Uno puede tener esa idea de amor romántico con América Latina, y hablar del torrente de sus ríos, de la frondosidad de sus selvas tropicales, del colorido del folclore; uno puede enamorarse perdidamente de los celajes de otoño y de la niebla de primavera, pero a Latinoamérica además de sentirla también hay que pensarla desde el análisis sociopolítico y cultural. Una América Latina que la sintamos en cada poro de la piel pero también en la corteza cerebral.
Y para eso tenemos que perder el miedo a cuestionar, tenemos que responsabilizarnos con el análisis y la lectura, con la duda; porque dudar nos empuja a investigar a indagar y a buscar respuestas. A romper con el cerco mediático que nos ha tenido manipulados y excluidos de la Memoria Histórica y de la geopolítica latinoamericana.
Pero eso implica dejar la pereza, la comodidad y la indiferencia. Latinoamérica es rescatable con una revolución cultural que es la más poderosa de las revoluciones porque una mente informada jamás podrá ser manipulada. Por esa razón vemos el ataque mediático que nos descarga minuto a minuto toneladas de desinformación con la que pretenden adormecernos y mantenernos alejados de toda resistencia política.
Tenemos que armarnos de agallas y salir de las redes sociales, dejar de ser revolucionarios de redes sociales y serlo en el día a día en cualquier ámbito donde nos desenvolvamos. La revolución cultural es monumental y comienza con trabajo de hormiga. La revolución cultural debe llevar el mismo proceso que el de bambú, que primero crece 7 años hacia abajo, ahondando sus raíces para fortalecerse en el centro de la tierra para luego crecer hacia arriba y resistir a cualquier embate del tiempo.
Nuestra revolución cultural debe ahondarse en los arrabales, en los pueblos inhóspitos, entre candiles y tinajas de agua, entre calles enlodadas y botes de huele pega. En la exclusión y el abandono, en los violentados del sistema, en los que desconocen y tienen hambre y sed y se atreven a soñar. Esa revolución debe tener sus cimientos en la raíz marginada para volverla el corazón indómito de la resistencia de la Patria Grande.
Amar a Latinoamérica es jugarse la vida, no entre metrallas, es honrarla dando la mano, compartiendo el conocimiento, despertando en el otro la llama de la inquietud, del análisis. Es pasar la estafeta y lanzar semilla por doquier sin pensar en la fertilidad de la tierra, si no con la certeza que florecerá entre los páramos más secos y olvidados.
Y para eso quienes han tenido la oportunidad de acceder a otro tipo de conocimiento, tienen que tener la humildad de dejar de andar por las alturas creyéndose intelectuales e iluminados donde lo importante es el codeo y las menciones honoríficas, las fotos y los viajes; para bajar a donde son necesitados sin fotos, sin codeos, sin viajes y sin menciones honoríficas pero donde su conocimiento será valorado y donde su condición de ser humano finalmente valdrá la pena. Porque es así, entre mayor conocimiento es mayor la responsabilidad con los pueblos.
A Latinoamérica hay que sentirla, sí pero en las manos rajadas de los abuelos campesinos, en las espaldas encorvadas de los obreros, en los sueños de los niños que trabajan en las fincas tapiscando y que jamás han asistido a la escuela. En los vientres de las niñas violadas y embarazadas, en las laderas de los arrabales violentados con la limpieza social, en las miradas perdidas de quienes se ven obligados a migrar.
Y la forma de amarla es analizando, luchando y resistiendo, desde el lugar en donde estamos; porque la Patria Grande no tiene fronteras la hacemos todos los que creemos en la libertad de los pueblos. La revolución la hacemos todos, porque somos el núcleo de la célula, el ecosistema, la lava del volcán, la fuerza de la tormenta, el arcoíris del escampe y la raíz del bambú.
Cada vez que digamos que amamos a América Latina preguntémonos si es verdad o si solo son patadas de ahogados. Si es verdad, unámonos a la revolución cultural y hagámosla florecer en los páramos y arrabales.