Tanto a Cuba como a Venezuela, los acobijó el determinismo comunitarista y soviético, ese mismo determinismo que creyó que el individualismo debía ser sustituido por el colectivismo a decretazos, y que el mercado podía ser suplantado por la planificación del Estado, sin pensar que ambas dimensiones no se autoexcluyen sino que pueden trabajar en función de los reales intereses de una sociedad.
Era, y es la lógica de construir sobre las cenizas de lo pre-existente, sin darse cuenta que demolían su propia sociedad y la llevaban a un primitivismo prehistórico, en violencia y en producción. Asumieron un idealismo liberador en contra del capitalismo y el neocolonialismo, pero al final terminaron sometiendo a su propio pueblo a las peores penumbras de su historia política, no obstante se erigieron víctimas del imperio y fueron cerrando el país en un enclave de dominación.
Desecharon la capacidad liberadora de un pueblo a través del trabajo, y las necesidades y el hambre se volvieron un mecanismo de control social y político, porque ya su visión no fue emancipar sino someter a un pueblo para su permanencia absolutista en el poder político. Ya decía un profesor de derecho que me dio lógica jurídica, “los extremos siempre son malos”. Uno que en algún momentos los apoyó (en mi caso Venezuela) nunca llegó a pensar que esta visión perversa de la política los llegaría a acobijar, pero con el tiempo te das cuentas que la realidad supera cualquier parafernalia ideológica, y que lo que se ve a diario es más una responsabilidad del gestor de la política pública, que los desmanes de adversarios externos.
Simplemente la revolución que un día fue para el bienestar y prosperidad de un pueblo, perdió todo sentido original para el cual surgió, ahora vulgarmente es el retazo de una desgracia colectiva. Parafraseando a Nietzschez, lucharon tanto tiempo con monstruos, y terminaron convirtiéndose en uno de ellos.
