"La buena vida humana es buena vida entre seres humanos o de lo contrario puede que sea vida, pero no será ni buena ni humana".
Fernando Savater.
Desde que el mundo es mundo, el mal siempre ha existido, y nos desenvolvemos en el tejido social a partir del discernimiento de dos extremos, lo bueno y lo malo. De algún modo ese descernimiento orienta la praxis social-dialéctica del ser humano. Dos polos que balancean nuestras construcciones éticas, y de prospección de sociedad. Pero el interés humano está allí en el centro de la acción, y las consecuencias son incalculables.
Traigo lo anterior a colación porque uno de los problemas de mayor complejidad que vive Venezuela, además de los que ya conocemos, es la continua y sustancial descomposición de los valores humanos, y sociales de la ciudadanía. Nos encontramos ante el desmoronamiento del orden ético de nuestra cotidianidad, la desintegración de nuestras mínimas reglas morales y de convivencia social.
No hay respeto a la vida. Sí te asaltan, y no cargas dinero, las probabilidades de que te disparen por andar "limpio", son casi seguras. Ya que el delincuente tiene el tupé de molestarse, y pagar su rabieta de la peor manera. Es el margen deplorable, y permitido de la acción delincuencial. Es la casi extinción del respeto a la vida, y el respeto "al otro" como simple ser humano.
Asimismo la existencia innegable de los denominados "pranes" o jefes de la violencia en las cárceles o centros de reclusión, que incluso siguen su actividad criminal desde las celdas, aunada a la descomunal cantidad de armas que circulan libremente en las calles venezolanas.
No es sorpresa en las noticias cuádruples homicidios, descuartizamiento, signos de torturas o cuerpos incinerados arrojados a las vías, una práctica quizás importada del paramilitarismo. No sabemos, a ciencia cierta el origen de estas macabras prácticas, lo que sí es evidente es la manifestación de crueldad y frialdad en el hecho delictual. Esta situación terrible, y en crecimiento, tiene como consecuencia la materialización de un temor intrínseco de la sociedad a la denuncia, ya sea por las represalias, o por la naturalización de vivir en el miedo y la zozobra.
Asimismo en el espacio de las relaciones socio-productivas y de distribución de productos, y prestación servicios, se potencian las distorsiones económicas y sociales, nuevas figuras surgen en el tejido social y se refuerzan las antiguas. El "bachaquero", expresión de la "viveza criolla", compra barato y revende caro. El contrabandista a gran escala, que se hace del dinero fácil, con el apoyo de los uniformados tarifados. El empresario de maletín que fraudulentamente se hace de los dólares del pueblo. El gerente de un expedido público de alimento que se suma a la especulación, sustrayendo el alimento del pueblo.
Así también el burgués sanguijuela, que importa productos terminados porque le da pereza trabajar, y le es más factible captar dólares del Estado, especular y perjudicar a sus propios compatriota con la reventa. El abogado que soborna al juez, y compra la impunidad. Todos en una inexorable destrucción de su propia patria. El ciudadano que no respeta el semáforo, y el fiscal de transito que le pone precio al perdón de la infracción. El ego materialista e individualista elevado a la enésima potencia, y su descompuesta concepción de país. Todos sumando cero.
En esta descomposición socio-cultural de nuestros valores, el funcionario que no es "matraquero", lo acusan de "pajuo", o "guevon". Ese funcionario lastimosamente esta conminado al despido, o al traslado, por el simple hecho de ser un obstáculo de la trampa. El joven o el ciudadano que quiere producir, se encuentra con los representantes de la ley, que le leen una cartilla de obligaciones leguleya y absurdas, por no decir irreales. Junto a esta discrecionalidad funcionarial desmedida, se condena al trabajador honesto, a ser la victima de la extorsión, por el simple hecho de trabajar. Aunque hay las excepciones con los especuladores y acaparadores que los hay, y a los cuales les debe caer el peso de la ley. Un sistema que lamentablemente nos absorbe en la incertidumbre social y una motivación implícita a la corrupción, como argumento cotidiano de la conducta social.
Dice un refrán popular, "A mí no me den, pónganme donde de hay". Es la legitimación social de la corrupción, el "matraqueo", el "bachaqueo", el burguesismo parasitario, y la corrupción traspolada y masificada a los sectores populares, como parte de nuestra precaria identidad cultura, si a eso se le puede llamar identidad. Es el retroceso sociocultural que se manifiesta en una deplorable naturalización de lo malo, en una desarticulación de nuestras construcciones mentales de lo ético, y lo moral.
Es el vandalismo anárquico de subsistencia, es la agresividad social en su mayor expresión. Es lo que lo que el criminólogo Enrique Font, denomina construcción identitaria permeadas por la cultura del consumo, pero con un agregado de violencia despavorido, y una abundancia de la corrupción social alarmante. Es el fetichismo de las mercancías en términos de Marx, la cosificación del humano, y su reduccionismo a la materialidad, la fragmentación social inscrita por un consumismo exacerbado que nos impone un estilo de vida. Y el que no está en esa onda, en el estereotipo social construido en rigor de una fachada cultural, se siente excluido, y se hace de los medios menos idóneos para avanzar.
La contumacia de una racionalidad empobrecida, y reducida al materialismo, o quizás a la simple subsistencia. De tal manera que lo malo se vuelve lo correcto. Y eso desdeñoso que se ha construido socialmente como correcto es lo supuestamente asertivo, en una escala de descomposición social, que nos asegura un estilo de vida para lucir. Es la banalización del mal, la naturalización de lo incorrecto, y la supresión al máximo de nuestras construcciones éticas y morales.
Quien actúa apegado a la honestidad, y a los valores de un buen ciudadano, es "el bobo", "el pendejo", el conminado al fracaso en una sociedad de "viveza criolla". Quizás la ley de la selva se convirtió en nuestra cotidiana forma de vida, y no nos hemos dado cuenta. Nos toca interpelarnos como sociedad. Nos toca interpelarnos como sujetos conscientes que aspiramos futuro, porque podremos salir del actual atolladero económico, pero de este problema sociocultural no sé cuándo.