Como un mal hereditario en las nuevas generaciones se reproduce con facilidad porque son generaciones desvalidas, dejadas a la intemperie, carcomidas que como bagazos son lanzadas a las urnas, a las calles, a la vida.
Infestadas de ese gen que acaba con el cerebro en un parpadear estas generaciones no conocen de primaveras, han vivido invernando en cuartos oscuros desde siempre, no conocen el calor del sol ni la alegría del trinar de las aves, son incapaces de sentir algo que esté fuera del margen de su radar de fascistas. Inclusive no saben que lo son, porque carecen de raciocinio.
Estas generaciones son como bultos apilados que cargan y descargan en sus lomos los obreros del mundo, como bloques de cemento, como quintales de hierro que forman columnas en las que se sigue cimentando el germen del fascismo. No tienen vida, no huelen el olor de las flores y no sienten el dolor del otro y mucho menos su propio hedor.
Estructuralmente el fascismo está en las aulas escolares, como moho en las paredes, en el lenguaje del docente, en los libros de universidad, en el mensaje subliminal de los anuncios televisivos, en la línea de espera de un hospital público, en las manos del médico. Estructuralmente está en el arquitecto que diseña mansiones en la colinas, en la sentencia de un juez, en las decisiones de la Corte Suprema de Justicia, en los barrotes de una cárcel, en las pasillos de un centro de detención para menores.
Está en los derechos negados, en los árboles que se arrancan para que jamás regrese la primavera y sigan invernando en cuartos oscuros las generaciones que son alimentadas por el germen del fascismo. Una malnutrición que crea seres humanos insensibles, egoístas, perezosos, machistas, racistas, homofóbicos, arrogantes y cachurecos que a la menor oportunidad tratan de eliminar a como de lugar a quien represente un peligro para su cautiverio e intente abrir las puertas de esos cuartos oscuros y les muestre la frescura del viento, el calor del sol y la neblina de las madrugadas.
A quien se atreva a mostrarles los colores del arcoíris, de los árboles en otoño, el aleteo de las mariposas, la suave brisa del mar. El palpitar de un corazón feliz, la sonrisa de los niños, a quien los invite a sentir los abrazos curadores de los abuelos.
Por dicha, siempre están los inadaptados, los locos, los soñadores. Por suerte siempre están los atrevidos, los necios, los imprudentes que se lanzan de cabeza al vacío sin recurso alguno más que el de un corazón libre. Son ellos los que milenariamente han nutrido la resistencia, y es la resistencia la que sigue embelleciendo las primaveras.