fuese cual fuese, no tuvieron más remedio que a regañadientes volver a adaptar las funciones de su economía, intereses, hábitos y creencias que mi cambio de actitud había afectado.
Porque a fin de cuentas, familiares y vecinos compartíamos un espacio, convivíamos, realizábamos múltiples actividades e interacciones comunes. Y para nadie es agradable tener que cruzarse todos los días con alguien y mirar para otro lado, o fingir que está molesto todo el tiempo cada vez que te encuentra en algún grupo. Desaparecerlo mágicamente resulta imposible.
Para poner un ejemplo extremo de estas circunstancias que resulte más ilustrativo, veamos los pocos soldados americanos o israelíes que han tenido el valor de ser fieles a su conciencia, negándose a ir al campo de batalla a matar seres humanos por una causa injusta. Desobedecer “una orden superior” implica afrontar todas las sanciones, el descrédito, ser dado de baja con deshonor, como desertor, traidor a la patria, y hay que tener valor para afrontarlo.
Asumir ser fiel a tu conciencia y correr con las consecuencias que ello implique, es esencialmente humano y humanizante, y da el ejemplo que resuena en las demás conciencias que marchan como un rebaño para el matadero, porque así lo ordena la autoridad y el supuesto deber patriótico, racial o religioso.
Y allí tenemos ya escenificado el proceso esencial de la revolución. Por un lado una educación impuesta por temor a base de premios y castigos, en que se te obliga a renunciar a la conciencia para conseguir lo que quieres o no ser castigado. El ejército y el Vaticano con su jerarquía católica son ejemplos extremos de la educación que todos recibimos.
Por si alguno no lo sabe, el Papa es infalible autoridad, su palabra es sagrada. Nadie, absolutamente nadie tiene libertad de experimentar ni de escuchar su conciencia si el Papa dice que eso es malo y proviene del demonio. La única diferencia es que en lugar de expatriarte te excomulgan, y no eres un desertor sino un hereje, un hijo del diablo.
Así las responsabilidades pasan de los inferiores a los superiores y de allí a la constitución, las leyes, la nación, la patria, la religión, la raza. Pero la conciencia, la libre elección, el ejercicio de la decisión no aparece por ningún lado. Se teje un círculo cerrado en el que es imposible el contacto íntimo contigo mismo, y termina en una gente que es llevada como ganado en camiones a matar a su semejante por la continuidad de las instituciones.
La guerra es el escenario mayor y trágico en que este tipo de educación y conducta desemboca, como una descarga violenta y destructiva de toda la brutal tensión íntima acumulada en esta forma de vida. Y parece ser lamentablemente el shock o sacudida anímica necesaria, para que despertemos de esa alucinación sicótica y recobremos nuestra humanidad.
No está demás agregar sin embargo que innecesariamente, por deshumanización creciente, actualmente se dan a nivel planetario 6.000 muertes diarias por diarrea, 11.000 muertes diarias por hambre, 3.800 personas mueren a diario por la infección de VIH/SIDA, mientras que cada día 150 personas fallecen por consumo de drogas y otros 720 seres humanos mueren por accidentes automovilísticos, en tanto que “el terrible flagelo terrorista” produce en promedio 11 muertos diarias.
Pronto llegará el momento en que semejante barbarie nos resulte insoportable, y se alcance la masa crítica para que nos neguemos rotundamente a ejercer violencia y destrucción, a otros seres humanos en el nombre de dioses o entidades, instituciones abstractas. Entonces finalmente comenzará a regresar la cordura, la conciencia esencialmente humana al mundo.
A partir de entonces la educación dará prioridad al desarrollo de la libertad de elección y decisión, a la participación y protagonismo responsable, que como realimentación de la experiencia, es lo único que desarrolla conciencia esencial, humana. Y desde tal ejercicio comenzará la verdadera y profunda revolución que pueda gestar el verdadero ser humano y el nuevo mundo.
Y es así como hoy comprendo inevitables las circunstancias políticas y sociales que nos tocan vivir en Venezuela, desde que decidimos darle otra dirección a nuestras vidas, a nuestra organización social. Afectando los hábitos y creencias de muchos que probablemente aún no veían la necesidad ni estaba listos para el cambio, viéndose dentro de el sin elegirlo.
Es así como comprendo que no importa la elevada o simple función que nos toque desempeñar en este cambio social, todos estamos sujetos a errores, falta de capacidad, tentaciones de todo tipo que arrastramos de la educación y hábitos anteriores. Y es que de eso se trata justamente un proceso de cambio, es un ejercicio de intento reiterado, de aciertos, errores y tomas de conciencia.
Por eso no me resulta extraño que sucedan casos como el desvío de fondos del central azucarero en Barinas. Especialmente cuando estamos en campaña presidencial hasta las elecciones de diciembre, y los que no desean el cambio buscan el modo de magnificar los errores y de inventarlos si no los hubiera.
Yo creo que es mucho más lo que hemos hecho de positivo que los yerros, y aunque no lo fuera estamos intentando, experimentando. Lo único importante es tener claro lo que deseamos y ser persistentes en ello. Me dirán que la gente se cansa y no es persistente. Bueno amigos, si no deseamos realmente cambiar, revolucionarnos, pues no hay revolucionarios. Y lamento decirles que sin revolucionarios no hay tampoco revolución.
Por eso digo que no se puede partir de ideales abstractos, de naciones, instituciones, pueblos y sociedades. Por que no es a ellos que les duele el hambre, no son ellos los que se enferman y mueren, ni los que anhelan y se frustran, sufren. No son ellos los que desean cambiar o permanecer. Somos tú y yo amigo, nosotros los de carne y hueso, los que tenemos una conciencia, sensibilidad, sensaciones, sentimientos.
Un nuevo mundo nunca surgirá de la continuidad de instituciones, hábitos y creencias, ni del choque entre ellos. Por el contrario, es cuando comenzamos a desidentificarnos de ellos, a despertar de su sugestión e hipnosis, que se abre un nuevo espacio en el que lo nuevo puede anidar. Recién entonces desde el íntimo compromiso de la conciencia consigo misma, comienzan a brotar nuevas y luminosas imágenes que tienen verdadero arraigo sicológico.
Es así como ha brotado siempre una religión, una cultura, una civilización o cualquier estructura anímica que cohesione a los seres humanos y les de una identidad común. Es así como ha nacido un nuevo impulso y dirección evolutiva que ha dejado atrás para siempre un paisaje sicológico ya agotado.
El amor y el odio, la vida y la muerte no tienen fronteras. Lo esencialmente humano no puede ser atrapado ni contenido entre formas, instituciones. Lo viviente siempre está generando, irradiando, creciendo, transformándose, construyéndose nuevas formas de manifestación más apropiadas a sus necesidades.
Por eso el único modo de evitar recaer una y otra vez en la violencia, es aprender a darle una dirección unitiva a las energías humanas siempre en cambiante dinámica y crecimiento. Es necesario discernir entre lo que violenta generando sufrimiento, y lo que da registros de superación liberadora y gratificante.
Revolución ha de significar pues dar dirección creciente, unitiva, creativa, constructiva a nuestras capacidades y energías. Ha de significar reconciliación de diferencias y solidaridad entre seres humanos más allá de toda frontera física, económica, cultural, sexual, generacional y religiosa. Es por ello que una revolución violenta deja de ser una revolución para convertirse en una repetición más.
Es así como finalmente la conciencia viene a ser en el mundo y el ser humano es reconocido como el centro de la vida y sujeto de toda trascendencia, de toda creación, de toda organización social. Y por ende todo es hecho para su disfrute y puesto al servicio de su bienestar colectivo.
Equilibrio. Nada por encima ni por debajo del ser humano. Porque allí comienza la violencia. Es también así como la historia encuentra finalmente su destino, y el pasado se desposa con el futuro para dar a luz el presente. Un presente en que la paz puede venir a ser y nuevamente la alegría de vivir entona sus canciones. Un presente en que el ser humano se reconcilia con la vida.